2. El drama del sujeto moderno
autor: Costantino Esposito
fecha: 2009-02-14
fuente: Il dramma del soggetto moderno
traducción: María Eugenia Flores Luna

La modernidad y el problema del nihilismo

Querría partir de la célebre afirmación con la cual Agustín de Hipona inicia sus Confesiones, escritas entre el 397 y el 400. Él entra, por así decir, de repente en el problema del yo afirmando que el corazón del hombre ha sido hecho, ha sido como tejido de inquietud: «inquietum est cor nostrum donec requiescat in te» (1). Y se traduce normalmente: nuestro corazón está inquieto, no tiene paz, hasta que no descanse en Ti; pero esta traducción sugestiva aunque un poco funeraria debería ser revisada, identificándose principalmente con la intención de su autor. Por eso propondría traducir este incipit celebérrimo con: nuestro corazón está inquieto hasta que no encuentre en Ti su satisfacción.
A mí me parece que el drama del sujeto moderno tal como me ha enseñado a reconocerlo este texto extremadamente interesante de don Giussani (2) nace en el momento en que empieza a ahondarse la distancia entre la inquietud, de un lado y la satisfacción del otro; entre la búsqueda, que es insuprimible y que atraviesa cualquier condición, también aquella más hostil a la religiosidad, y que siempre queda, también sólo como una muda espera y la posibilidad de recibir respuesta a la misma pregunta humana, o mejor a la pregunta que cada uno de nosotros “es” por sí mismo. Para san Agustín la inquietud del corazón del hombre no constituye ante todo algo emocional o psicológico: también es eso, cierto, pero lo es en cuanto es fundamentalmente algo ontológico, es decir que tiene que ver con la “postura” del hombre en la realidad. Por eso la creciente diferencia, hasta la profunda distancia que viene a establecerse entre el deseo del yo y su adecuada satisfacción y constituye el verdadero drama que está al fondo de aquel acontecimiento epocal que llamamos “edad moderna”. La espera inquieta del hombre continúa siendo, implacable, pero se vuelve de algún modo cada vez más confusa, porque se nutre de sí misma; y la respuesta, cada vez más lejos, acaba por ser advertida como enemiga de la pregunta.
Aquí, dentro de esta fractura, es quizás posible localizar la figura “nihilista” que vive en secreto ya desde el principio el cambio “moderno” del pensamiento, y que en nuestra época se ha vuelto un tipo de sentir común, mucho más compartido de lo que se pueda pensar; sólo que y eso es sin duda uno de los aspectos más interesantes del libro de Giussani que estamos releyendo el drama del sujeto moderno, esta distancia, este malestar ontológico y existencial, se revela al mismo tiempo como una chance como una gran ocasión para advertir el problema que está al fondo de cada posición cultural, moderna o post-moderna que sea: el problema del yo.
En 1939 una gran nihilista, Virginia Woolf (pero los grandes nihilistas nos ayudan, porque captan la vibración última de ciertos problemas), en un escrito autobiográfico llamaba la atención a cómo los «momentos del ser» de los que son hechos nuestros días, están «encerrados sin embargo en momentos de no ser mucho más numerosos», como si el «bien» de la realidad, tal como nos viene al encuentro y nos sucede cada día, fuera «envuelto en un tipo de guata sin contornos», entendida como la insensatez, la falta de satisfacción, la ausencia de significado. Y continuaba notando que sólo por una «sacudida violenta», sólo por algo que «ocurría con tal violencia que no la he olvidado jamás», y pues sólo gracias a los «momentos excepcionales» se abre un tipo de rasgón, repentino y «sin motivo», de aquella guata envolvente, y las cosas se hacen transparentes, mostrándose como finalmente «reales» (3): «De aquí nace podría decir una filosofía; o en todo caso una idea que siempre he tenido: que tras la guata se esconde un diseño; que todos nosotros seres humanos estamos en el diseño; que el mundo entero es una obra de arte; que nosotros somos parte de aquella obra de arte» (4). Entonces a sus ojos es «la poesía que se volvía realidad», y es «la pluma que encuentra el rastro» (5).
¿Cómo podríamos traducir de nuevo esta frase iluminante y también conmovedora de la Woolf? Que la poesía se convierta en realidad quiere decir que el sentido se haga de nuevo evidente, que el significado de la fatiga del vivir torne a corresponder a aquella fatiga.
Se piensa comúnmente que nuestra época no al azar llamada, precisamente, post-moderna sea señalada irreversiblemente por el hecho de que las certezas del hombre moderno acerca de la posesión de la verdad hayan ido en crisis: la certeza de que la razón humana pudiera ser la medida del ser, la certeza de que el progreso científico pudiera llevar a la felicidad, la gran ilusión del positivismo por la que la entereza del problema humano pudiera ser solucionado a través de proyecto y de cálculo. Sin embargo, viéndolo bien, si esta pretensión racionalista parece ser superada, ella es al mismo tiempo continuada y más bien incrementada, aunque en forma negativa: no la capacidad, sino más bien la incapacidad del hombre con respecto a la verdad, es decir con respecto al significado último de lo real parece tener la última palabra y lo que se pensaba fuera decidido por el poder del sujeto es en realidad eso por lo que el sujeto resulta ser forzado inevitablemente, vale decir la potencia impersonal e irracional de la naturaleza. Así que la época post-moderna se revela al mismo tiempo la época ultra-moderna, y con eso quiero decir exactamente que la crisis que estaba en el corazón de la modernidad hoy ha venido por así decir al descubierto, mostrándose por lo que es: crisis de la evidencia de la realidad como dato, crisis de la relación originaria entre el yo y el mundo.
