Ampliar la razón. Galileo y la modernidad
autor: Paolo Musso
fecha: 2014-12-30
fuente: Le frontiere e i confini della Scienza/ Allargare la ragione: Galileo e la modernità
traducción: María Eugenia Flores Luna

En un reciente libro suyo, escrito a cuatro manos con el hasta entonces desconocido Leonard Mlodinow (1954…), Stephen Hawking (1942-…) ha tanto brutalmente como sinceramente afirmado: « ¿Cómo podemos comprender el mundo en el cual nos encontramos? ¿Cómo se comporta el universo? ¿Cuál es la naturaleza de la realidad? ¿Qué origen tiene todo eso? ¿El Universo ha necesitado un creador? […] Por siglos estas interrogantes han sido de pertinencia de la filosofía, pero la filosofía ha muerto, no habiendo llevado el paso de los desarrollos más recientes de la ciencia, y en particular de la física. Así han sido los científicos los que recogieron la antorcha en nuestra búsqueda del conocimiento». [1]

Sería demasiado fácil liquidar estas palabras como expresión de un cientifismo tosco y arrogante, que pierde de vista la más elemental distinción entre los diferentes niveles de la realidad y los correspondientes métodos diversos de investigación, visto que todo el libro es caracterizado por un desalentador simplismo y una inaceptable parcialidad, también a nivel puramente científico, donde los autores se limitan a dar por descontado que las propias teorías preferidas sean verdaderas y aquellas rivales falsas, sin proveer nunca la más mínima argumentación. Sin embargo estas objeciones, por cuanto justas, nos harían perder de vista el punto fundamental: si Hawking se ha equivocado en línea de principio, tiene sin embargo razón (o al menos está muy cerca de tenerla) en línea de hecho.

La filosofía está muriendo, en efecto, y está muriendo justo por las razones que dice él: por no haber sabido y a menudo ni siquiera querido estar al paso con la ciencia, (generalmente mirada con una mezcla paradójica de temor reverencial y desdeñosa superioridad); y por no haber creído en la posibilidad de investigar el conocimiento (cosa, esta última, al menos en parte consecuencia de la primera), reemplazándolo o con un tecnicismo autorreferencial que se mira solo a sí mismo o con un relativismo politically correct bueno solo para buscar el aplauso de los salones - las dos mitades de una misma máscara que encierra la nada.

Por tanto, en lugar de culpar a los científicos o, peor aún, a la ciencia en cuanto tal, delante de afirmaciones de este tipo, los filósofos (y generalmente los humanista) harían bien en preguntarse cuándo ha sido la última vez que han osado poner públicamente, en sus libros y en sus lecciones, las grandes preguntas antes recordadas por Hawking ‒ y, sobre todo, cuándo ha sido la última vez que a ellas han dado una respuesta, como él al menos ha tratado de hacer, incluso de manera tosca e inadecuada. Y si lo hicieran, se percatarían que en realidad la ciencia (si bien entendida) no sólo no es su enemiga, sino es más bien su mejor aliada en esta empresa. También porque el cientifismo no lo han para nada inventado los científicos, sino justo ellos, los filósofos. Como veremos enseguida. [2]

Galileo y el origen de la ciencia

No se puede entender verdaderamente la naturaleza profunda de una cosa sin entender el origen. Y el origen de la ciencia moderna, por consenso casi unánime, se remonta a la obra de Galileo Galilei (1564-1642), del cual pues empezaremos nuestro discurso.

Es verdad en efecto que diversos pasos importantes ya habían sido hechos antes que él, pero eso ocurre en cualquier revolución. Que sin embargo para estallar e inflamarse en su totalidad aún tiene necesidad de un hombre o un grupo de hombres que sepa hacer la síntesis de lo que ya se estaba moviendo, en silencio y a menudo de manera no del todo consciente, en el sótano de la historia, llevándolo a la luz del sol y mostrando a todos el verdadero significado y las inevitables consecuencias. Y no hay duda que quien desarrolló este rol con respecto a la revolución científica en el Seiscientos fue precisamente Galileo, el cual dio a esa al menos tres contribuciones de extraordinaria importancia, cada una de las cuales sola ya habría bastado para hacerlo pasar a la historia.

