1917 entre mitos y realidad
autor: Adriano Dell'Asta
fecha: 2018-08-20
fuente: Il 1917 tra miti e realtà
Publicado en el N. 13 de Lineatempo (2017-10)
traducción: María Eugenia Flores Luna

El texto de la presentación de la muestra Rusia 1917. El sueño roto de un «mundo nunca visto», realizada con motivo del Meeting 2017

La revolución rusa ha sido en todo sentido un evento histórico; lo ha sido sin duda, e inmediatamente, por las dimensiones de la tragedia humana que ha traído consigo, con el difundirse inmediato de la idea y de la práctica del terror; pero lo ha sido también por la novedad que ha introducido en la concepción del hombre y de la sociedad. A menudo la historiografía tiende a subestimar estos dos elementos, es decir, por un lado, a no captar las dimensiones de la catástrofe, relativas a la pretendida construcción de un mundo más justo, y, por el otro, a no captar profundamente la novedad de lo que había ocurrido, haciéndolo encajar en una serie de las tantas revoluciones que caracterizan la historia humana.

Hoy, después de la conclusión del trayecto histórico inaugurado por los eventos de 1917, más bien resulta difícil negar la entidad de la tragedia que, usando una imagen de Aleksander Solženicyn, por primera vez en la historia ha llevado un pueblo a convertirse en enemigo de sí mismo; y del mismo modo es más fácil enfatizar la radical novedad antropológica y política introducida por la revolución rusa en la historia de la humanidad.

Ante todo, a diferencia de todas las revoluciones precedentes (el metro de parangón clásico es la revolución francesa), la rusa no tiene una redistribución de las fuerzas sociales según las nuevas relaciones de poder: simplemente la sociedad civil desaparece y viene reabsorbida en el organismo omnicomprensivo del partido único (es lo que la historiografía ha tratado de considerar con el concepto de totalitarismo, en la versión dinámica que ha dado ante todo H. Arendt). En segundo lugar, siempre a diferencia de las revoluciones precedentes, la rusa no se limita a descubrir prerrogativas o derechos del hombre antes ignorados o no suficientemente respetados (la «libertad, igualdad y fraternidad» de la revolución francesa), sino tiene la ambición de crear un hombre totalmente nuevo que sustituya al hombre creado por Dios y pueda en este sentido poner en marcha la liberación práctica del hombre religioso; es el mito del hombre nuevo de la que está llena la literatura soviética de los primeros años de la revolución y que tiene una imagen impresionante en la manifestación a la cual asistió Michail Bulgakov en enero de 1923, en ocasión de la Navidad ortodoxa, cuando vio un pancarta que tenía en letras grandes esta frase: «Hasta 1922 María daba a luz a Jesús, en 1923 ha dado a luz el joven comunista»; con toda probabilidad es precisamente teniendo en mente esta imagen que Bulgakov comenzó a pensar en aquella novela sobre el diablo que luego se convertiría en el Maestro y Margarita.

Si estos elementos son hoy siempre más reconocidos por una parte consistente de la historiografía (de M. Malia a R. Conquest, de M. Geller y A. Nekrič a R. Pipes, de N. Werth a O. Chlevnjuk, por citar sólo algunos autores), no se debe olvidar sin embargo que ellos ya fueron notados, mientras la tragedia estaba en marcha, por un grupo de pensadores (ante todo N. Berdjaev, S. Bulgakov, S. Frank y P. Struve), todos ex marxistas, que, después de haber abandonado las tradiciones religiosas de los padres, las habían luego recuperado habiéndose convencido de que el marxismo no era capaz de dar la liberación prometida, aquel sueño de «un mundo nunca visto», como lo habría llamado Pasternak, en nombre del cual habían precisamente iniciado una militancia revolucionaria que les había permitido juzgar desde adentro lo que estaba ocurriendo. Ha sido justo la experiencia de estos autores la que condujo la reconstrucción intentada con el ensayo sobre Rusia 1917. El sueño roto de un «mundo nunca visto», que ha acompañado a la homónima muestra presentada en agosto pasado en el Meeting de Rímini. [1]

