autor: |
Sergej Averincev |
fecha: |
2001-03-01 |
fuente: |
La Nuova Europa n. 2, marzo 2001
La scelta del buon senso |
traducción: |
María Eugenia Flores Luna |
El influjo del hermano es perceptible aquí y allá en ciertas partes, caracterizadas por una agresividad no connatural a Chesterton.
Belloc era un brillante diseñador y, como testimonian los contemporáneos, un todavía más brillante conversador, un verdadero virtuoso de la discusión; en él había algo del duelista. Él combinaba las vastas aunque no siempre sólidas cogniciones en el campo de la historia, de la sociología y en parte de la economía política con una gran seguridad de sí mismo. Sus juicios sobre el medievo europeo y sobre la revolución francesa, por él amados, además sobre el XVI siglo inglés, que él no amaba, se distinguían por la extrema perentoriedad. Supo localizar con mirada perspicua algunos rasgos de la propia época - por ejemplo el desarrollo de los monopolios y la consiguiente transformación del modo de vida occidental en su complejo. Su libro El estado servil puede ser también leído hoy como una profecía. Fue él quien familiarizó a Chesterton con estas materias. Los dos escritores intervenían lado a lado en polémicas de actualidad, atacando al capitalismo y al mismo tiempo al socialismo, defendiendo la fe católica y la pequeña propiedad campesina; los contemporáneos habrían podido casi considerarlos como sosias uno del otro. Bernard Shaw, que estaba con ellos en perenne discusión, les puso el apodo de «Chesterbelloc», que circuló ampliamente. El mismo Chesterton en la Autobiografía habla con gran complacencia del Chesterbelloc como de un monstruo cuadrúpedo y bifronte dado a luz en un modesto café de Soho. Además de las convicciones, a unirlos también era una análoga sensibilidad estilística, un poco retórica; pero sus almas no se asemejaban. Baste recordar que las mejores poesías de Belloc son un escarnio muy malicioso y una ridiculización de la poesía educativa para la infancia, un tipo de humorismo negro para niños, para entender cuál abismo lo separa de Chesterton, cuyo pensamiento de la infancia inspiraba por completo versos de otra naturaleza. Aquí no es cuestión de la mayor cordialidad de Chesterton - tanto más que la cosa no es en fin así simple, visto que bajo el velo de la famosa bondad chestertoniana se esconden bastantes cosas - pero más bien del hecho de que en algún lugar profundo de su personalidad había inagotables reservas de una alegría tal que a la presencia de ella ciertas salidas y encuentros punzantes y mordaces aparecen solamente mezquinas.
Cecil era el amado hermano, Belloc el mejor amigo. Personas más próximas, a parte de Frances la esposa, Chesterton no tenía. Él siempre habría ardientemente querido inclinarse a lo que decían y seguir sus consejos, y este trato de modestia, por sí mismo también simpático, tenía sin embargo consecuencias a veces deplorables. Va en todo caso dicho que para nosotros hoy es mucho más fácil notar los casos en que el influjo del amigo y el hermano ha hecho desviar al escritor del camino para él más orgánico que aquellos en que, en una medida que hoy es imposible determinar, el sostén moral prestados por ellos, lo ha ayudado a superar lo que él mismo llamaba la propia pereza - vale decir una cierta contemplativa pasividad, que le era propia desde la infancia - y a escribir así tanto e incansablemente, además de hablar con los propios lectores con mucha facilidad y seguridad. Como se usa decir, no es una buena cosa que el hombre esté solo, y sin Cecil y especialmente sin Belloc, Chesterton habría arriesgado la soledad si no en la vida, (estaba con él Frances), en la literatura… Aunque, como se decía, más difíciles de establecer son de todos modos los casos más frecuentes: aquellos en que los tres, con mayor o menor fundamento, creían pensarla del mismo modo. De distinta manera es el caso de aquel Bernard Shaw que rebautizó a sus contrincantes con el nombre de Chesterbelloc. Chesterton disputó con Shaw literalmente sobre todas las cosa del mundo y también de algo más - de Dios y de la religión, de la ciencia y de la cientificidad, del problema de las nacionalidades, de cuál fuera el mejor orden social posible para la humanidad, etc., etc. Ellos discutían privadamente y públicamente, a voz, por escrito y en publicaciones, en cartas, artículos, libros, reseñas y conferencias. La conversión de Chesterton al catolicismo ocurrió con el acompañamiento de los comentarios irónicos de Shaw; Chesterton no fue menos que él, insistiendo, por ejemplo, sobre la mayor claridad lógica y, por consiguiente, «cientificidad» del viejo concepto de «Dios» con respecto a aquello, querido para Shaw, de la «fuerza vital». Shaw atacó ferozmente la utopía basada sobre la pequeña propiedad campesina de Chesterton y Chesterton el ordenado socialismo fabiano de Shaw. Pero ninguna divergencia de opinión podía impedirles de ser entusiastas uno del otro y de profesar una recíproca y sincera simpatía…
