autor: |
Sergej Averincev |
fecha: |
2001-03-01 |
fuente: |
La Nuova Europa n. 2, marzo 2001
L’autobiografia di un uomo felice |
traducción: |
María Eugenia Flores Luna |
En la Autobiografía Chesterton ha descrito la propia vida como extraordinariamente feliz. Sí tenemos que creerle, ha tenido los mejores padres del mundo - especialmente el padre; los amigos más agradables que se pueda imaginar; su mujer Frances, además, está absolutamente por encima de toda alabanza. Durante toda la vida él la ha elogiado con palabras que las mujeres desde hace tiempo ya no están acostumbradas a sentir; los versos que le ha dedicado no son simplemente amorosos - el ardor sensual cede completamente frente a un sumiso encanto. «Tú has visto su sonrisa - ¡oh! alma, ¡sé de eso digna!» - dice él dirigiéndose a sí mismo. - «Tú has visto sus lágrimas - ¡oh! corazón, ¡sé por ellas purificado!…». Un antiguo poeta inglés dijo a la enamorada que la habría amado menos si no hubiera amado aún más su honor. Aquí en cambio es un caso en que la mujer es amada con el mismo amor con que es amado el honor, cuando es decir en ella es reconocida la encarnación del honor, su visible manifestación. Y cada alegría es para toda la vida. El calor de la infancia, el calor de la casa paterna, el gusto por el juego y el sentido de justicia infantil no se van, quedan con Chesterton. Y dan a su vida mesura, orientación y significado. El amor romántico no se volatiliza - después de una larga vida conyugal ello es más fuerte de cuanto no lo fuera antes del matrimonio. En la experiencia de la realidad todo resulta aún más inconcebible que cuanto no apareciera en las fantasías juveniles. El hombre envejece, la alegría no. «Y todo se vuelve nuevo, aunque yo envejezco, aunque yo envejezco y muero».
Hemos dicho: si tenemos que creerle; ¿pero debemos?
Cuando la cuestión es puesta en estos términos, la respuesta puede ser sólo afirmativa. A quien no creyera que la alegría, la gratitud y la fidelidad de Chesterton sean humanamente auténticas no conviene perder tiempo en leer sus libros: se dedique más bien a otras ocupaciones. Ante todo porque los libros no son tales que debemos profundizarlos exclusivamente por un interés de tipo literario; y en segundo lugar, cada uno de nosotros que estamos vivos si encuentra en el curso de una conversación una actitud injuriosamente incrédula tiene todo el derecho de truncar tal conversación: ahora bien ¿es quizás bonito aprovecharse del hecho de que el escritor muerto está en la imposibilidad de hacer lo mismo y de volver la espalda al lector irrespetuoso? No existen fundadas razones para sospechar que Chesterton, escribiendo de la propia vida, nos haya contado en lugar de la verdad una agradable mentira; y quien lanza acusaciones sin fundamento es un calumniador. A este propósito, de otras fuentes viene en línea de principio confirmado el cuadro representado en la Autobiografía. Hace falta ser un cínico fuera de juicio para sustentar o, todavía peor, insinuar que relaciones tan sanas y puras en la casa paterna, en el círculo de los amigos, en la vida conyugal como aquellos descritos por Chesterton no pueden ser verdaderos, porque no pueden ser en general verdaderos. Eso no es solamente repugnante sino también intolerablemente idiota. Convendrá pues compadecer al cínico, reprenderlo - por su propio bien - y olvidarlo inmediatamente.
De otro lado, esta peculiaridad de la vida de Chesterton de ser feliz no es uno de aquellos hechos del cual tomar debidamente nota y alegar a los actos, a la par, por decir, de las fechas de nacimiento y muerte. No es tampoco una cuestión de hecho cuanto de significado, y se soluciona no «objetivamente», vale decir no fuera del sujeto, sino justo en el sujeto y con la activa colaboración de éste. En efecto la vida en cuanto tal no da para nada la felicidad sino sólo, de ella, los presupuestos; al mismo tiempo también da otras cosas: pretextos bastante plausibles, reclamándonos a los cuales no podemos dejar de ser agradecidos con respecto al destino y a las personas, aun sustrayéndonos de tal modo a la misma felicidad. La gratitud es el corazón de la felicidad; detraigan de la felicidad la gratitud y ¿qué queda? - circunstancias propicias, nada más.
Agradecer de verdad, en cambio, es un asunto realmente serio y quien conoce a los hombres sabe cuánta fatiga cueste. En tal modo, la última decisión es puesta en las manos del hombre mismo: o él sabrá perdonar - justo perdonar y no sencillamente tragar la ofensa - no olvidándose tampoco, se entiende, pedir a su vez perdón y en el acto del agradecimiento acoger y reconocer la propia felicidad con la mente y la voluntad; o bien la felicidad será destruida junto a la gratitud, y entonces todo discurso es inútil. Por eso si Chesterton describe su vida como feliz, nosotros nos enteramos de muchas cosas más sobre él que sobre su vida.