Reconocer esta evidencia de hecho significa no aceptar como obvia la actitud de los que, constatado el ocaso de las pretenciones metafísicas del sujeto moderno, declaran imposible toda otra “verdad” que no sea la renuncia a la pretensión de poder afirmar algo que se da originariamente, vista la perspectiva cada vez parcial y limitada de nuestro yo (un yo sin verdad, pues), o simétricamente visto que la verdad es entendida más como el orden impersonal y férreo de la naturaleza que no lleva en sí misma ningún significado (una verdad sin yo, pues). De algún modo, y en ambas direcciones, es como si ya se hubiera cerrado el partido del nihilismo, mientras merecería la pena, ésta es mi propuesta, reabrir este partido, comprendiendo que ya el sujeto moderno es hijo de la crisis, y que su tentativa de afrontar esta crisis no sólo no la ha solucionado, sino más bien la ha reagudizado, haciéndola casi fisiológica: he aquí, una patología que se convierte en fisiología.

El sujeto de la crisis

Es éste el motivo por el que merece la pena volver a la raíz crítica del sujeto moderno, o sea al malestar agudo que se verifica en la relación del yo con la realidad. El sujeto moderno no sería concebible si no como el fruto de la gran tradición cristiana y medieval; pero al mismo tiempo este sujeto se convierte paradójicamente en el lugar del abandono de aquella tradición, y lo que había nacido como relación del yo con el otro distinto de sí mismo es interpretado como una dote puramente natural del yo mismo.
Para enfocar esta inversión paradójica querría partir de Petrarca porque en la concepción petrarquista del yo emerge quizás por primera vez, al menos de manera tan emblemática, esta figura moderna de la interioridad, de la subjetividad como el lugar secreto (el «secretum», precisamente) en el que se recoge la verdad y que hace falta tener separado con respecto al mundo de las criaturas porque este último, de ser una invitación a descubrir el ideal, y por lo tanto un signo del significado, se ha convertido, en cambio, en un impedimento para ello, y el significado del vivir debe ser hallado y por así decir “incubado” en los escondites íntimos del yo.
Ello se comprende bien si se compara la experiencia poética de Petrarca con la de Dante y su relación con la mujer amada (6). Para Dante Beatriz es un signo carnal de la presencia de Dios y es al mismo tiempo una vía de la compañía terrenal ofrecida a él en su viaje al descubrimiento del ideal. Para Petrarca Laura es en cambio un objeto de amor que aparta al poeta de la búsqueda de la verdad y por lo tanto debe ser removido o sublimado para seguir el camino que lleva al cielo. Con una consecuencia de gran importancia: si la verdad del mundo es relegada en un orden celeste separado de la experiencia concreta de la vida, en este caso también separado por el enamoramiento de Francisco por Laura, la mujer amada perderá de espesor y de concreto, no será más signo de lo verdadero y se convertirá en una imagen abstracta. O mejor, de una parte ella constituye una imagen instintiva, en el enamoramiento emotivo, pero de la otra parte (como el reverso de la medalla de cada emotividad) ella constituye una imagen abstracta justo en sentido etimológico, es decir extirpada, o separada de la entereza de la experiencia. Los dos caminos, aquel de la tierra y aquel hacia el cielo, están ya divididos entre ellos; la condición de este yo moderno es marcado así por una fractura, por una contradicción insanable.
Petrarca escribe: «Tú frágil alma en efecto, asediada por los fantasmas, oprimida por muchos y muchos pensamientos en continua lucha entre ellos, no es capaz de decidir cuál tenga que afrontar primero, cuál tener vivo, cuál destruir, cuál rechazar: […] y tú, falto de consejo, eres arrollado de aquí para allá por una oscilación increíble sin ser nunca, y en ningún lugar, entero y todo tú mismo» (7).
Está aquí el principio del drama del hombre moderno: no poder ser nunca entero y todo él mismo; no poder ser nunca “yo” en la oscilación increíble entre el instinto naturalista de un lado y el deber ser moralístico del otro. No se trata de un simple despiste psicológico o sentimental, sino de una real concepción de la verdad, es decir de la relación entre el yo y lo real: «Yo soy un apasionado investigador de lo verdadero; pero ya que ello no se deja dominar del pensamiento yo asumo la duda misma como verdad. Así casi insensiblemente, yo me he convertido en académico [es decir escéptico] jamás concediendo nada a mí mismo, jamás afirmando y dudando de todo si no de aquello por lo que creo sacrílega la duda» (8).