Ante todo en efecto él con sus descubrimientos astronómicos demostró la fundamental unidad de la Naturaleza, contra la milenaria división de derivación aristotélica entre mundo celeste y mondo sublunar. Por tanto, gracias a sus experimentos con el plano inclinado y algunos elegantísimos experimentos mentales (de los cuales fue el verdadero inventor, tres siglos antes de Einstein), demostró el principio de inercia, la ley de la caída de los cuerpos y la relatividad del movimiento, resultado que, unido al precedente, le permitió probar, después de casi dos mil años, la falsedad del sistema aristotélico-ptolemaico y al menos la posibilidad del heliocentrismo (pero según yo también su verdad, aunque sobre eso no haya hoy un consenso general). En fin, incluso no habiendo escrito de eso en modo sistemático, sino sólo de pasada en varios textos suyos, definió de manera muy clara y sobre todo definitiva el método científico, sobre el que ahora concentraremos nuestra atención, ya que es justo por eso que se puede entender qué es realmente la ciencia.

Ahora, a propósito de las principales características del método científico existe (algo raro y único, como ulterior prueba de la extraordinaria eficacia de Galileo en delinearlo) un consenso casi unánime entre los historiadores y filósofos de la ciencia, aunque obviamente esas pueden luego ser expuestas de maneras diferentes, aunque sustancialmente equivalentes. Generalmente yo procedo localizando cuatro principios fundamentales:

1) no «tentar la esencia», [3] sino limitarse a estudiar algunas propiedades;

2) uso del experimento en lugar de la simple observación;

3) uso del lenguaje matemático para expresar las leyes de la Naturaleza;

4) negación del principio de autoridad en las cuestiones relativas a la ciencia natural.

La unanimidad existente acerca de los principios que son la base del método científico se pierde sin embargo no apenas se trata de establecer su correcto significado y, en particular, cuál de ellos sea el más importante, lo que ha señalado el verdadero punto sin retorno con respecto a toda la tradición precedente.

Mi convicción personal, sin embargo compartida, entre otros, también por pensadores del calibre de Evandro Agazzi (1934 -…), Stanley Jaki (1924-2009) y Peter Hodgson (1928-2008), [4] es que el primer principio sea el más importante, por dos buenas razones, que se sustentan y se complementan entre sí.

Ante todo en efecto hace falta notar que el verdadero límite de la ciencia antigua no estaba ni en una insuficiente atención a los fenómenos naturales (Aristóteles - IV siglo. a.C. -, en particular, era un grande observador y muchas de sus tesis físicas erradas estaban basadas no en prejuicios filosóficos, sino justo sobre lo que a primera vista parece suceder en la Naturaleza) ni en una escasa familiaridad con la matemáticas (el sistema ptolemaico, en particular, era una obra muy fina, cuyas prestaciones no eran inferiores a aquellas del sistema copernicano y cuya elaboración había solicitado la contribución de matemáticos de alcance extraordinario como Eudosso - IV siglo. a.C. -, Apolonio - III siglo. a.C. - y el mismo Ptolomeo - II siglo). Tal límite va más bien identificado en la obstinada fidelidad al método deductivo, consistente en el establecer en primer lugar los principios fundamentales sobre base puramente racional y luego sacar de ellos todos los particulares, método que había dado extraordinarios resultados en lógica, en metafísica y sobre todo en matemáticas, con los Elementos de Euclides (IV siglo. a.C.), una obra tan moderna que tendrán que pasar veintidós siglos antes que de sus axiomas sea dada una formulación técnicamente mejor, en 1899, por obra de David Hilbert (1862-1943).

Ahora, de por sí no era para nada irrazonable (¡más bien!) pensar que un método de un éxito tan grande también pudiera funcionar para la ciencia natural: el genio de Galileo consistió pues justo y ante todo en entender que, a pesar de las apariencias, tal método sin embargo en el caso de las ciencias naturales no funcionaba y si se quería realmente progresar no bastaban ajustes, sino era necesario cambiarlo radicalmente, más bien, incluso invertirlo, como viene precisamente afirmado desde el primer principio. Es por eso que, como enseguida veremos, existe una precisa relación lógica entre ese y los otros tres, que dependen últimamente, sea por su justificación teórica que por su aplicación práctica.

