3. Un «Querubín gigantesco»
autor: Sergej Averincev
fecha: 2001-03-01
fuente: La Nuova Europa n. 2, marzo 2001
Un «Cherubino gigantesco»
traducción: María Eugenia Flores Luna

Palabras como aquellas referidas antes no pueden ser dichas así, por decir, ni en versos ni en prosa; si por ellas no se paga, a veces un precio espantoso, son simplemente palabras faltas de sentido. ¿Con qué cosa, se pregunta uno, ha pagado este despreocupado narrador de cuentos policíacos del padre Brown, este facundo polemista que parece haber escrito todo lo que haya bajo la luna, y también arriba, este hombre cuya misma ridícula corpulencia es entendida como señal de agradable cordialidad y bienestar - que precio ha pagado por el derecho a hablarnos del honor y de la muerte, de la alegre aceptación del riesgo y de la derrota?
Para establecer la medida de la seriedad de estas afirmaciones de Chesterton, tenemos que hablar de su vida.
Gilbert Keith Chesterton nació el 29 de mayo de 1874 y murió el 14 de junio de 1936. Aunque la muerte a los sesenta y dos años no puede ser definida prematura, podemos decir en todo caso que él no vivió hasta envejecer realmente. Sin embargo él así se sentía, e incluso, más que viejo, decrépito o al menos encaminado a volverse tal, y eso de mucho tiempo. Sea él que sus seres queridos sabían por cierto que no le había quedado mucho por vivir. No contaban con un milagro, que por lo demás ya se había verificado una vez, veinte años antes, cuando él había vuelto lentamente a la vida después de una grave y más bien misteriosa enfermedad, que lo había tenido largamente inconsciente en cama. La realidad, así difícil de aclarar en cuanto así radicalmente escondida, es que Chesterton era un hombre enfermizo si no hasta enfermo. Y aquí convendrá considerar el hecho de que ni el escritor mismo ni sus amigos y contemporáneos, ni sus actuales lectores y admiradores lo consideraban ni lo consideran como tal. Tampoco una sombra del melancólico atractivo de la que está envuelta la imagen del genio golpeada por las enfermedades ofusca sus rasgos. Se había organizado de modo tal que eso no ocurriera.

