La historia como transformación de sí misma implica, pues, la memoria, y eso significa que hay un nexo estructural entre nuestro yo y la idea de tradición. Tradición, desde el punto de vista puramente gnoseológico, significa ser llevados, aunque no queramos, por un lenguaje y por una vida no nuestros. Tradere quiere decir entregar. La tradición, por tanto, puede ser concebida como una entrega. Es decir: recibo un signo, un lenguaje, y en este mismo acto del recibir estoy implicado y transformado por esto, puedo reenviarlo o no a otros (Dalmasso).
Acoger lo que me llega de la tradición no significa, pues, solamente ser pasivos: el acoger ya es un acto de responsabilidad, así que el sujeto o la persona, es ingrediente fundamental de aquel vínculo, no mío, que es la tradición. La tradición no es mía, y sin embargo ella me interpela personalmente: entregada a mí, me pide ser entregada ulteriormente.
Esta concepción parece hoy de alguna manera ilegible. El malestar en que estamos sumergidos, también en la fatiga sobre el significado de la historia, nos parece depender de una devastación de la experiencia, de una distorsión de la relación con el propio discurso antes que de visiones del mundo nihilistas, débiles, etc. Se ha perdido la conciencia de ser envueltos y llevados por una tradición, de estar comprometidos antes de cada compromiso explícito y consciente, así que cada uno se concibe, más o menos, como alguien que "vaga" a través de los vínculos, quedando dueño de un propio poder de conciencia y de elección. Por lo tanto, que se mueve entre los vínculos sin vincularse.
Como si la voluntad fuera algo que parte del sujeto, de algo propio, y no en cambio ya desde siempre como respuesta a lo que te interpela. Se ha perdido de vista que «el presente no se basta a sí mismo. Por cuanto el presente quiera parecer como autónomamente dotado de las propias razones, a cada paso encontramos signos que nos lo presentan como un ganglio en el que confluyen los hilos y las energías más variadas. El presente es una película sutil. Una parte significativa de lo que ella reviste y remite al pasado» (Guidetti).
Olvidar este dato elemental tiene consecuencias incalculables en la práctica de la enseñanza, de la escuela, de la transmisión del saber, de la idea de rigor como relación con la propia disciplina etc.; a menudo se puede hacer experiencia en el trabajo de la enseñanza, donde uno se percata de que, en el momento en que yo mismo vivo una relación de dependencia con un origen y con unos maestros, soy capaz también de transmitir el saber (Maletta).
Por eso, no puede haber transmisión del saber donde se pierde el sentido de una relación con un origen, que te atraviesa a veces sin que tú tengas plena conciencia de ello, como cuando un estudiante dice una cosa bonita y te dice luego que la has dicho propio tú, ¡y tú te habías olvidado! En este sentido, se perfila el tema de la transmisión del saber no de modo objetivo, sino en términos experienciales: la entrega (el recibir y el pasar la entrega) no es un acto intencional explícito, sino ocurre dentro de una experiencia, de una implicación. Y si uno está involucrado dentro de un movimiento generativo, entonces la entrega a menudo puede ocurrir más allá de nuestro cálculo consciente.
La historia es pues un juicio, es un proceso que implica un juicio, ella está salpicada originariamente de nuestros juicios, que son actos de implicación en una experiencia viviente. Se trata, entonces, de verificar el sentido de nuestro trabajo con respecto a la enseñanza, en la transmisión entendida como transmisión de nuestra disciplina, confrontándose de manera inventiva y adecuada con las fuentes (Guidetti), fuentes que en filosofía son los textos transmitidos por la tradición filosófica (Campodonico), pero sabiendo que comparación significa, en primer lugar, buscar en ellos a nosotros mismos, lo que somos ahora. Hay un tradere/transmitir, y sin embargo, para citar un exemplum invitante, no hace falta entender la tradición como recuperación y relanzamiento de una identidad “fuerte” pero también “inmóvil”. Nuestro discurso va en el sentido de una identidad en la forma de un pasaje, de un hallazgo, dentro de aquella dinámica de lo nuevo y de la alteridad. La fórmula que “preguntar equivale a enseñar” es incomprensible, no sólo en las SISS (Habilitación a la enseñanza) sino también en un bachillerato hecho en serio, sea cuando no se entiende que ninguna novedad para el futuro puede emerger, sea cuando no se busca a uno mismo en el pasado. Que cuando uno enseña, pregunta y viceversa, éste es un evento que implica una concepción del yo no dueño de sí mismo, (Dalmasso), por lo tanto un yo que se sabe generado y llevado por un movimiento generativo que es una tradición viviente.
