4. Tradición y alteridad
fuente: Tradizione e alterità, en La consegna tradita. Riflessioni sul senso della storia
traducción: María Eugenia Flores Luna

Sobre esta base es posible volverse hacia los problemas del presente, hacia la que hoy es llamada sociedad multicultural, intercultural, etc., y por lo tanto sobre la noción misma de misión, que es precisamente una pasión por el otro.
Desde el inicio de la tradición cristiana misión ha querido decir no tanto dar lo que tengo a otro, sino más bien darle lo que no tengo. Es decir colocarme y ser recibido en el lugar que nos origina y nos genera a mí y al otro (Dalmasso). Este “no propio” en acción en la misión hoy puede ser concebido y se articula como conciencia irreductible y “veraz” del trayecto del otro (éste es uno de los puntos formidables de la enseñanza de don Giussani).
El recorrido del otro, la alteridad del otro que viene hacia mí tiene sus tiempos y me obliga a unas citas precisas. La historia misma, en este sentido, ontológicamente es imaginable, no como un flujo, como una línea en que nos colocaríamos, sino como una cita, como una trama de encuentros (Vico). En el dejar que sea el trayecto del otro, en esta vertiginosa verificación, yo descubro, re-descubro continuamente mi verdad. En este redescubrir mi verdad no mantengo una pureza incontaminada de mi identidad, sino justo en el cruzar y en hacerme atravesar por el trayecto del otro mi identidad se hace historia.
En el error, en la prisión, en la falta de esperanza se produce así una vida nueva que nos genera a mí y al otro juntos. Se necesita, entonces, «eliminar la suposición de que el compartir un único proceso temporal sea un dato adquirible y presente en la experiencia» (Cevasco). Para encontrar al otro es necesario evitar la “fetichización de la tradición” (Maiocchi). Correr un riesgo y encontrar al otro tiene como condición el correr un riesgo, entonces tiene que significar, al mismo tiempo, disponerse a recuperar justo lo que antes se había descartado.
La tradición está viva e inagotable porque «a menudo ocurre que una tradición, que se habría descartado hace dos o tres generaciones, emerja como cosa viva y actual» (Bonicalzi). El hecho de que la verdad sea histórica se convierte entonces en motivo de contento antes que de fastidio. La historia, que aquí renueva y sorprende, es entendida precisamente como sorpresa, pero también como jaque, remisión, contradicción que solicita nuevo pensamiento, nueva vida y nuevo deseo (Dalmasso).
Por eso, es necesario que, volviéndose hacia el pasado, buscando reconstruirlo y conectarlo con el presente, se restituya el dramatismo de los hechos, su no obviedad: nada fluye naturalmente; cada cambio implica decisiones, adquisiciones de juicio, implementación y pérdidas; introduce diferentes y nuevas líneas de división y agregación de la sociedad. «Es pues la labor de los hombres y de las generaciones que se tiene que hacer ver en la obra» (Guidetti).
Sólo de este modo podemos, a través del conocimiento de la historia, encontrar en el modo más concreto al hombre, en sus tantas facetas y en su libertad, que se extiende en la historia, en los hechos y en las decisiones que tienen lugar en ella. De este modo «la historia te arroja encima aquello que parecía perdido, y te lo echa encima en la forma del resurgir. El saber viene regalado como resurrección por el trabajo del historiador» (Dalmasso).
Por lo tanto, «el encuentro con la alteridad del pasado solicita un dúplice trabajo. Primero fragmentar el esquema, la gran narración que pretende ser capaz de comprender e interpretar todo el pasado como un flujo único y coherente, orientado según una cadena de causalidad según un único principio, sea ello el libre mercado, la sucesión de los modos de producción, el futuro radiante de la humanidad. Fragmentar en fin el discurso histórico en su sentido más obvio y obsoleto, pero también principalmente presente en la enseñanza de base y en el sentir común, como lo reflejan prensa y programas televisivos. Luego entrar en este pasado con ojo libre y deseo de encuentro». (Guidetti). La historia se vuelve, entonces, una pasión por la alteridad, por cuanto ha confluido en las grandes narraciones y por cuanto ellas han marginado, ya incapaces de encontrarle un sentido particular al interno del esquema monolítico y uni-versal que se quiere imponer.
En lugar del uni(co)-verso hace falta hacer emerger la riqueza de lo humano, y con ella la riqueza de estratificación de nuestro hoy, porque si simplificamos el pasado, olvidando o marginando las tantas historias que se entrelazan, empobrecemos el mismo hoy y perdemos de vista las tantas posibilidades, a menudo irrealizadas, que el pasado nos entrega como promesas para el futuro.