Lo que se estaba realizando, como iniciaron a denunciar en el momento de la revolución de 1905 estos autores, era una verdadera traición a los sueños de liberación y de renovación que atravesaba la sociedad rusa de la época, y si se quería ser fieles al impulso inicial se tenía ante todo que recuperar el realismo perdido: «después de todas las pruebas, después de todas las peregrinaciones a través de las vacuidades desiertas del pensamiento abstracto y de la experiencia racional, después de haber prestado un penoso servicio de policía, la filosofía debe volver bajo las bóvedas del templo, a su función sagrada, y reencontrar el realismo perdido, y de nuevo recibir la consagración a los misterios de la vida», habría dicho en 1911, Nikolaj Berdjaev precisamente para comentar este camino.

Encontrar la realidad es el primer paso que hoy espera también a los historiadores, más allá de muchas mitologías pasadas.
Hace falta pues desmentir ante todo el mito de que la revolución rusa y sus resultados trágicos sean el fruto de un presunto atraso económico ruso: el país ciertamente tenía focos de pobreza, pero al mismo tiempo conocía un desarrollo industrial y agrícola que hoy parece innegable a la más reciente historiografía (solo para hacer dos ejemplos, los talleres/fundiciones Putilov de San Petersburgo eran segundas en Europa respecto a la alemana Krupp y las exportaciones de grano ruso en los buenos años cubrían el 40% de todo el comercio mundial).

Del mismo modo decididamente va repensada la idea de una especie de defecto congénito del pueblo ruso que sería como tal incapaz de una democracia y una libertad auténticas, idea que a menudo se transforma en un incalificable racismo cultural (del tipo: «Italianos mafiosos»).

También inaceptable desde un punto de vista históricamente serio es toda la serie de las teorías del complot (desde un supuesto complot judeo-masónico, a la de un acuerdo de las «potencias occidentales» para «castigar» al imperio ruso), a cuyo propósito iría recordado un agudo juicio de Hannah Arendt: «En nuestros días las leyendas atraen a los mejores, como las peores ideologías a los mediocres y las vulgares fantasmagorías sobre conjuras secretas de potencias ocultas».

Decididamente más aguda y críticamente fecunda en esta dirección es en cambio la actitud de Berdjaev que, dilatando radicalmente el problema, reclama el rol de la libertad y de la responsabilidad personales: «El bolchevismo ha tomado forma en Rusia, y ha vencido, porque yo soy lo que soy, porque no había en mí una fuerza espiritual real».

Uno de los problemas fundamentales en la génesis de la revolución va en efecto identificado en la situación que se había creado a nivel de la persona, de los hombres y de las motivaciones que sabían dar a su existencia y a las formas asumidas por la sociedad civil. A este propósito se observa que en el país se había creado un vacío radical de significado, con una profunda deslegitimación del Estado y de la Iglesia, con un ansia de anulación y destrucción a la que nadie sabía poner freno.
Fundamental, en este sentido, es recordar la existencia, en Rusia a principios del siglo XX, de un terrorismo que parece haber anticipado en todas sus características lo contemporáneo: desde los atentados suicidas (con una muchacha que se presenta en la cárcel de San Petersburgo con un cinturón con algunos kilos de explosivo), a las carrozas bomba (como ocurre en 1906, en el caso del atentado al primer ministro Stolypin, cuando la explosión de más de 250 kilos de dinamita deja indemne al político pero produce casi treinta muertos entre los civiles), a los atentados de los que entonces se definieron a sí mismos como «terroristas sin motivo» (a menudo jóvenes, que golpeaban a quien sea con cualquier medio, desde armas de fuego al vitriolo). El fenómeno asume dimensiones aun numéricas inauditas (de cientos de muertos por terrorismo del siglo XIX se pasa a los más de 10.000 muertos y otros tantos heridos causados por los atentados que van desde el inicio del siglo al estallido de la revolución de 1917) y lo que deja aún más perplejo es el hecho de que ni la opinión pública ni la clase política supieron dar un auténtico juicio sobre lo que estaba sucediendo, dividiéndose en una discusión estéril entre los defensores de las medidas excepcionales tomadas por el gobierno y los que retenían que aun los terroristas tenían sus razones; ejemplar desde este punto de vista es la posición de Semën Frank que en 1905, inmediatamente después de la sangrienta represión de una pacífica manifestación obrera, había dicho que no veía alternativa a la lucha armada, salvo para llegar algún año después a una de las más decididas condenas de la que él mismo definió «la ética del nihilismo».