Ante todo en efecto el experimento se diferencia de la simple observación porque es algo artificial, que requiere el uso de instrumentos oportunos y tiene, como requisito fundamental, aquel de ser repetible por quienquiera, siempre y en todo lugar. Ahora, ¿por qué el científico debería intervenir activamente sobre la Naturaleza y no limitarse a observarla tal como es? Exactamente con el objetivo de evidenciar y separar de las otras lo más posible algunas propiedades, de modo de poderlas estudiar con mayor precisión. Y ésta también es la razón por la cual el experimento, si es ejecutado correctamente, resulta repetible: en efecto también se comprende intuitivamente [5] que ninguna situación física se repite nunca exactamente igual, si la consideramos en la totalidad de sus factores, mientras no es imposible que eso ocurra si consideramos solamente algunos de ellos.
En cuanto al uso del lenguaje matemático para expresar las propiedades del mundo físico que serán sucesivamente objeto de la verificación experimental, la idea no era para nada nueva, ya remontándose a Pitágoras. El problema es que hasta aquel momento ello había sido limitado solo a los fenómenos celestes (sobre los cuales en cambio, por obvios motivos, no era posible ejecutar experimentos), porque aquellos terrestre venían juzgados demasiado complejos e irregulares para esperar encontrar una fórmula matemática que permitiera prever el comportamiento: convicción que sin embargo parecía confirmada por el hecho que las pocas tentativas efectuadas en tal sentido, empezando justo de aquellos pitagóricos, sólo habían producido una mezcolanza de extravagantes teorías numerológicas, basadas en analogías forzadas y superficiales e interminables regularmente en la magia y en la superstición. Fue solamente aceptando la prescripción metodológica galileana de limitarse al estudio de algunas propiedades que la aplicación de las matemáticas a la realidad física por fin se hace posible, hasta alcanzar la extraordinaria eficacia que bien conocemos.
En fin, el rechazo del principio de autoridad de parte de Galileo no se basaba para nada en una actitud rebelde o, peor aún, anárquica, sino sobre el hecho que en las ciencias naturales en caso de desacuerdo siempre es posible referirse a una autoridad superior a aquella humana, que es directamente la autoridad de la Naturaleza, pero indirectamente es aquella del mismo Dios, de cuyas «ordenes» la Naturaleza es «ejecutora fiel», [6] siendo carente de voluntad propia y no pudiendo por lo tanto, a diferencia de los hombres, en ningún modo alejarse de ellas. Pero tal posibilidad se basa en el hecho de que los experimentos son repetibles y en la posibilidad de establecer exactamente el resultado gracias al uso de las matemáticas, lo cual a su vez depende, como apenas hemos visto, del primer principio, que es pues realmente el más importante y fundamental de todos.

Es importante notar, contra quién querría ver en él a un precursor del cientifismo actual, que Galileo dijo en cambio con la máxima claridad que tal inversión metodológica se debía hacer solo en el caso de aquella ciencia que quiere ocuparse de las «sustancias naturales», o bien de los «cuerpos», [7] reconociendo que el método tradicional quedaba válido en los ámbitos en que había surgido, mientras en otros ámbitos podía ser necesario un método aún diferente. En otros términos, el reconocimiento del pluralismo metodológico, es decir del hecho que objetos diferentes requieran métodos diversos para su conocimiento, es parte constitutiva de la partida de nacimiento de la ciencia y para nada algo que se ha intentado imponerle sucesivamente del exterior para tratar de encauzar de algún modo su extraordinario y creciente éxito. Más bien, tal éxito ha sido hecho posible justo y solamente de tal consciente e intencional autolimitación, al punto que removerlo equivaldría no a difundir, sino a destruir la ciencia.

Del mismo modo, hay que evitar también el error opuesto y no menos frecuente de pensar que eso haga de Galileo un fenomenista o, peor aún, un escéptico y de la ciencia una empresa meramente práctica o, peor aún, convencional, sin un real valor cognoscitivo. Sobre todo en efecto no se debe caer en la equivocación de atribuirle anacrónicamente a Galileo una concepción de la esencia entendida como algo que está más allá de cada propiedad fenoménica, como si fuera una kantiana «cosa en sí», mientras en la época el término solamente indicaba lo que una cosa es «realmente», o bien sus propiedades más importantes, de la cual todas las otras dependen. Así entendido, el conocimiento de las esencias de parte de la ciencia coincide de hecho con la afirmación del realismo científico y entonces no podía ser negada por Galileo, que fue siempre un realista convencido y reivindicó por toda la vida la correspondencia de sus teorías a la realidad, [8] contra las sugerencias de quien le sugería de presentarlas como puros modelos matemáticos, o por prudencia (como Bellarmino) o también (como los partidarios del así llamado «funcionalismo») en base a motivaciones filosóficas no muy diferentes de aquellas queridas por la epistemología relativista contemporánea.
El hecho es que en Galileo el «no tentar la esencia» es, como se ha dicho, un principio metodológico, que de por sí no nos prohíbe el conocimiento sino hace el punto de llegada de la empresa científica, allá donde los antiguos habían hecho en cambio el punto de partida, al cual pensaban poder llegar de una sola vez y por vía puramente intuitiva. Para Galileo en cambio a la esencia de las cosas se puede llegar sólo partiendo de las propiedades más simples y evidentes, para luego reconstruir un poco a la vez, pedacito por pedacito, como en un mosaico, aquellas más complejas y profundas (y pues «esenciales», en el sentido antes recordado): y de hecho la ciencia moderna se ha desarrollado justo así.