El punto de partida retoma en el fondo la gran verdad siempre reafirmada en la tradición filosófica, es decir que lo verdadero no se deja dominar del pensamiento, se da al pensamiento, se ofrece al pensamiento, se deja descubrir, se deja penetrar, pero no agotar. No se puede pues no asentir esta premisa «yo soy un apasionado investigador de lo verdadero» -; pero ya que lo verdadero no se deja dominar por el pensamiento, ya que ello es más grande que el pensamiento, éste es el paso “moderno” de Tetrarca, yo asumo la duda misma como verdad. Es interesante notar como cambia aquí la respuesta al problema. Si la verdad o la realidad es más grande que el pensamiento, en efecto, nosotros tendríamos dos caminos: o empujar el pensamiento a una búsqueda infinita para penetrar esta alteridad que me es dada, o bien asumir la imposibilidad de alcanzar la verdad, es decir la duda misma, como única verdad. La que es elegida por el poeta es precisamente la segunda.
Así, continúa Petrarca y recuerdo que Petrarca es muy celebrado en la historia de la literatura y de la cultura italiana porque con él empieza la idea del intelectual, de literato intelectual: me he vuelto casi insensiblemente escéptico, extendiendo es decir la duda sobre todo, excepto sobre aquello de lo que sería un sacrilegio dudar. La verdad, en otras palabras, es imposible, a menos que no se trate de las cosas de religión o concernientes a la tradición cristiana; en este último àmbito se nota la diferencia de planos: negar la verdad es algo sacrílego, pero sólo sacrílego, no irracional. Es decir, hace falta salvaguardar un patrimonio consolidado de verdad, porque si ella se negara se cometería un acto contrario a la tradición, no a la inteligencia o a lo más profundo de la conciencia.
La idea misma de sujeto humano y de interioridad de ahora en adelante será sinónimo de una división entre la realidad y su destino, entre las cosas del mundo y su último significado, entre la vida y el ideal. Se explica así el motivo por el que el hombre del Renacimiento buscará, de múltiples maneras, llenar por sí mismo esta fractura, sanear la disidencia con sus fuerzas, pero sin poder nunca quitarse de encima la sombra de una contradicción, visible por ejemplo en una cierta tristeza que siempre acompaña a las representaciones de la belleza o del poder: como aquella inexplicable melancolía que señala difusamente las magníficas figuras pintadas por Botticelli o la inquietud que roe íntimamente los rostros de los ricos burgueses o los potentes señores de las ciudades retratadas por Van Eyck. Pero damos un paso más e interrogamos a uno de aquellos autores a quien normalmente se le imputa la “paternidad” del sujeto moderno: Descartes. Me interesa retomar este filósofo, y a través de él ahondar la mirada en un momento decisivo de la historia del pensamiento, no sólo por una atención particular dirigida a quien enseña filosofía, sino en la convicción de que aquí podemos sorprender algunos elementos fundamentales de la que está entretejida nuestra mentalidad, es decir nuestro modo de pensar común. También acerca de Descartes, yo querría invitarlos a repensar esta extraordinaria experiencia de pensamiento es decir aquella que asume el yo o ego cogito como la piedra angular, el eje alrededor del cual gira la realidad entera como la tentativa de responder a la advertencia de una crisis terrible de una entera época (9).
Todo el pensamiento de Descartes nace del sentido agudo de una pérdida, de la pérdida de la evidencia de la realidad, de la pérdida de la evidencia de la verdad. La evidencia de la realidad quiere decir el significado que las cosas llevan consigo, la provocación que la realidad hace a mi yo, cómo me pone en juego. Con respecto a este problema, Descartes es claro: no sólo mis pensamientos sobre las cosas, sino antes aún mis propias percepciones sensoriales podrían siempre engañarse, más bien, llevando a las extremas consecuencias el malestar que emerge en la relación entre el sujeto y el mundo, él afirma que, también en presencia de percepciones sensibles directamente e inequívocamente certificadas (como mi cuerpo) en cualquier momento podría sencillamente estar soñando.
Descartes escribe en las Meditaciones metafísicas de 1641: « ¿Cuántas veces por la noche me ha ocurrido soñar las cosas usuales, que yo estaba en este lugar, que estaba vestido, que estaba cerca del fuego, aunque esté desnudo dentro de mi cama? Es verdad que ahora miro esta hoja de papel con los ojos ciertamente despiertos, que esta cabeza que estoy moviendo no está dormida, que extiendo voluntariamente mi mano, y la siento: a quien duerme estas cosas no ocurrirían de manera tan distinta. ¿Pero quizás no recuerdo haber sido engañado otras veces por pensamientos parecidos mientras dormía? Cuando reflexiono sobre estas cosas con mayor atención, veo así abiertamente que no puedo distinguir nunca a través de ciertos indicios la vigilia del sueño, que quedo atónito por esto, y este aturdimiento es como la confirmación de la opinión que estoy soñando» (10).
Éste es el desafío extremo que él quiere llevar en el corazón de la tradición: todo podría ser verdadero y parecernos evidente, sí pero dentro de un sueño. Se trata de la dolorosa advertencia de la inconsistencia ontológica del yo y del mundo, que atraviesa, como un escalofrío o una herida metafísica, gran parte del Seiscientos: y en efecto sería interesante, en contrapunto a Descartes, leer algunos pasos de Macbeth o de la Tempestad de Shakespeare sobre la sustancia onírica de la vida, entendida como la gran ilusión teatral, en la que nosotros somos sólo sombras o sea pobres actores (el término es el mismo: shadows (11)); o algunos versos de La vida es sueño de Calderón de la Barca, en que se da cuenta de la diferencia entre el sueño y la realidad, porque el hecho de que todo depende del plan misterioso de Dios, anula paradójicamente cualquier consistencia propia del mundo (12).