En los versos juveniles él ha expresado la exigencia de dar las gracias por cada una de las piedras en el fondo del arroyo y por cada una de las hojas en el árbol y por cada tallo de hierba en el prado. En la Autobiografía de los últimos años ha hecho una cosa bastante más laboriosa - ha dado las gracias por cada una de las personas encontradas. Su filosofía de la felicidad es ésta. Y es justo una filosofía, no simplemente una disposición de ánimo; y es importante entender su peculiaridad.
Hay una corriente combinación de palabras: «derecho a la felicidad». Ella se remonta a la ideología del siglo de Rousseau; en el contexto político, decimos, de la Declaración americana de independencia tiene un significado muy preciso contra el que Chesterton, en todo caso, no habría tenido nunca nada que decir. Pero fuera de un contexto de este tipo la fórmula se vuelve peligrosa. El hombre es en realidad propenso a considerar la felicidad como un derecho que le corresponde, un crédito muy pequeño que, quizá cómo, no se deciden nunca a devolverle. Una entera vida puede ser mandada a la ruina por la tentativa de cobrar este crédito de felicidad de los hombres y del destino, de establecer una causa para conseguir eso del cual nos sentimos defraudados importunando con las mismas quejas al cielo y la tierra. Pero la felicidad no es una letra de cambio que se pueda mandar a cobrar, la felicidad sólo se recibe como don. Es tan inmerecida como imprevisible: son éstas sus inevitables propiedades; por lo demás también habría podido no existir, y lo mismo vale para nosotros. ¿Quién de nosotros, dice Chesterton, es digno de ver sólo una simple flor, el jaramago, y su esfera hinchada de semillas dispersadas pon la brisa?
Las disputas con los amigos
El elemento de la discusión ocupó un sitio considerable en la vida de Chesterton. Valdría tal vez casi decir - hasta demasiado. En el ímpetu de la discusión se ha inducido a alzar el tono de la voz, a exagerar los acentos, dándoles el tono apremiante del desafío, del énfasis. Cuando uno se enfervoriza en una discusión, a menudo sucede, como es conocido, de «dejarse llevar» y eso a Chesterton ocurría más bien a menudo. Ciertamente él habría de objetar sobre cuanto apenas hemos afirmado (y tendríamos así otra discusión - sobre la discusión). Podemos figurarnos incluso aproximadamente cuales serían sus argumentos. Haría notar que la atmósfera misma de la discusión purifica las pasiones que desencadena - naturalmente a condición de que sea un cambio de ideas honesta, un contraste caballeresco incruento, sin ni siquiera una sombra de pelea con el contradictor. «Detesto la pelea, decía, porque es un obstáculo a la discusión». Si es verdad que al discutir se alza la voz también es verdad que en compenso ni una sola palabra es dejada caer en un cortés silencio, nadie osa pontificar con el tono del oráculo ya que se sabe desde el inicio que cada cosa dicha vendrá en todo caso discutida; está en eso la democracia de la discusión. Mejor enfurecerse que ostentar indiferencia al respecto de las propias y ajenas convicciones, y cualquier aspereza es preferible a la quieta presunción que elude la discusión con una sonrisa y se aísla en el propio mundo egocéntrico para contemplarse al espejo. La aspereza corresponde a aquella camaradería masculina, a aquella amistad entre hombres que Chesterton retenía inimaginable sin disputas.
Los amigos de Chesterton eran grandes discutidores. Aquí tenemos que citar a dos personas: el hermano menor Cecil y el escritor Joseph Hilaire Belloc. En el caso de ellos la pasión por el arte de la disputa probablemente era algo más orgánico que no por Chesterton. Un rasgo común a los tres era la propensión por un «dogma» sólido, un credo claramente planeado - a pesar del indistinto liberalismo que tendía a eximirse de explicar la propia filosofía. A los otros dos faltaba pero la magnanimidad de Chesterton además de su mansedumbre y poesía. Ellos eran mucho más duros, no sin malicia, en parte elevada a principio, en el modo de comportarse y de expresarse. Ellos empujaban a Chesterton en dirección de la sátira, que era extraña a su temperamento; sin embargo la personalidad artística se hacía sentir y los motivos satíricos se transformaban por sí solos en las manos del escritor, cambiándose en el mejor de los casos en un apólogo oscuro, en el peor en una alegre bufonada.
Como periodista Cecil predominantemente se dedicaba a desenmascarar y avergonzar a alguien. Ya no es posible hacerse una idea de cuánta parte de verdad hubiera en sus denuncias. Aquello que no se le puede negar es el coraje cívico ya que las personas que él apuntaba eran muy influyentes; una vez también arriesgó la cárcel por difamación. Pero en él también se encuentran las señas del demagogo inoportuno además de acentos antisemitas. Gilbert adoraba al hermano, veía en él un amante de la verdad, casi un mártir, y después de su muerte en un hospital francés naturalmente estos sentimientos se fortalecieron.
(continua en 5. La elección del sentido común)