Un nuevo modo de usar la razón

Es muy importante comprender que la individuación del método correcto de la ciencia natural representó no sólo un éxito práctico (en todo caso extraordinario, visto que tal método queda válido - y más bien más eficaz que nunca - todavía hoy, después de cuatro siglos), sino también un acontecimiento cultural de primera importancia, ya que se trató nada menos que del descubrimiento de un nuevo modo de usar la razón, como había bien entendido Einstein, el cual escribió que «el descubrimiento y el uso del razonamiento científico, por obra de Galileo, fue uno de los más importantes acontecimientos en la historia del pensamiento humano» (y no sólo de la física, de la que incluso «señala el verdadero origen»). [9]

Donándonos una perspectiva nueva sobre la realidad creada, eso nos ha en efecto también donado una perspectiva nueva para buscar en ella las huellas de su Creador como Galileo por primero no se ha cansado nunca de repetir: en este sentido por tanto la ciencia no sólo no es hostil a aquel proceso de «ampliación de la razón» más veces invocada por Benedicto XVI y hoy como nunca necesario, sino puede dar más bien una importante contribución en tal sentido.

Del resto no fue cierto una casualidad que el nacimiento de la ciencia moderna se haya verificado en el ámbito de la Italia del Renacimiento, en la cual se realizó del modo más armónico y espectacular el encuentro entre la cristiandad y lo mejor de la tradición griega. En efecto el giro decisivo no fue debido ni al desarrollo de la matemáticas (aquella usada por Galileo era relativamente simple y ya conocida desde siglos) ni a aquel de la tecnología (el instrumento más sofisticado usado por Galileo fue el telescopio, que construyó por tentativas [10] y usando lentes de gafas) sino a la combinación de tres factores, todos esencialmente culturales:

1) la convicción sea griega sea cristiana, de la existencia de un orden racional del mundo:

2) la idea, sobre todo griega (en particular pitagórica y platónica), que tal orden, al menos a nivel de la realidad material, fuese esencialmente de tipo matemático;

3) el concepto, exclusivamente cristiano, de creación.

Este último, en particular, hizo la diferencia. Ello llevaba en efecto consigo dos implicaciones del todo extrañas a la cultura griega que permitieron dar el paso decisivo hacia la definición de aquella ciencia experimental que los Griegos habían rozado solamente:

a) la primera era la dignidad de todo lo que existe, que determinó las condiciones sociales y culturales que hicieron posible la afirmación del método experimental, rehabilitando de un lado el trabajo manual, indispensable a su realización (que era cosa de esclavos para los griegos) y del otro el mundo sublunar, el único sobre el cual se pudieran hacer experimentos (que era el reino de la imperfección para los griegos);

b) la segunda era la contingencia del mundo, que proveyó la base conceptual de la inversión metodológica galileana, ya que si el mundo es tal como es por una elección libre de parte de Dios y no por una necesidad metafísica cae toda posibilidad de deducir las propiedades con base en cualquier principio alcanzable con la pura razón y se vuelve por lo tanto necesario ir a indagar con nuestros ojos y nuestras manos «no […] lo que Dios podía hacer, sino lo que Él ha hecho». [11]

Descartes y el origen del cientificismo

Si así están las cosas, ¿dónde nos perdimos entonces por el camino hasta llegar al cientifismo actual? Para entenderlo tenemos que referirnos no al ámbito de la ciencia, sino a aquel de la filosofía y en particular al pensamiento de lo que viene tan a menudo como injustamente referido a Galileo como real co-inventor del método científico, es decir René Descartes, (1596-1650).

Entre los «mitos fundadores» de la modernidad, aquel del «segundo padre» de la ciencia moderna probablemente es segundo sólo a aquel de la constitutiva oposición entre la ciencia misma y la religión, construido a partir del proceso a Galileo, un hecho ciertamente desgraciado y deplorable, pero que dependió mucho más de los desacuerdos personales entre Galileo y Urbano VIII y no de efectivas cuestiones doctrinales. Sin embargo en este caso al menos un hecho real del cual tomar ocasión existía, mientras en el hecho de Descartes, por cuanto increíble eso pueda parecer, no hay nada más si no la pura y simple propaganda. Ante todo en efecto no hay la mínima posibilidad de duda (ya que él lo repite decena de veces y con la máxima nitidez en todas sus obras) que para Descartes, exactamente como para los aristotélicos a los cuales incluso afirmaba oponerse, el método de la ciencia queda deductivo y sus principios fundamentales deben ser recabados a partir de aquellos de la metafísica y no establecidos a través de los experimentos, que sirven sólo a definir los detalles del sistema (y también aquí sólo por una razón práctica, porque deducirlos todos a priori resultaría demasiado complicado, aunque posible en línea de principio).