Las percepciones, volvemos a Descartes, pueden ser soñadas, nuestros mismos conocimientos intelectuales no tienen la certeza de referirse a algo verdadero fuera de nosotros, y pueden ser vapuleadas por las más diferentes opiniones filosóficas. La misma teología, dice Descartes con una fórmula usada también por Galileo, nos dice cómo poder ganar el Paraíso, pero no nos dice qué cosa hay sobre la tierra, no nos habla de la realidad sino de cómo comportarnos para alcanzar algo que ahora no tenemos todavía.
¿Cómo afronta Descartes este drama, el drama de la pérdida de la evidencia? Lo afronta con una posición que ya tenía claramente expuesta en el Discurso sobre el método, de 1637: «Tenía siempre en mí un extremo deseo de aprender a distinguir lo verdadero de lo falso para ver claro en mis acciones y proceder con seguridad en esta vida» (13). A mis ojos constituye un factor particularmente significativo el hecho de que el mismo Descartes afirma como motivo, como motor de su búsqueda este deseo que no al azar él llama «extremo», porque es como el deseo que tiende, que constituye la tensión de cada problema de la filosofía y de la vida: el deseo de la verdad, de lograr entender, de tocar la realidad en su verdad.
¿Pero cuál es la solución específicamente dramática por la cual Descartes opta? Aquella precisamente de recobrar, de hallar en el yo, dentro del yo, aquella evidencia que ello había perdido fuera de sí mismo, ya no partiendo de la relación con las cosas, que de por sí siempre quedan bajo el régimen de la duda, del sueño, de la opinión, sino encontrándolo en mí mismo, en el atestado que el pensamiento hace de sí mismo, (cogito, ergo sum), rigurosamente separado de lo que no es pensamiento, (el mundo externo y mi mismo cuerpo), y por lo tanto en sentido solipsista. Cuando el yo tiene que pensar en sí mismo parece que ya no tenga necesidad de pensarse en relación con otra cosa. Naturalmente el yo no puede vivir aislado: en la experiencia ello siempre es una unidad psico-física, es decir es una trama de relaciones; pero la experiencia siempre está en peligro de ser ilusoria o engañosa, es decir no fundada sobre la certeza de la verdad de quien hace experiencia y de eso de que se hace experiencia. Hará falta entonces llenar la hendidura, sanar la fractura, y es decir explicar cómo se hace para pasar del yo, que ya está constituido en sí mismo como puro pensamiento, a lo que es otro distinto de sí.
Sólo que siempre es muy problemático, si no imposible, recomponer unos “trozos” que nacen divididos. Ninguna “cola” logrará hacerlos estar juntos y en efecto toda la filosofía moderna es la tentativa de reponer juntos estos trozos, es decir de explicar de qué manera este yo descrito de esta manera por Descartes (y antes de él por Petrarca), puede entrar en relación con la realidad, con toda la realidad, desde la piedra a Dios. ¿Cómo entra la realidad en la conciencia del yo, puesto que se trata de una conciencia separada, abstraída de la relación con lo real? ¿Cómo puede entrar la conciencia en relación con lo que es otra cosa distinta de sí? De esta impostación nacen toda una serie de consecuencias que sería imposible tratar en esta sede. A mí me interesa subrayar, a través de los dos ejemplos hechos, que el drama del hombre moderno no es un drama, “de consecuencia” sino es un drama “de origen”; no se trata, es decir, de una condición en que iría a acabar el sujeto moderno, sino de su mismo acto de nacimiento.
Por eso, como decía en precedencia, es decisivo retomar exactamente la cuestión cultural del origen de la escisión moderna, tomando en serio el hecho de que todas las tentativas de solucionar el problema del yo y del ser no han logrado anular el problema de su relación originaria (es decir, en otras palabras, el problema de la verdad), sino al contrario empujan cada vez e inevitablemente a abrirlo de nuevo. Desde este punto de vista es como si nosotros todavía fuéramos totalmente “modernos”, porque cuando decimos la palabra “yo” siempre queda en nosotros una cierta fuerza de gravedad lingüística, cultural, conceptual de la tradición petrarquesca y cartesiana. En el bien o en el mal, cuando nosotros decimos “yo” entendemos lo que está de esta parte, separado por lo que está de frente, de la otra parte o allá afuera; cuando hablo de mi yo, de mi persona, de mi individualidad, entiendo este pronombre posesivo como algo que, de por sí, no está en relación “con”. Ciertamente nadie podría negar que el yo tiene múltiples relaciones, pero el problema es aquel de entender que el yo es una relación; en la concepción moderna de nosotros no hay una relación, existe el yo entendido como un polo de la relación, que entra luego en relación con las cosas, con Dios como con el otro hombre, con el trabajo y con la fatiga, con la naturaleza y con la muerte, con el objeto del conocimiento y con el objeto del deseo, con la infinidad de esta trama de relaciones. Pero precisamente se trata de relaciones en que entra un “yo” que se constituye fuera de la relación, fuera del vínculo: ésta es la dificultad, éste es el punto que hay que abrir de nuevo, ésta es la apuesta de la educación.