En efecto, el problema era precisamente el de un vacío de legitimidad que paralizaba el país a todo nivel. El Estado y la monarquía, que se presentaba como una monarquía cristiana, eran deslegitimados por la política de represión pura y por la práctica de la pena de muerte que, como habían hecho notar dos grandes autores cristianos de la época, el escritor Tolstoy y el filósofo Soloviëv, renegaba las tradiciones más antiguas del Estado ruso que, cuando había surgido, al alba del año Mil, había visto a su fundador, el príncipe Vladimir de Kiev, abolir la pena de muerte porque era indigna de un rey cristiano.

No menos deslegitimada era la Iglesia que, desde el siglo XVIII, después de las reformas de Pedro el Grande y la abolición del patriarcado (sustituido por el Santo Sínodo, un colegio de obispos coordinados por un funcionario laico de nominación imperial), había dejado reducir su imagen a la de un dicasterio estatal y había vinculado su destino a los del Estado; omnipresente y potente, conservaba ciertamente todas las características de una Iglesia auténtica y de una vida que habría dado muy pronto prueba de sí en el martirio, pero sin embargo no era capaz de comunicar esta vida de manera atractiva a la sociedad, tanto es que cuando en 1916 el ejército imperial anuló la obligación de la confesión pascual – obligación que incumbía a todos los funcionarios estatales – la frecuencia al sacramento precipitará en un año del 100% al 10%.
Para reflejar ejemplarmente esta situación podemos citar un juicio lapidario pronunciado por Berdjaev al inicio de 1918: «Se lamentan de que la Iglesia habría abandonado al pueblo. Es verdad. Sin embargo hay aun la otra cara de la medalla. Es el pueblo mismo que ha abandonado a la Iglesia».

A esta crisis de las instituciones se agrega de manera evidente también la de las fuerzas revolucionarias moderadas, en particular el partido constitucional-democrático que, en la revolución de 1905, logra obtener un parlamento con funciones legislativas pero, al mismo tiempo, se ve deslegitimado como fuerza revolucionaria porque este parlamento podrá ser disuelto en cualquier momento por el zar: posibilidad que el emperador utilizará sin discernimiento, vaciando así la victoria de la oposición moderada, después de haber vaciado otra vez la propia figura que, con la concesión de un parlamento, se deslegitimaba ulteriormente como fuerza conservadora.

En este vacío, aún más profundizado por la guerra (con sus nuevas características de guerra mundial y total), se inserta el marxismo que a la fin gana porque es la única fuerza que tiene en el vacío y en su «pneumatización» su propia razón de ser. Como muestra en efecto Sergej Bulgakov, en una serie de artículos dedicados al ateísmo de Marx y a su «religión invertida», el marxismo, para ganar, necesita negar la realidad, llevar al extremo la negación de la realidad vaciándola; este, en efecto, es el único modo para realizar prácticamente el ateísmo, porque hasta que permanezca la realidad permanece su referencia a quien la crea, es decir queda Dios; pero si permanece Dios queda radicalmente irrealizable el proyecto de un poder totalmente inmanente y totalizador, el proyecto que constituye la esencia misma del marxismo con su promesa de una liberación que sería obra solo de las manos del hombre y de su ciencia.