Sin embargo Descartes sí habla a menudo de «experiencias», pero del contexto es evidente que generalmente entiende las simples observaciones, tanto que dice explícitamente que, al menos «en principio, es mejor valerse de las que se presentan por sí mismas a nuestros sentidos». [12] Además también las pocas experiencias que él presenta como auténticos experimentos no son casi nunca realmente tales, generalmente son de segunda mano y no ejecutadas personalmente y en fin (detalle no secundario) casi siempre están equivocadas. También con respecto al uso de las matemáticas las cosas van de modo análogo, más bien, hasta peor, ya que, incluso hablando mucho también de ella, Descartes no la usa nunca, por la simple razón que para él ella tiene importancia no como instrumento, sino como modelo del método del saber. Aquí la paradoja alcanza el ápice, porque mientras Descartes, (diferente de Galileo, que era un hábil artesano) en cuanto a manualidad era bastante torpe, lo cual puede al menos en parte explicar su alergia por los experimentos, en matemáticas en cambio no temía comparación: sin embargo en sus obras «científicas» no se encuentra ni una fórmula. [13]

En fin, también Descartes rechaza el principio de autoridad, pero no porque sea inútil en cuanto quienquiera puede aprender su método y usarlo para establecer quién tiene razón, sino porque es inaplicable en cuanto nadie fuera de él puede entender de veras su método y por lo tanto nadie fuera de él es capaz de establecer quién tiene razón. Por tanto, como se ve, el método cartesiano no es simplemente diferente y tampoco solamente incompatible, sino literalmente opuesto, punto por punto, a aquel galileano, que no por nada Descartes había criticado explícitamente en una carta al amigo Marin Mersenne, en el cual, comentando el Diálogo sobre los dos máximos sistemas, desaprobaba el hecho que Galileo «sin haber considerado las primeras causas de la Naturaleza, ha solamente buscado las razones de algunos efectos particulares» [14] y concluía luego, después de una larga secuela de supuestos cuanto infundadas críticas, que en aquella obra «no hay casi nada que yo querría tener por mío». [15]

Aclarado pues que Descartes no ha tenido ningún rol en el nacimiento de la ciencia, sigue evidentemente que tampoco su filosofía, es decir el racionalismo, no tiene nada que ver con ella. Tiene en cambio mucho que ver con el nacimiento del cientificismo, aunque personalmente Descartes no era para nada cientificista, sino más bien (si existiera la palabra) «filosofista», en cuanto, como hemos visto, para él es la filosofía que engloba en su interior todas las otras ciencias. Sin embargo así Descartes ha cuanto menos preparado la vía al cientifismo, de un lado manteniendo firmemente la idea aristotélica que el método del conocimiento sea único y del otro añadiéndoles la idea (que ni al más fanático de los aristotélicos se le habría ocurrido nunca), que a través de tal método se pudiera incluso agotar sin residuos toda la realidad. [16] Es claro en efecto que, una vez aceptadas tales premisas, bastaba que la ciencia demostrara ser una forma de conocimiento más eficiente que la filosofía (cosa que dentro de su limites indudablemente es) para que se hiciera progresivamente irresistible la tendencia a identificar tal método único y exhaustivo del conocimiento con aquel de la ciencia en lugar del método de la filosofía.

Naturalmente la responsabilidad de tal ulterior pasaje es de quien lo ha cumplido y no de Descartes. Sin embargo no puede cierto ser considerado una causalidad que lo hicieron una vez más no los científicos sino dos filósofos, David Hume, (1711-1776) y Emmanuel Kant (1724-1804), que compartían la suposición fundamental de Descartes.