La elección del sentido común
Pero Chesterton también tenía otro adversario, con el que no paraba nunca de discutir ni cuando en la superficie aparecía alguna disputa y sólo por el tono insólitamente vibrante de alguna simple aserción se podía entender que algo había tocado el corazón del autor. Este eterno adversario era Chesterton mismo como era de joven, en los años en que había estudiado en dos escuelas de arte sin interrupción; emotivamente consentido y enervado al extremo, eternamente perdido en sueños con los ojos abiertos, dejaba una ilimitada libertad a las fuerzas instintivas de la propia ánima, sin ningún enganche al mundo concreto y real. Y todo eso ocurría en la sofocante atmósfera de fin de siglo, en los tiempos de Swinburne y de Óscar Wilde, cuando cada cosa parecía exhalar un sutil veneno. El chico se mantuvo bueno, al menos en cuanto a la índole, y absolutamente inocente en sentido existencial; pero incumbía en él el peligro de convertirse en una «naturaleza artística» con todas las desagradables peculiaridades conectadas. El soplo casi imperceptible de lo que él mismo habría en fin llamado anarquía moral amenazaba con volver insensatas alegría y pureza. No entenderemos nunca nada de Chesterton si olvidáramos con cuál encarnizado empeño tuvo que afanarse para evitar que eso ocurriera. No entenderemos ni el shock ni el entusiasmo que lo cogieron aquel día en que supo que su futura esposa era completamente diferente, que no tenía ni la más mínima predisposición por las interminables conversaciones sobre el arte y hasta no amaba el claro de luna, pero adoraba la jardinería; y que los escritores más a la moda no le hacían ni calor ni frío. No entenderemos su romántica veneración respecto a cosas y personas lejos de ser románticas: el sentido de apego a la casa de la mujer y la camaradería sin ceremonias entre hombres, la ruda franqueza de una sana disputa, la «creativa parsimonia» de los campesinos, y, antes de otra cosa, el sentido común y los truismos de la moral tradicional. No se puede cierto sustentar que en Chesterton no hayan quedado para toda la vida los rasgos del chico de un tiempo. Ni tampoco se puede afirmar otra cosa y es decir que la presencia de estos elementos siempre haya constituido una debilidad suya. En general separar la debilidad de la fuerza no es tan fácil - ¿quién se arriesgaría a trazar la línea sobre la que las paradojas de Chesterton dejan de ser la expresión de una mente libre y absolutamente sensata y empiezan a parecerse justo a aquel muy leve flote del espíritu en la imponderabilidad, que amenazaba en su tiempo al alumno de las dos escuelas de arte? Dentro de ciertos límites es razonable considerar la debilidad como el reverso de la fuerza; Pero precisamente, dentro de ciertos límites. El límite a sus debilidades lo ha trazado el mismo Chesterton, y lo ha hecho luchando duramente con él mismo. Por toda la vida él ha castigado y mortificado dentro de sí mismo al esteta, sometiéndolo a una real flagelación y esforzándose por añadidura en hacerlo con alegría. Esto vuelve comprensibles muchas cosas que de otro modo aparecerían como una extraña propensión por la ordinariez. Todo lo que es de auxilio a la terapia de shock a la que él somete el esteticismo, ya sólo por eso encuentra la apreciación de Chesterton - por ejemplo, el género policíaco o el melodrama. Desde su punto de vista es mejor una risa grosera que una sonrisa de suficiencia absorta y mesurada, porque en la segunda hay un sutil mal espiritual que está ausente en el primero. Por cuanto concierne a los dictámenes morales considerados obvios, ellos son vistos en cambio como la cosa más imprevisible que pueda haber en el mundo: como un logro salvador más allá de la locura. Si se tiene presente la experiencia juvenil del escritor, la cosa es comprensible. En el ambiente de la juventud artística, las paradojas eran la norma, mientras sobre los dictámenes morales había sido puesto el tabú; por eso, mientras la costumbre a las paradojas la había quedado para siempre, Chesterton se daba cuenta que para proclamar los viejos dictámenes era requerido el verdadero coraje.
Su sentido común no era un hecho inevitable sino una elección, dramática, como toda verdadera elección.