Así pues, los autores a los que estamos siguiendo en la reconstrucción de la revolución del 1917 captaban, desde el origen, la novedad nihilista y totalitaria, que habría sido luego confirmada por la evolución de los eventos. No debe pasar por alto en efecto el significado de los primeros actos del poder soviético, inmediatamente después del golpe de Estado de octubre: el 7 de diciembre tenemos la fundación de la Čeka (primer nombre de la policía política que se habría encargado del ejercicio del terror y de la eliminación de la sociedad civil), el 16 de diciembre tenemos el decreto sobre el matrimonio civil (que niega valor al religioso y, sobre todo, inicia un proceso de progresiva destrucción de la familia), el 20 de enero de 1918 tenemos el decreto de separación de la Iglesia del Estado (que de hecho es la proclamación del Estado ateo).

Con una lógica que parece inexorable se tiene así un ulterior ahondamiento del vacío que, después de haber invertido la sociedad, va ahora a invertir concretamente a la persona, que viene privada de todos los vínculos naturales y terminará muy pronto por ser privada precisamente de su realidad, cuando el hombre real vendrá sustituido por el concepto de «enemigo objetivo»; es como se ve en una carta del 17 de mayo de 1922 en la que Lenin, escribiendo al comisario del pueblo para la justicia, D. Kurskij, le propone introducir en el nuevo código que se está elaborando, penas muy fuertes (hasta la capital) para quien «ayuda objetivamente» o «puede objetivamente ayudar» a la burguesía mundial.

A este punto, conceptualmente y jurídicamente, es claro que el hombre real y la realidad ya no existen, y está lista la idea de «enemigo objetivo» que puede comprometer a cualquiera en virtud de una arbitrariedad de la razón que no puede ser detenida por nada; pero de este modo está también claro dónde resida y en qué consista el mal auténtico y último de la ideología: no en el hecho de que el ideólogo tenga una mala idea, sino en el hecho que haya una idea, cualquiera que esa sea (buena o mala), en cuyo nombre puedo negar y eliminar al hombre real.

Los ensayos que acompañan a Rusia 1917 (como el de Berdjaev que es publicado en este número y los otros que en las próximas semanas serán publicados en el portal «La Nueva Europa») [2] documentan la agudeza y la naturaleza profética con la que Berdjaev, Bulgakov y Frank supieron comprender estos desarrollos y el carácter originariamente falaz y homicida de la ideología.

Pero nuestros autores, en su juicio sobre la revolución, no se detienen aquí, más bien nos ofrecen una ulterior serie de ideas cuya importancia va mucho más allá de los eventos que estaban viviendo.

Como se ha mencionado, el origen de este redescubrimiento de la realidad había sido indicado en el «volver bajo las bóvedas del templo», en el descubrimiento de un Cristo que, no obstante todos los límites de la Iglesia, no podía ser solo una idea subjetiva, sino tenía que ser precisamente el Cristo que se encuentra en la tradición eclesial, acogida según sus auténticas características y no según las impresiones o los sentimientos momentáneos del sujeto: Cristo salvador, no una verdad abstracta que viene a condenar y a castigar según los deseos subjetivos del momento, sino la Persona que viene a liberar. Esta característica de una verdad liberadora también evadía de las calles sin salida en la que se había encontrado la sociedad que enfrentaba la tragedia del terrorismo; allí donde antes no se había encontrado alguna salida entre la imposición de una verdad opresiva y la fuga a un relativismo impotente, aquí venía ofrecida una vía completamente diversa. Como habría dicho Berdjaev, «Es imposible salvar a Rusia con sentimientos negativos. La revolución sólo ha envenenado a Rusia de rabia y la ha emborrachado de sangre. ¿Qué será de la pobre Rusia si la contrarrevolución la envenenará con nueva rabia y la emborrachará con nueva sangre? Será la prolongación del sangriento incubo revolucionario y no un despertar del incubo. El partido de la rabia y del odio es uno e indivisible, reúne a comunistas y monárquicos extremistas. Ningún camino puede ser abierto por elementos negativos, la vida exige principalmente elementos positivos. Nuestro amor siempre tiene que prevalecer sobre nuestro odio. Debemos amar a Rusia y su pueblo más de lo que odiamos a la revolución y a los bolcheviques».