La disputa contemporánea sobre el significado del educar

En base a cuanto hemos tratado de puntear hasta ahora, aunque de manera sólo rapsódica, se pueden explicar también las dos tendencias, las dos escuelas de pensamiento con respecto a la educación actualmente más en boga: de una parte un tipo de cognitivismo pragmático, es decir una práctica de la educación según la que se trataría en el fondo de localizar procedimientos técnicos, es decir impersonales, de información y de elaboración de los datos del aprendizaje humano y por lo tanto una gestión de las relaciones cognitivas que no son nunca individuales sino siempre son colocadas y producidas en un contexto social, en un contexto de valores, en un contexto lingüístico, de modo que la educación consistiría precisamente en hacer un tipo de “check up” a este mecanismo, a esta organización cognitiva del mundo; de la otra parte una concepción de la educación como recuperación del emotivismo, de la afectividad en el sentido de las emociones y los sentimientos como tentativa de salvar lo que sería justo de la interioridad individual con respecto a la serie mecánica del conocimiento racional. Pues una razón impersonal frente a una emoción individual.
En ambas corrientes, sea en aquélla cognitivista, sea en aquélla emotivista la apuesta en juego, y al mismo tiempo lo que se arriesga perder, es exactamente el hecho de que el yo, y el mismo emerger de la conciencia, nace como relación, es decir que la relación no es exclusivamente un acto segundo del yo sino es el origen del yo. La razón siempre es un conocimiento afectivo, porque reconoce lo que hay en cuanto es para mí; y la afectividad siempre es racional o cognoscitiva, porque acoge y siente en sí lo que es distinto de sí misma. Por eso a mí me parece que volver a abrir el drama del sujeto moderno necesariamente implique una renovada atención a la razón, no sencillamente como lo que está de la parte del cognitivismo con respecto a la emoción, sino dando al término razón tal como este término es usado por Giussani el significado de la relación inicial de cual yo hablaba. En otras palabras, la razón no debe ser entendida únicamente como lo que aportaría el yo con respecto a un dato inconexo, porque ella constituye más bien el espacio del encuentro, que él también llama «experiencia», entre el yo y la realidad.
Lo que siempre me ha conmovido leyendo la Conciencia religiosa del hombre moderno o El sentido religioso de Giussani es que también cuando se insiste en el “realismo”, no se entiende nunca en sentido “positivista” como la mera constatación de que hay cosas fuera de mí, como si fuera un acto notarial, porque el realismo es más bien una apertura de la razón en la que ya está dentro el yo. El realismo positivista es un realismo sin el yo, sin el encuentro; es como una lista del gasto, una registrar sin el yo. El realismo del que habla en cambio Giussani ya es un encuentro entre el yo y la realidad: en eso ya está trabajando, ya está a la obra la mirada del yo, como lo que permite que las cosas le vengan al encuentro. Es como cuando miramos aquel bellísimo cuadro de Van Gogh que representa a un papá con los brazos abiertos que abren el espacio en que el niño le viene al encuentro (14): la razón humana, el conocimiento humano es exactamente aquella tensión, no es sólo una facultad subjetiva del hombre sino un espacio de donación de la realidad. Es difícil pensar si no abstractamente (como ha hecho la modernidad, y es decir como seguimos haciendo nosotros) que de un lado está la razón, el yo y del otro está la realidad como polos ya constituidos que luego se encuentran: no funciona, no se encontrarán nunca de veras, porque a aquel punto o el yo es reducido a la realidad (naturalismo absoluto del cognitivismo contemporáneo, es decir nuestra conciencia es en el fondo nuestro cerebro, la organización de las sinapsis neuronales), o bien la realidad es reabsorbida en nuestros esquemas mentales. O lo uno o lo otro.
El problema difícil pero fascinante, filosóficamente y educativamente, es de considerar estas dos cosas como unidas ya desde el inicio, es decir de no pensar en un yo separado de la realidad o a una realidad que esté sin el yo, sino de concebir que el yo “acontezca” cuando acoge la realidad y la realidad “acontezca” en la mirada del yo. Eso no quiere decir que la realidad es reducida al yo sino antes que la verdad es siempre un encuentro entre nuestra energía, nuestra mirada y lo que se le da. La apertura del sujeto ya está siempre llena de lo que se le da. Naturalmente siempre hay un riesgo: que yo no vea bien, que reduzca a mi visión lo que veo. Como incluso siempre hay el riesgo de que yo mire sin ver, que no me dé cuenta; pero precisamente éste es el trabajo de la cultura, es el trabajo de la educación, que es enfocar continuamente aquella relación: un «riesgo educativo», precisamente.

Educar la razón y educar a la razón

De aquí dos ocasiones metodológicas: ¿qué quiere decir educar a esta relación? ¿En qué sentido la razón constituye el sujeto y al mismo tiempo el objeto de la educación? Según yo significa educar la racionalidad y educar a la racionalidad. De por sí la educación o es de la razón y a la razón o bien no lo es. ¿Pero qué quiere decir educar la racionalidad si no individuar un trayecto, el trayecto de las preguntas de la que parte en nosotros la conciencia de nosotros mismos y el mundo? La razón no debe ser entendida ante todo como una estructura o como una función abstracta de nuestra mente sino como un evento ella misma, como la historia del encuentro con otra cosa distinta. En este sentido, la racionalidad es una vida (15); y justo por el hecho de que ella concierne al porqué de las cosas, su dinámica es infinita.