Es muy probable que la famosa corpulencia, que se ha convertido en algo proverbial, de Chesterton además de la desproporcionada estatura fueran síntomas de alguna descompensación orgánica más general; como quiera que sea, la una y la otra sobrecargaban mucho el corazón en el desarrollo de su trabajo. Pero el escritor hizo decididamente todo lo que dependía de él para que su complexión no inspirara en alguno sentimientos diferentes a la alegría. Ella era realmente una fuente inagotable de burlas. En una ocasión, alguien que le había propuesto asistir a los ejercicios de volteretas a caballo, le hizo notar que en el hipódromo él habría podido servir a lo sumo como obstáculo, si lo hubieran acostado de espalda haciendo saltar a los caballos sobre su barriga monumental. La corpulencia de Chesterton era para los contemporáneos un símbolo alegre, un poco en el espíritu de Rabelais. Bernard Shaw ha escrito: «Chesterton es nuestro Quinbus Flestrin, el Hombre-Montaña, un querubín gigantesco y redondo, que no sólo es indecentemente ancho de cuerpo y de mente, sino mientras lo miramos, parece extenderse bajo nuestros ojos en todas las direcciones». (Como el lector recordará «Quinbus Flestrin» es el apodo de Gulliver en el país de los liliputienses.) Siguiendo el ejemplo del mismo Chesterton y, cosa aún más importante, ateniéndose a la que era su voluntad, todos hablaban de Quinbus Flestrin, o del bíblico Leviatán o de Gargantúa; a nadie se le ocurría el hospital o la muerte. Indudablemente, es algo que dice tanto sobre el hombre. Probablemente también sobre la cultura inglesa en general; pero en este caso Chesterton es sin embargo un digno seguidor de inveteradas y muy simpáticas tradiciones. Él tenía la exigencia de convertir en broma todo lo que le concernía personalmente, excepto las propias convicciones y elecciones morales.
El coraje que trasluce del tono de las cartas de Chesterton escritas mientras esperaba la muerte es coraje auténtico. No es el caso de exagerar la grandeza y de ceder al pathos; pero la promesa de él hecha en los versos juveniles - nunca, ni por un instante, desear que el propio dolor arroje una sombra sobre el mundo entero - la había mantenido. Y no es poco de veras.
Pero también hay otro aspecto. Justo pensando en los achaques físicos de Chesterton nos viene en mente un simple pensamiento que concierne a la cuestión esencial de la limitación de su experiencia. Esencial - añadimos - para él. Toda la simpatía de su corazón era del tipo clásico del niño que juega a los soldaditos y defiende una imaginaria fortaleza contra el mundo entero; y él mismo era así. Sus versos y su prosa están llenos de metáforas de batallas; pero no son siempre metáforas, a veces son cuadros y situaciones que deben ser entendidas en sentido no metafórico. Su imaginación era atraída por estas imágenes; pero aún más importante es el hecho de que su pensamiento giraba alrededor del problema de la guerra. De la historia le gustaban al mismo tiempo las expediciones de los cruzados y aquellas de los jacobinos - una combinación bastante extraña pero para él típica, ya que él era un católico militante de antaño y un no menos militante fautor del derecho de los pobres a sublevarse contra los ricos; y aún más importante para él era el principio mismo - es un bien si el hombre ama a tal punto la propia fe de estar listo a derramar sangre por ella, ante todo la propia, pero en caso de necesidad también aquella ajena. En las personas de su generación estas emociones eran ligadas a la protesta contra la engañosa quietud de la era victoriana, en la que habían pasado los primeros años de su vida. Incluso no teniendo tampoco lejanamente el aspecto de un militarista, Chesterton atacó a menudo y ruidosamente el pacifismo, con la sincera convicción de que en la primera guerra mundial su país defendiera los comunes valores humanos contra el inhumano prusianismo, pero al mismo tiempo contemplaba la revuelta de los pequeños pueblos contra los grandes imperios, incluido aquel británico (sobre este punto era muy coherente y tomó decididamente la parte de los boers y los irlandeses). En un modo o en otro él veía en la guerra justo una posibilidad - en determinadas circunstancias y como recurso extremo - de contraponer el entusiasmo de los héroes al cálculo de los mercantes, el salto de la abnegación al orden mecánico, el espíritu a la saciedad. En aquel tiempo eran muchos a pensarla de este modo. Por más de cuarenta años de la vida de Chesterton en Europa no hubo guerras, la imagen de la guerra se había alejado, relegada al ámbito de las fantasías librescas y nadie tampoco podía imaginar como habría sido la nueva guerra, con su técnica nunca antes vista y la inaudita implicación de enormes masas de hombres. No sólo el curso de los pensamientos de nuestro escritor, sino la misma entonación es señalada por la pérdida del sentido de la realidad cada vez que el discurso cae sobre el tema de la guerra - algo que él no conocía ni había nunca visto con sus propios ojos. Fue su hermano Cecil a partir en 1914 hacia el frente francés, donde habría luego muerto de tifus; justo entonces Gilbert estaba gravemente enfermo. Había sido el destino, contra su voluntad, a salvarlo de las impresiones del frente de guerra; no se le puede reprochar pues ninguna cosa, salvo quizás aquella forma suya de hablar con acentos demasiado leves y elegantes de la grandeza de la guerra, del «honor de la espada» y argumentos análogos, como trasladando al plano de la realidad las mismas metáforas.
En el plano de la metáfora, en cambio, todo es justo, no hay propio nada que objetar. Cuando el discurso versa sobre el elemento de la guerra, entendida como lucha sacrosanta inherente a cada vida, también la más pacífica, por el hecho de ser vida y de querer mantenerse fiel a sí misma, Chesterton tiene una visión mucho más aguda y real que los presumidos de la civilización utilitarista. En los versos sobre el dragón, de los que se ha hablado antes, es representado un momento en que todos han convenido por fin que los dragones no existen, que no hay nada que combatir, en fin un aburrimiento mortal. «Y entonces, entonces en el tranquilo huerto, donde nunca crecía ni siquiera un brote de hierba fuera de su sitio, entendimos al improviso que la calle blanca extendida sobre la colina era en realidad la brillante cola del dragón…». Como todo sobre la tierra es milagro, así todo es batalla, no hay nada que no sea batalla. Saberlo es absolutamente indispensable si se quiere hablar de la vida, del alma misma de la vida. No sirve en cambio a nada si el discurso concierne a la guerra verdadera, aquella que se desarrolla no en el espíritu del hombre y en el quieto huerto de las meditaciones, sino en los campos y en las calles de barro donde se hunden las botas de los soldados - pero ésta es otra cuestión. Notamos solamente que la visión chestertoniana de las cosas a menudo puede ser errónea hasta la provocación en el detalle concreto e imprevisiblemente verdadera, incluso precisa, por cuanto concierne a las perspectivas y proporciones generales. Es lo que ocurría con las citas de los poetas que Chesterton reportaba en los propios libros, por principio, de memoria, y naturalmente tergiversándolas sin piedad, pero construyendo junto a ellas un comentario pasable. Más que la guerra - cada cosa del mundo se volvía en sus manos metáfora: por ejemplo la sociología y la economía política. Los especialistas dirán que es una sociología de aficionados y una economía política de niños. En compensación la idea del hombre que les es expresada es razonable y limpia. Cualquier argumento es un pretexto para hablar de nuevo, más y más de la cosa más importante: de eso por lo que las personas viven y quedan personas, de eso donde se encuentra el fundamento, el núcleo inalienable de la dignidad humana. Se trate de la edad media idealizada o de una utopía futurista hecha en casa, de un sujeto policíaco improvisado a lo que venga o de la altisonante periodicidad retórica de los artículos - son todos modos diferentes de acercarse a la cosa más importante, para otorgarle énfasis y claridad. El enfoque de Chesterton es alegórico, fabulístico y es justificado por el hecho de que la moraleja de la fábula le interesa mucho. Lo inagotable, aunque un poco tedioso, flujo de figuras del pensamiento y del discurso, las chispas del estilo como el resplandor de un juguete infantil - y después de todo este ruido una o dos frases que entran en el corazón. Todo por estas dos frases y sólo por ellas.
(continua en 4. La autobiografía de un hombre feliz)

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