Volver al pasado para hacer emerger grietas, desconformidades, heridas, significa entonces «penetrar la opacidad del presente, recuperar la trama que subyace en nuestro hoy, significa desmantelar algunas imágenes consolidadas que tenemos. La imagen de la red es más eficaz que aquélla de la causalidad. Lo que es importante del concepto de red es que la red siempre está abierta para ser integrada. Mientras una causalidad unidireccional tiende a tachar todo lo que no logra metabolizar» (Guidetti).
Todo esto presupone sin embargo, como se decía antes, la memoria, que es justo la que ha venido a menos en el hoy. «La consecuencia de esto es muy grave y muy pesada: ante todo la ausencia de relación con el pasado vuelve a la persona incapaz de perdonar. La relación con el pasado que es en todo caso el alma de la historia me empuja a una comprensión que siempre es perdón: tout comprendre pour tout pardonner. El otro es rescatado como parte de mí y no como alteridad absoluta.
Éste es el objetivo de la historia: descubrir al otro como parte de mí, y no como alteridad absoluta. Llegar a pronunciar el nombre del otro. La ausencia de unión con el futuro implica la evacuación de la idea de la esperanza, la impronunciabilidad de este nombre» (Camisasca).
Para salir de esta situación el primer paso consiste en ayudar a los chicos a encontrar la realidad, a salir del repliegue sobre ellos mismos. Es un paso difícil, pero es un paso sin el que no inicia la personalidad madura. Si la persona no se da cuenta de la existencia del otro, no puede tomar conciencia de su yo y la interioridad en que parece vivir encerrada es una interioridad puramente psicologísta, no psicológica ni tanto menos ontológica.
Eso tiene gran relación con el tema del perdón. Una primera dimensión del encuentro con la realidad que me precede es el encuentro con los propios padres. No que esto tenga que ser cronológicamente el primer paso, pero es ciertamente un paso fundamental para encontrar en general la realidad. Tomar conciencia de quiénes son las personas concretas que me han traído al mundo quiere decir que yo he sido engendrado, y justo por aquellas personas allí, limitadas, que tienen también virtudes.
Hoy hay una difusa dificultad de los jóvenes a reconocer a los propios padres: se huye de ellos, también hacia paternidades y maternidades que son al final alienantes si no pasan a través de la paternidad histórica y física que los ha traído al mundo. El desafío que se presenta primero es por lo tanto aquel de hacer encontrar a la persona con la realidad que la constituye en su fundamento: la tipicidad de su dialecto, de sus lugares, las escuelas que ha hecho, su corporeidad. Tanto se adoran los ídolos de la corporeidad, cuanto miedo de la propia corporeidad concreta se tiene. Hace falta ayudar a los jóvenes a redescubrir las dimensiones corpóreas de la vida (Camisasca).
Tenemos que transmitir pues aquellos conocimientos que son fundamentales y pasan por el cuerpo: la tierra, los sabores, la relación con los cinco sentidos, experiencias que le impiden a la persona morir en la pura virtualidad.
No es un itinerario fácil, pero es un itinerario posible: el ejemplo es específicamente el monasterio. El encuentro con la historia coincide, desde un punto de vista pedagógico, con un encuentro con el pasado y el futuro, con un encuentro que llegue a desear la reconciliación con el pasado y el futuro. El perdón y la esperanza son las alas que pueden reabrir el interés por la historia (Camisasca).
Sobre esta base se puede pensar quizás en la relación con el otro, por lo tanto en la noción misma de misión. Ya en su origen en el Pentecostés el cristianismo ofrece de sí mismo la imagen de una realidad intensamente unida y al mismo tiempo intensamente diferente. En el Pentecostés se habla sólo una lengua, pero cada uno la siente como si fuera la propia.
Ésta es quizás la cuestión radical frente a la que, hoy, somos puestos por las migraciones de los pueblos, tema que Europa ya ha vivido. Cambian las dimensiones, los números, pero Europa en su historia no es otra cosa que el representarse continuo de tal cuestión. La cuestión ha sido bien delineada por J. Prades en el libro Occidente: el ineludible encuentro cuando se pregunta: ¿a quiénes nos referimos cuando decimos “el otro”?. «El otro siempre es un alter ego, otro-como-yo. Reconocer la identidad con el otro me permite reconocer su diferencia respecto a mí. Yo y el otro somos diferentes, pero no extraños los unos de los otros, porque podemos confrontarnos en virtud de una identidad más profunda que constituye a ambos. Reconocer al otro como otro siempre presupone la identidad más profunda con el otro». (Camisasca). Existe una identidad más profunda que todas las diferencias, que constituye el terreno para el reconocimiento del otro en cuanto tal. De los años Setenta en adelante hemos asistido a un fenómeno oscilatorio frente a la mundanidad que llama a nuestra puerta: por una parte, el obstinarse en la verdad entendida como patrimonio dogmático, por la otra el diluirse en las culturas de los pueblos, como si una cultura de pueblo pudiera decir, sin San Pablo, qué sea la verdad.