El dogma central de la modernidad

La suposición anterior es aquella que a partir de La ciencia y la idea de razón he empezado a llamar «el dogma central de la modernidad» y que puede ser enunciado así: La razón no puede encontrar nunca la verdad dentro de la experiencia. Precisamente ésta en efecto es la base del racionalismo cartesiano, que no nació, como se dice generalmente, de la confianza en la razón, sino de una radical desconfianza en la experiencia, como se ve en el modo más claro de este pasaje de los Principia Philosophiae, en el cual Descartes, después de haber enunciado siete «reglas» relativas al choque entre cuerpos en diferentes situaciones de movimiento, [17] y las siete son equivocadas y en algunos casos también claramente absurdas [18], concluye su exposición con esta tan desconcertante como significativa afirmación: «Y las demostraciones de todo esto son tan ciertas, que aunque la experiencia pareciera hacernos ver lo contrario, nosotros deberíamos, sin embargo, prestar mayor fe a nuestra razón que a nuestros sentidos». [19]

Debe ser notado sin embargo que tal desconfianza es el resultado de una libre opción y no de una necesidad innata en las cosas mismas, como además Descartes ha inequívocamente declarado desde su texto programático, el Discours del méthode: «Por tanto, puesto que los sentidos a veces nos engañan, quise suponer que ninguna cosa fuera tal cual nos la hacen imaginar». [20] De aquí ha derivado todo el resto: la necesidad para la razón de basarse sólo en ella misma, el partir de las ideas en vez de la realidad, la duda sistemática, la necesidad de la búsqueda de un «comienzo absoluto» de la filosofía y por consiguiente de la ciencia, su identificación en el celebérrimo Cogito, la tentativa de deducir de ello cada cosa, comprendida la existencia misma del mundo, y en fin, como consecuencia de su inevitable cuanto notorio fracaso [21] la irremediable fractura entre razón y realidad, que luego se ha reflejado a nivel metafísico en aquella entre espíritu y materia, generando los excesos especulares y opuestos del idealismo y del empirismo, y a nivel psicológico en aquella entre razón y sentimiento, real «enfermedad mortal» de nuestro tiempo [22].

El alba inacabado del Renacimiento

Contrariamente a cuanto se dice generalmente, pues, en el Renacimiento no nació para nada una nueva idea de razón, el racionalismo y una nueva cultura, la modernidad, que habrían tenido, según esta lectura, un carácter unívoco y en cierto modo «fatal», en cuanto intrínsecamente unidos al nacimiento de la ciencia a la obra de Galileo y a Descartes. Al contrario, lo que realmente ocurre al principio del Seiscientos fue el sublevarse de una dramática dicotomía entre dos concepciones opuestas de la razón y por lo tanto de la ciencia y de la nueva civilización que de este última habría sido plasmada, emblemáticamente representadas por las figuras contrapuestas de Galileo y Descartes.

La paradoja es que la que prevaleció a nivel cultural, dando origen precisamente a lo que llamamos «modernidad», haya sido la idea de razón equivocada, es decir aquella «cerrada» de derivación cartesiana, basada en el desconocimiento del auténtico método científico y, más en general, en el rechazo apriorístico de la realidad, de la cual es derivado no sólo el racionalismo, sino también el relativismo, hoy muy dominante, que parecería su opuesto, pero efectivamente no es sino el reverso de la misma medalla. El relativismo moderno en efecto, diferente de aquel antiguo, mana esencialmente del rechazo de la concepción racionalista de la verdad, vista como causa de intolerancia y violencia, como trágicamente demostrado por las ideologías que han ensangrentado el Novecientos, que son hijas legítimas del racionalismo moderno, siendo todas derivadas del idealismo alemán y en particular de la filosofía hegeliana.

El problema es que la sacrosanta reacción a tal fracaso no ha llevado a la recuperación de una noción de verdad basada en el acuerdo entre razón y experiencia, sino en una sospecha generalizada hacia la noción de verdad tout court. En otras palabras, el relativista moderno es fundamentalmente un racionalista decepcionado, en el sentido que ya no cree en la posibilidad de que el racionalismo pueda tener éxito (o bien que la razón pueda llegar a la verdad solo con sus fuerzas), sin embargo continúa compartiendo el presupuesto fundamental (o bien que la razón no pueda llegar a la verdad a partir de la experiencia). Por eso la ciencia tiene, hoy más que nunca, una extraordinaria importancia, no sólo por su utilidad práctica, no sólo por las maravillas que nos hace continuamente descubrir, sino también y sobre todo porque representa un fundamental punto de resistencia no sólo al relativismo nihilista, sino también al racionalismo cientificista: contra el primero, en efecto, la ciencia no tiene miedo de afirmar que un conocimiento verdadero es posible [23]; contra el segundo reivindica, como corazón del método que solo puede conducir a tal conocimiento verdadero, la unidad inseparable entre razón y experiencia [24].