¿Qué significa que la dinámica de la razón es infinita? No solamente, como se dice a menudo de manera un poco redundante, que las preguntas no tendrán nunca fin, (a lo sumo eso certificaría el carácter in-definido e indefinible de la interrogación), sino que el objetivo del preguntar es el infinito. Las preguntas no acaban nunca, exactamente porque a eso que ellas últimamente se refieren es el infinito, es decir la realidad tendencialmente considerada «según la totalidad de sus factores» (16). Y aquí emerge enseguida una dificultad de concepción: cuando nosotros pensamos en la “totalidad” pensamos últimamente en una suma de todos los elementos de la realidad, con respecto a la cual no se puede que ser o presumidos (creyéndonos capaces de tener todo junto a través de una operación de cálculo), o bien escépticos (excluyendo que nuestra razón limitada nunca pueda ser capaz de entrar en relación con la totalidad de lo real). Y se trata exactamente de la alternativa heredada por la filosofía moderna: o presumidos o escépticos, o racionalistas o relativistas. A menos que no se intente pensar que la totalidad de los factores a la que la razón tiende no tiene que ver tanto con la extensión sino, perdonen el término, con la “intensión”, es decir con el descubrimiento del significado último, lo que concierne al porqué de las cosas. Es ésta la verdadera totalidad posible a la razón humana, una razón finita pero capaz del infinito (17): captar el todo como nexo significativo entre las cosas y el yo.
La educación de la racionalidad es pues el reconocimiento del infinito no tanto en un sentido regulativo, indeterminado, sino como un factor funcional de nuestro pensamiento. El infinito no es sencillamente un horizonte, un más allá vago y nebuloso, que sólo la fe podría admitir, más en sentido sentimental que cognoscitivo. La hipótesis de que el infinito entre como un factor operativo, funcional, en la dinámica del conocimiento (de cada conocimiento), había sido avanzada sorprendentemente ya por Descartes. Justo el autor del «cogito sum», es decir del sentido absolutamente auto-referencial del yo como pensamiento, y es decir de una sustancia, (res cogitans) que no sólo no tiene necesidad de nada más para captarse a sí misma con plena evidencia, sino que se auto-certifica gracias al hecho de separarse de lo que es corpóreo, cuando luego empieza a analizar las ideas presentes en el yo, afirma que nosotros podríamos haber inventado todas nuestras ideas (y por lo tanto ellas podrían resultar todas engañosas o ilusorias), excepto una sola idea, innata en nosotros, y es decir la idea del infinito o Dios. Siendo yo una sustancia finita, «no puedo ser yo mismo la causa de aquella idea», y de eso «necesariamente sigue que yo no estoy solo en el mundo», (18). Y anticipando una objeción que algún tiempo después se volverá canónica con Feuerbach, es decir que la idea de “infinito” nacería en realidad sólo de la negación de una idea anterior o sea aquella de “finito” (tal como la idea de “quietud” sería la negación de aquella de “movimiento” y la idea de “tinieblas” la negación de aquella de “luz”), Descartes afirma que la cuestión está exactamente al inverso de aquello que se piensa: «al contrario, yo comprendo de modo manifiesto que hay mayor realidad en una sustancia infinita que en una finita, y que por lo tanto en mí la percepción del infinito es de algún modo antecedente a aquélla de lo finito, es decir aquélla de Dios a aquélla de mí mismo. ¿De qué manera en efecto sería consciente de dudar, de desear, es decir de ser la falta de algo, y de no ser completamente perfecto si en mí no hubiera la idea de un ente más perfecto, comparándome con el cual reconociera mis faltas?» (19).
Más allá del motivo por el que Descartes hace entrar la idea de infinito en su metafísica (y es decir para garantizar la correspondencia entre nuestros conocimientos claros y distintos y el ser del mundo externo entendido como «sustancia extensa», es decir para justificar una física de tipo mecanicista), queda el hecho de que tal “entrada” expresa agudamente la conciencia del rol indispensable e inevitable desarrollado por el reconocimiento de una realidad más grande que yo, por el desarrollo de mi conocimiento.
Educar la razón significa pues llevarla a descubrir la existencia del infinito, no como objeto de auto-sugestión sino como un factor implicado en la dinámica del preguntar y en la estructura del conocer. Pero de esta educación de la racionalidad, es decir del hecho de que la razón llega a descubrir la evidencia de la relación originaria con el infinito, también deriva la tarea de educar a la racionalidad, entendiendo esta vez el término racionalidad no simplemente como nuestra facultad sino como el sentido último, el significado de la realidad. Las dos cosas en efecto van juntas, no se pueden separar: nosotros no podemos afirmar un significado de la realidad que no se dé a nuestra capacidad cognoscitiva; y de otra parte atrofiaríamos nuestra capacidad racional sin captar, o al menos tender a la razón como principio, como logos como sentido, y no solamente como capacidad cognoscitiva nuestra.