Se trata entonces de decir qué constituye esta originariedad más profunda de todas las diferencias. Justo la historia puede ayudarnos en esta dirección. Historia que hoy es vista como lo que se opone a la idea de naturaleza, que la destruye; pero quizás justo la historia puede ayudarnos a entrar en lo que constituye la naturaleza del hombre (Camisasca). Y eso comporta un segundo aspecto: el coraje de proponer el más de humanidad que nace del encuentro con Cristo.
La enseñanza de los Padres de la Iglesia es, a este propósito, muy significativo: no han desconectado nunca el testimonio de una visión antropológica del todo. La salvación que proponían ha sido una propuesta para todos los hombres, porque ellos tienen en común evidencias y exigencias.
«La naturaleza no es pues contradicha por la historia, porque hay una identidad de la persona que puede ayudarnos a entrar en la identidad de los pueblos. La identidad de una persona se revela en la historia a través de los eventos que son reveladores. En la semilla está todo el árbol, pero ella no es visible: tiene que entrar en la tierra, podrirse, desarrollarse. Así la identidad de la persona está constituida por eventos que la fundan, pero está constituida al mismo tiempo de encuentros con otros, y no está definida y concluida de una vez para siempre.
No hay enemistad entre identidad y alteridad; una, más bien, permite a la otra manifestarse en su identidad. Identidad sin alteridad es el dispersarse en la nada. En algunas épocas de la historia, como la nuestra, parece que todo tenga que ser puesto en tela de juicio. Se trata de épocas en que pasajes extraordinarios exigen formulaciones nuevas; la identidad para vivir tiene que renacer continuamente. Es la idea de reforma incesante. La identidad tiene que redescubrir continuamente la propia forma adecuada» (Camisasca).
Por eso, como se decía antes, la misión cristiana es dar al otro lo que no tengo. Precisando que es dar al otro lo que no es mío, lo que me ha sido dado y por tanto no es mío. Pero justo porque me ha sido confiado, lleva consigo la exigencia de ser comunicado.
¿Cómo puede ocurrir eso? ¿Cómo puede ocurrir que dé al otro lo que no es mío?
«En primer lugar, es necesario escuchar al otro para poderlo encontrar. Hay una primacía de la escucha sin la que no hay encuentro. A través del otro me llega a mí algo que todavía no conozco, podría decir una parte de mí que todavía no conozco. El otro es aquella parte de mí que todavía no conozco. Escuchar al otro quiere decir tener un respeto “religioso” de lo que me comunica y de su diversidad de mí.
En segundo lugar, es necesario entrar en la lengua del otro, en su cultura. Vivir con él hasta llegar a pensar con las categorías con que él piensa. Yo creo que una de las formas más altas de participación en la pasión de Cristo para el hombre sea el aprendizaje de las lenguas como momento necesario para entrar en la experiencia del pueblo hacia el que se quiere ir, y ya esto hace parte del concepto de misión. Entrar en el otro para renacer con él. Tengo que pensar en lo que me ha ocurrido con las categorías con las que el otro piensa.
En tercer lugar, es necesario dejar que el mundo del otro, en el que entro, sea juzgado por lo que me ha ocurrido, sea purificado, valorizado, también en parte expulsado. Esto lleva luego a aquella noción de respeto por los tiempos del otro y de encuentro del que se hablaba antes. El encuentro con el otro, la misión, no pueden convertirse en un proyecto, no pueden ser programados, ya que de otro modo el proyecto cubre al otro, y la misión se convierte en violencia. La síntesis nueva que nace en la historia siempre es una gracia, no puede ser nunca el fruto de un proyecto. No podemos planear el barroco o una sinfonía. Ellas nacen después de un largo trabajo como fruto de una gracia inesperada. El encuentro con el otro es, pues, una transformación de ambos. Poco a poco hago mi entrada dentro de una alteridad, pero siempre testimoniando el acontecimiento que me ha ocurrido". (Camisasca).
Esto implica pensar por cierto históricamente, ya que la misión, por ejemplo en el extremo oriente, es un trabajo secular. En efecto, las exigencias y las evidencias originarias no se dan nunca de modo puro. En algunas culturas ellas están talmente ensimismadas con las formas expresivas específicas que es imposible alcanzar enseguida el corazón del otro (Camisasca).
Es necesario tomar conciencia y subrayar, de una parte, la paciencia del tiempo, de la otra que no sabemos adónde irá a parar el encuentro con el otro (Guidetti). Nacerá algo nuevo y diferente. La palabra del principio, ”acontecimiento”, pone, en efecto, una dinámica de relación (Gianni), por lo tanto, precisamente, un “no propio” a la obra, un “no propio” que es, se actúa.

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