Por eso, al inicio del momento educativo, de la transmisión, «hay algo que no es nuestro, y ésta es la condición que hace posible el acto de enseñar. El acto de enseñar se origina de algo que no es mío, que se ha vuelto mío, pero que, al mismo tiempo, queda no mío. Excede toda posibilidad mía de comunicarlo exhaustivamente y sin embargo apremia dentro de mí una comunicación. Este “no mío” siempre queda no mío, siempre excede mi presente, siempre exige un cambio. En este sentido, ser abiertos a la novedad de la historia significa aceptar de cambiar continuamente camino. El acontecimiento obra un déplacement continuo en nuestra vida, nos obliga a entrar en algo que no es nuestro, que todavía no ha sido descubierto y que siempre queda por descubrir. San Agustín un autor también muy citado por los “laicos” en virtud de su lenguaje retórico y dramático dice quaeramus tamquam inventuri et inveniamus tamquam quaesituri: la novedad la recibo y en cuanto me transforma me apremia a una comunicación» (Camisasca).
La tradición es, pues, algo que ocurre en el presente, en el punto en que pasado y futuro se encuentran, y la dificultad en el proceso de transmisión es una dificultad interna a este encuentro entre pasado y futuro. Se vive hoy como Iglesia, como familias como escuela una dificultad radical a transmitir lo que se vive, a contar de manera creíble la experiencia que nos constituye en términos fascinantes y auténticos. Se trata de no traicionar el pasado he aquí la exigencia de la autenticidad -, pero, al mismo tiempo, de mantener también la capacidad de abrir al futuro he aquí el tema del atractivo de la tradición -. Hace falta tomar conciencia de que transmitir no es repetir simplemente, pero tampoco abolir (Camisasca)
Debemos pues hacernos cargo del pasado, porque de otro modo no es tampoco posible vivir el presente, porque nuestro presente implica una continua reconciliación con el pasado. Perdón y comprensión están por tanto estrechamente ligados. Perdón no es olvido, es más bien el descubrimiento de que el otro me constituye aun en su límite. La virtud de la esperanza en cambio es profecía. Es la otra ala, junto al perdón, en la que el hombre es llamado a volar a través del tiempo. Profecía no es previsión del futuro. Viene del griego pro-phemì: estar entre los hombres en vez de otro. Hacerse instrumento de la obra de Dios que quiere el futuro (Camisasca). Lo eterno no es una destrucción del tiempo sino una purificación suya. No tenemos que pensar en lo eterno como en una cancelación del tiempo. Esta visión nace de una desnaturalización de la experiencia católica, y no es según el plan de Dios, que ha querido la encarnación del Hijo. Lo eterno está dentro del tiempo, no antes o después de ello (Camisasca).
Hace falta por lo tanto impedir que sea desnaturalizada la experiencia a través de la cual pasado y futuro, perdón y profecía se encuentran, en el hoy. El siglo que hemos pasado se ha abierto para la Iglesia con la experiencia del modernismo, que ha intensamente marcado todo el Novecientos eclesial y que ha, directamente o indirectamente, generado el Vaticano II. El Concilio se pone en la indicación de esta pregunta: ¿es posible una continuidad que no sea ruptura? Sabemos que la hermenéutica del Vaticano II se dirige y se confronta alrededor de estos dos términos.
Alrededor de esta interrogante también se organiza la experiencia pedagógica de don Giussani: había entendido que un contenido vital no queda en el tiempo sin mostrar su continua adherencia al renovarse de las preguntas del hombre (Camisasca). Efectivamente éste no es un tema esotérico para intelectuales, sino es la cuestión misma de la continuidad del hombre. Una civilización que ya no sabe transmitirse a sí misma es una civilización que parece continuar pero en realidad ya está muerta. La transmisión tiene que moverse continuamente entre la "Escila" de la pura repetición y el "Caribdis" de la innovación radical, y encontrar el camino para que la innovación no sea traición sino redescubrimiento. (Camisasca).
Hoy en todo caso éste es el tema central de la Iglesia, de la familia y de los institutos educativos. Hace falta que los que viven en estas realidades redescubran el atractivo de esta aventura de la transmisión en la cual consiste la experiencia misma que se vive cotidianamente en un pueblo. En este contexto es decisiva la relación con la historia, sin dejarse deslumbrar por un fundamental error de perspectiva: el conocimiento histórico no es actual e interesante porque habla de acontecimientos recientes, sino cuando y porque escava en la profundidad del hoy; porque impide objetivar el hoy como un todo coherente y lo desfleca en cambio en los innumerables hilos que se entrelazan debajo de la que se llama “actualidad” (Guidetti).