En las palabras de Berdjaev no había ningún relativismo, los bolcheviques no se volvían repentinamente benefactores, pero al mismo tiempo la verdad cesaba de ser un instrumento con el cual golpear al enemigo o en cuyo nombre odiarlo, y venía propuesta en cambio una lógica completamente diversa, donde la verdad, en forma de amor («Tenemos que amar a Rusia y a su pueblo más de cuanto odiamos la revolución y los bolcheviques»), se convertía en la vía a través de la cual retomar las relaciones interrumpidas por la violencia o imposibles por la indiferencia del relativismo.

La nueva centralidad ofrecida a la Iglesia tenía sin embargo un ulterior corolario: no solo ya uno no se detenía en sus pecados (que además estos autores no dejaban de denunciar sin algún descuento), sino precisamente la Iglesia venía indicada como lo que debía ser reconstruida si se quería realmente reconstruir la sociedad. Ignorado además por los historiadores, el Concilio de la Iglesia ortodoxa rusa, que había abierto sus obras precisamente en el corazón de la tempestad revolucionaria, se convertía en una ocasión para repensar en una perspectiva más amplia lo que estaba ocurriendo en Rusia. La guerra y la revolución se debían releer en una perspectiva no solo rusa sino decididamente europea porque, Bulgakov precisaba, no habían hecho otra cosa que sacar a la luz «el mal que fue sembrado hace mil años, en aquellos tristes días en que alcanzó la madurez la última discordia entre la cátedra de Constantinopla y de Roma». Así que por un lado un concilio local se convertía en la ocasión para cuestionar la unidad de la Iglesia universal y por otro lado esta ampliación de la perspectiva permitía una nueva mirada a los destinos no solo de Rusia sino de toda Europa. Como habría precisado con gran agudeza Frank, la revolución rusa, a cambio de dejarse aprisionar en sus especificidades nacionales, se volvía interesante para comprender la historia mundial y era más bien «de algún modo la realización lógica »; el vacío que hemos resaltado como una de las características que explican el surgir y el desarrollo de la revolución (y que luego permiten el triunfo de la fuerza que necesitaba del vacío y lo buscaba en la forma particular que era el ateísmo de la ideología marxista) ya no era un mal exclusivamente ruso, sino era común a Rusia y Europa, así que «la profunda crisis espiritual que hoy el pueblo ruso está atravesando es la realización y al mismo tiempo el punto crucial en el camino que toda la humanidad está recorriendo» y, continúa Frank, los rusos que la han probado y juzgado son «de cualquier modo expertos llamados a diagnosticar los males de Europa». En la lectura propuesta por Frank, este camino, en efecto, había iniciado en Occidente, cuando la humanidad había creído poder realizar la propia libertad emancipándose de la tutela de la Iglesia hasta deshacerse de ella; pero mientras el Occidente, con su larga historia humanista, se había inmunizado, al menos por un cierto tiempo, de los frutos venenosos que este camino implicaba (una libertad empujada hasta la arbitrariedad nihilista), eso no había sido posible en Rusia que con la revolución había mostrado el verdadero rostro de la pretensión del hombre de construirse por sí mismo. El sentido de este descubrimiento no era sin embargo, para Frank y sus colegas (como para nosotros hoy), un retorno a un pasado ya condenado y una renuncia al «mundo nunca visto» de la libertad, sino retomar las «metas antiguas por vías nuevas», liberadas de la unilateralidad y la división que habían caracterizado tanto el viejo mundo como el nuevo. Se tratará para nosotros, como habían indicado estos mismos autores por su historia, de retomar la vía de la verdad sin renunciar al sueño de la libertad.

Notas
1. Adriano Dell’Asta-Marta Carletti-Giovanna Parravicini, Rusia 1917. Il sogno infranto di un «mondo mai visto», (El sueño roto de un «mundo nunca visto»), La Casa di Matriona, 2017, pg.192
2. La Nueva Europa: http://www.lanuovaeuropa.org/

-
Unless otherwise stated, the content of this page is licensed under Creative Commons Attribution-ShareAlike 3.0 License