Pero para comprender en conclusión el sentido más específico de esta educación a la racionalidad, siempre implicada en la educación de la racionalidad, merece la pena volver a san Agustín. Estamos en el X libro de las Confesiones: después de haber confesado delante al Tú divino y delante de los hombres, no sólo y no tanto su auto-biografía sino su vida como evento del significado, el hacerse presente en la inteligencia y en la afección de un logos amoroso, san Agustín pone la pregunta sobre “quién sea” Aquel que él ama (¿Quid autem amo cum te amo?), es decir prueba a conocer por cuanto le sea posible, cierto, pero con un claro deseo de comprender la verdad de esta relación entre lo finito y la infinita Presencia que se le ha mostrado en los encuentros, en los eventos, en los dramas mismos de su vida. Empieza entonces a interrogar las cosas fuera de él (el cielo, la tierra, el mar…) y todas le responden, a través de su forma de belleza (species): no somos nosotros lo que buscas, «no somos nosotros tu Dios», porque hemos sido hechas. Entonces san Agustín se dirige a sí mismo « ¿y tú quién eres?» (20) porque es sólo la conciencia del yo (lo que él llama el homo interior) que puede hacer conocer lo que es externo, la realidad toda la que está fuera de nosotros. Y el hombre interior no va para nada entendido como la esfera psicológica cerrada de la interioridad, sino al contrario como la apertura de la razón y la posibilidad de un juicio sobre las cosas.
Es precisamente esta capacidad de juzgar esta iudex ratio que connota para san Agustín la experiencia humana. ¿Pero cómo nos damos cuenta? ¿Y cómo podemos ejercer esta razón nuestra que juzga? Sólo en la libertad, no entendida pero en primer lugar como una dimensión moral, concerniente es decir a nuestras decisiones prácticas, sino como la misma apertura originaria a reconocer y a acoger la realidad. Y en efecto, como san Agustín aclara agudamente, subditi iudicare no possunt, «los súbditos no pueden juzgar». Para juzgar, para conocer lo que existe hace falta ser libres, es decir tender a preguntar el significado. ¿Y cómo emerge este significado? Ello emerge a nuestra conciencia como belleza (species). La belleza de las cosas, una calidad que para san Agustín no se identifica con el mero aspecto estético, sino con el orden, la armonía y la razón profunda por la cual y con la cual las cosas existen, habla a todos, pero no todos la entienden. La comprenden sólo los que saben preguntar con juicio, es decir los que «acogen la voz recibida desde el exterior y la confrontan con la verdad que está presente en ellos mismos», (21).
¿No es quizás, ésta, la misma experiencia que retumba con otro lenguaje de pensamiento, cierto, pero en referencia a la misma cosa en la célebre definición dada por santo Tomás de Aquino de la verdad como adaequatio rei et intellectus, la «correspondencia entre la realidad y nuestro intelecto»? (22)

Todo esto nos fascina, pero también comprendemos la dificultad de que ello de algún modo penetre la mentalidad dominante. Cuanto más nos damos cuenta de la correspondencia a nuestra experiencia de una concepción de la razón y del yo tal como la hemos delineado, tanto más advertimos el peso cultural y existencial que parece inhibir su evidencia, una especie de contra-tendencia con respecto a la verdad tal como se certifica estructuralmente al yo. Ya no basta tampoco decir que algunas evidencias son propias de la “naturaleza humana”, ya que es justo la pérdida de la evidencia natural el corazón del drama heredado por el yo moderno.
Por eso a mí me parece que hoy el cristianismo pueda volver a ser una hipótesis de extremo interés también para la cultura contemporánea, y ciertamente no en el sentido habitual por lo cual en ello se encontraría la llamada a algunos valores útiles para la convivencia civil (la generosidad, el altruismo, la solidaridad, la igualdad etc.), sino porque ello es el único evento que, respondiendo a la necesidad total del hombre hasta aquel «extremo deseo» suyo que es la necesidad del significado, permite siempre darse cuenta de nuevo de esta misma necesidad. Cualquier otra respuesta, incluso interesante, es como si anulara o cubriera la pregunta a la que da respuesta; mientras es esta urgencia más apremiante, que nace del interior mismo del drama del yo moderno: toparse con una respuesta que tenga siempre abierta la pregunta. Ésta es la paradoja: sólo en la certeza del significado como una presencia real puede finalmente mostrarse la verdadera inquietud de nuestro yo.

1. Aurelio Agostino, Confessionum libri tredecim. Le confessioni (Las confesiones), texto latino, de la editorial Skutella revisado por M. Pellegrino, trad. it. y notas de C. Carena, Ciudad Nueva (“Nueva Biblioteca Agustina”), Roma 1993, aquí l, 1.1.
2. L. Giussani, La coscienza religiosa dell’uomo moderno (La conciencia religiosa del hombre moderno). Notas para católicos «comprometidos», Jaca Book, Milán 1985, retomado en Id., Il senso di Dio e l'uomo moderno, (El sentido de Dios y el hombre moderno), BUR, Milán 1994.
3. V. Woolf, Momenti di essere (Momentos de ser). Escritos autobiográficos, trad. it. de A. Bottini, por J. Schulkind, La tartaruga, (La Tortuga) ediciones, Baldini & Castoldi, Milán 2003, pp. 89-90.