Por esta misma razón es en cambio profundamente equivocado, y, además, peligrosa y masoquista la actitud de muchos filósofos que creen encontrar un fácil atajo contra las pretensiones del cientificismo en las tesis relativistas y antirealistas típicas de la mainstream de la filosofía de la ciencia contemporánea, sin darse cuenta que provienen de la misma idea reducida de razón que el cientifismo ha producido.

A todos esos va repetida la admonición de Benedicto XVI, que ya en 1990, todavía simple cardenal y bien antes del célebre discurso de Ratisbona, justo hablando de estas tendencias epistemológicas en una conferencia en la Universidad ‘La Sabiduría’ de Roma dijo: «Sería absurdo construir sobre la base de estas afirmaciones un apresurada apologética. La fe no crece a partir del resentimiento y del rechazo a la racionalidad, sino de su fundamental afirmación y de su inscripción a una razonabilidad más grande» [25]

Come he tratado aquí de mostrar, quienquiera se apreste a esta tarea, tan difícil cuanto inderogable, no puede más que encontrar en Galileo y en la ciencia por él fundada naturales y preciosos aliados.

Notas

1 S. Hawking, L. Mlodinow, Il grande disegno (El gran diseño), Mondadori, Milán, 2010, p. 5.

2 La base conceptual de este artículo es: Paolo Musso, La scienza e l’idea di ragione (La ciencia y la idea de razón), Mimesis, Milán 2011, al cual remito para cualquier ahondamiento de los temas aquí tratados.

3 Galileo Galilei, Istoria e dimostrazioni intorno alle macchie solari e loro accidenti (Historia y demostraciones alrededor de las manchas solares y sus accidentes), en Obras, Giunti Barbera, Florencia 1890-1909, vol. V, pp. 187-188.

4 Cfr. p. ej. E. Agazzi, Filosofía de la física, Abete, Roma 1974, pp. 9-10; S. Jaki, La strada della scienza e le vie verso Dio (El camino de la ciencia y las vías hacia Dios), Jaca Book, Milán 1981, p. 57; P. Hodgson, L’origine cristiana della scienza moderna (El origen cristiano de la ciencia moderna), en P. Poupard (ed.), La nuova immagine del mondo (La nueva imagen del mundo), Piemme, Caserío Monferrato 1996, pp. 60-61.

5 Pero puede ser también demostrado formalmente, en base a la teoría del caos, (cfr. Paolo Musso, Filosofía del caos, Franco Angeli, Milán 1997).

6 Cfr. Galileo Galilei, Lettera a Madama Cristina di Lorena (Carta a la Señora Cristina de Lorena), en Obras (cit.), vol. V, pp. 282. 8 n. 55 - diciembre de 2014

7 Cfr. Galileo Galilei, Istoria e dimostrazioni intorno alle macchie solari e loro accidenti, (Historia y demostraciones alrededor de las manchas solares y sus accidentes), en Obras, Giunti Barbera, Florencia 1890-1909, vol. V, pp. 187-188.

8 Esta en todo caso no es sólo una deducción lógica: hay muchos pasajes en los cuales Galileo afirma explícitamente que él quiere hablar de la esencia de las cosas y no de meras apariencias o convencionalismos lingüísticos.

9 A. Einstein, L. Infeld, La evolución de la física, Boringhieri, Turín 1948, p. 19, (la cursiva es mía).

10 Al tiempo en efecto las leyes de la óptica no habían sido definidas todavía correctamente: lo hará Kepler pocos meses después, basándose justo en el telescopio de Galileo.

11 Galileo Galilei, Note per il Morino (Notas para el Morino), en Obras, Giunti Barbera, Florencia 1890-1909, vol. VII, p. 565.

12 Descartes, Discorso sul metod (Discurso sobre el método), en Obras filosóficas, Laterza, Bari, 1986, vol. I, p. 332.

13 Excepto que en la Diottrica (Dióptrica) donde sin embargo se limita a poner en forma las más modernas leyes ya establecidas por otros. Efectivamente Descartes no ha sido solo un buen matemático, sino (junto a Fermat), el verdadero padre de la matemática moderna: y la cosa más paradójica es que la ansiedad de venderlo por lo que nunca ha sido, acaba generalmente por hacer pasar en silencio ésta que es en cambio su verdadera gloria.

14 Ivi, p. 305.

15 Descartes, Lettera a Marin Mersenne (Carta a Marin Mersenne), en Galileo Galilei, Obras, Giunti Barbera, Florencia 1890-1909, vol. XV, p. 341.

16 Incluso Descartes pensaba ser capaz de descubrir solo en el arco de su vida todo lo que en el mundo se podía descubrir y ya en 1637, a solo 41 años, creía haber cumplido cerca de los 2/3 de la empresa, (cfr. Descartes, Discorso sul metodo (Discurso sobre el método), en Opere filosofiche (Obras filosóficas), Laterza, Bari 1986, vol. I, p. 335). Al contrario, los dos aspectos más característicos de la ciencia galileana son por su naturaleza una empresa abierta y comunitaria.

17 Y no, como se dice a menudo erróneamente, siete diversas formulaciones del principio de acción y reacción, al cual Descartes no llegó nunca y que fue enunciado en cambio por primera vez por Newton: aún antes del juicio sobre su corrección, en efecto, para que se pueda hablar de la misma existencia de algo como un «principio» hace falta que todos los diversos casos sean reconducidos a unidades mostrando cómo, a pesar de las apariencias, puedan ser todas explicadas en base a una única ley, como hará precisamente Newton y como en cambio no hizo (y más bien tampoco pensó hacer) Descartes.

18 Se vea por ejemplo la cuarta regla, por él así enunciada: «Si el cuerpo C fuera, sea incluso de poco, más grande que B, y estuviera completamente en reposo, […] con cualquier velocidad B pudiera venir hacia él, nunca tendría la fuerza de moverlo, sino sería obligado a rebotar hacia el mismo lado de donde hubiera venido» (Descartes, I principi della filosofia (Los principios de la filosofía), en Opere filosofiche (Obras filosóficas), Laterza, Bari, vol. III, p. 99.

19 Descartes, I principi della filosofia, (Los principios de la filosofía), en //Opere filosofiche (Obras filosóficas), Laterza, Bari, vol. III, p. 102.

20 Descartes, Discorso sul metodo, in Opere filosofiche,(Discurso sobre el método, en Opere filosofiche (Obras filosóficas), Laterza, Bari, vol. I, p. 312 (cursivas mías).

21 Tampoco los más entusiastas admiradores de Descartes nunca en efecto han soñado con negar que su tentativa de deducir la existencia del mundo del Cogito caiga en un círculo vicioso. La pregunta, más bien, es porqué aunque no lo crean un motivo suficiente para poner en tela de juicio las suposiciones de fondo de su filosofía, puesto que no es precisamente un problema secundario.

22 Ésta también es la objeción de fondo que la modernidad, de Kant desde entonces, siempre ha movido al cristianismo: que un hecho histórico particular como aquel de Jesucristo, no puede fundar una verdad universal como aquella de una fe religiosa (después de eso el racionalista cree que una religión universal pueda ser fundada a través de la pura razón, el relativista piensa que no y que en materia sólo pueden existir opiniones subjetivas, pero, una vez más, el punto de partida es común). La cosa todavía es más significativa si se piensa que Descartes era un cristiano convencido y quería con su obra reforzar sea la filosofía sea la teología: pero una concepción reducida de la razón no puede más que acabar con el reducir también la fe, ya que sea el «libro» de la Naturaleza que el de la Revelación (Galileo Docet) son obra del mismo artífice. 9 n. el 55 - diciembre de 2014

23 Un poco más de miedo hay en cambio, también entre los científicos, al afirmar la posibilidad de un conocimiento cierto. Pero en realidad cualquier recuperación de la noción de verdad implica inevitablemente también una recuperación de la noción de certeza (cfr. Paolo Musso, Il coraggio della certezza (El coraje de la certeza), en Emmeciquadro n° 51-diciembre de 2013.

24 Esto también vale y más bien incluso sobre todo para la tecnología: en efecto cualquier aparato tecnológico antes de poder modificar la realidad tiene que saber obedecer a ella, de otro modo sencillamente no funcionará. Que luego el mensaje implícito contenido en esta evidencia (que es decir nosotros no somos los dueños y tanto menos los artífices de la realidad) a menudo sea olvidado y a consecuencia de eso la tecnología a menudo venga usada como instrumento de dominio y de deshumanización es verdad, pero es otro discurso, que no borra la evidencia anterior, tal como no borra otra innegable evidencia, es decir que al menos igualmente con frecuencia la tecnología es usada en cambio para mejorar la realidad (cfr. Paolo Musso, Chi ha paura della tecnica? Risposta a Olivier Rey (¿Quién tiene miedo de la técnica? Respuesta a Olivier Rey), en Emmeciquadro n° 54 - septiembre de 2014.

25 J. Ratzinger, Svolta per l'Europa? Chiesa e modernità nell'Europa dei rivolgimenti (¿Cambio para Europa? Iglesia y modernidad en la Europa de los cambios), Ediciones Paulino, Roma, 1992, p. 79.

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