4. V. Woolf, Momenti di essere (Momentos de ser), cit., p. 92. Así la escritora continúa. «Esta intuición mia es tan instintiva que me parece dada, no construida por mí ha imprimido ciertamente a mi vida su particular perspectiva […]. Si tuviera que pintar mi retrato, debería encontrar algo, una unidad de medida, digamos que simbolice mi concepto. Porque nuestra vida no se agota en el cuerpo y en lo que decimos y hacemos; en cada momento nuestra vida se relaciona con ciertas unidades de medida en el fondo, con ciertos conceptos. El mío es que existe un diseño tras la guata. Y este concepto influye sobre mí cada día» (p. 92, cursiva nuestra).
5. V. Woolf, Momenti di essere (Momentos de ser) //, cit., p. 118.
6. Sobre esta referencia a V. Capasa / E. Triggiani, //Dante Petrarca Giotto Simone. Il cammino obliquo: la svolta del moderno (El camino oblicuo: el viraje de lo moderno)
, Ediciones de Página, Bari 2004, pp. 40-79.
7. F. Petrarca, Secretum, por U. Dotti, Bur, Milán 2000, I, 38.
8. F. Petrarca, Seniles, (reproducción del código Marciano Lat. XI, 17), por M. Pastore Stocchi y S. Marcon, Marsilio, Venecia 2003, VI, 5.
9. Por esta lectura de Descartes me permito referir, también en función didáctica, el manual
C. Esposito / P. Puerro, Filosofía, 3 voll., Laterza, Roma-Bari 2009, en part. vol. 2, cap. 8.
10. R. Descartes, Meditazioni metafisiche, (Meditaciones metafísicas), trad. it., aquí modificada, en Opere filosofiche (Obras filosóficas), por E. Garin, vol. 2, Laterza, Roma-Bari 2005, Meditazione (Meditación) I.
11. «Estén de buen ánimo Señores. Nuestras diversiones han acabado. Nuestros actores, como les he dicho ya, eran todos unos espíritus, y se han disuelto en el aire, en aire sutil. Así, como el edificio no fundado de esta visión, se disolverán las torres, cuyas cimas tocan las nubes, los suntuosos palacios, los solemnes templos, el mismo inmenso globo y todo lo que ello contiene, y, como este incorpóreo espectáculo desvanecido, no dejarán detrás de sí la más pequeña huella. Nosotros somos de la misma sustancia de la que son hechos los sueños, y nuestra breve vida es circundada por un sueño», (W. Shakespeare, La tempesta, (La tempestad), Acto IV, escena 1; trad. de G.S Gargano, Sansoni, Florencia 1980. «La vida no es sino una sombra que camina; un pobre actor que se pavonea y se agita por su hora en escena y de la que luego no se oye nada más: es una historia contada por un idiota, llena de ruido y furor, que no significa nada» (W. Shakespeare Macbeth, acto V, escena 5; trad. de A. Lombardo, Mondadori, Milán 1976).
12. «La experiencia me ha enseñado que el hombre que vive sueña con ser aquello que es, hasta cuando se despierta. El rey sueña con ser rey, y así engañado vive mandando, disponiendo y gobernando; y el aplauso que recibe en préstamo lo escribe en el viento y la muerte lo muta en ceniza. ¡Desdicha inmensa! ¿Es posible que exista quien trate de reinar, si sabe que luego tendrá que despertarse en el sueño de la muerte? El rico sueña con sus riquezas que le proporcionan preocupaciones; el pobre sueña con sufrir su miserable pobreza; sueña quien empieza a prosperar; sueña quien jadea al correr detrás de los honores; sueña quien insulta y ofende. En conclusión, todos en el mundo sueñan con ser aquello que son, aunque nadie se da cuenta. Yo sueño con estar aquí, oprimido por estas cadenas, y he soñado que me veía en otra condición, bien más agradable. ¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción. Y el más grande de los bienes es poca cosa, porque toda la vida es sueño, y los sueños son sueños » (P. Calderón de la Barca, La vita è sogno, (La vida es sueño), acto II, escena 19; trad.di A. Gasparetti, Einaudi, Turín 1980).
13. R. Descartes, Discorso sul metodo (Discurso sobre el método), trad. it., aquí modificada, en Opere filosofiche (Obras filosóficas), por E.
Garin, vol. 1, Laterza, Roma-Bari 2003, parte l
14. Vincent Van Gogh, Les premiers pas, Metropolitan Museum, Nueva York.
15. Cfr. L. Giussani, Il senso Religioso (El sentido religioso), Rizzoli, Milán 1997, p. 24.
16. L. Giussani, Il senso religioso (El sentido religioso), cit., p. 17 y passim.
17. Cfr. C. Esposito / G. Maddalena / P. Ponzio / M. Savini, Finito infinito. Letture di filosofia (Lecturas de filosofía), Ediciones de Página, Bari 2007.
18. R. Descartes, Meditazioni metafisiche (Meditaciones metafísicas), cit., III.
19. R. Descartes, Meditazioni metafisiche (Meditaciones metafísicas), cit., III.
20. San Agustín, Confessioni (Confesiones), X, 6, 9.
21. San Agustín, Confessioni (Confesiones), X, 6, 10.
22. Santo Tomás de Aquino, De veritate, Sulla verità (Sobre la verdad), trad. de F. florentino, texto latino comparado, Bompiani, Milán 2005, q. l, artt. 1 y 2.

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