Ciencia, arte, filosofía, religión como humanismo perenne
autor: Hans Urs von Balthasar
fecha: 2015-02-01
fuente: Scienza, arte, filosofia, religione come umanesimo perenne
traducción: María Eugenia Flores Luna

A través de todos los cambios históricos se da un tipo constante de existencia humana, una humanitas perennis.
Extraído, por gentil concesión del editor, del volumen de H.U. von Balthasar, La domanda di Dio dell’uomo contemporaneo (La búsqueda de Dios en el hombre contemporáneo), Queriniana, Brescia 2014, pp. 31-32, 42, 59, 114-115

Desde cuando el hombre vive sobre la tierra ha existido el espíritu, y con ello el saber y la “ciencia”, y con ésa la cultura y la técnica: lo certifica la primera hacha de piedra, el primer fuego, la primera sepultura. Y cuanto más se retrocede en la tradición humana (y es posible que cuanto más atrás ella arribe tanto más pura emerja), el hombre ha siempre sido un ser religioso, él sabe de estar bajo un poder divino, que debe reconocer y venerar y del cual debe esperar la salvación. Así, a través de todos los cambios históricos, se da un tipo constante de existencia humana, una humanitas perennis. Lo que muta más que todo en las grandes fases de la evolución humana es la relación del hombre con la naturaleza. Se puede describir de manera general la ley de la evolución según las tres etapas de Augusto Comte, con la suposición que se deje caer la presentación superficialmente positivista provista por el mismo Comte y se desarrollen las fases al interno de la idea general de la humanitas perennis. Esto querría decir que cada fase sería una diversa manifestación y “potencia” (Potenz) de todo el hombre: de su ser espíritu en la naturaleza, de su relación religiosa con la divinidad y de su comportamiento como soberano con el mundo que lo circunda. En esta prospectiva es posible que cada fase posea un valor que no puede ser simplemente asumido y absorbido por el siguiente; que por tanto, aun cuando de la fase precedente a la siguiente se puede constatar un “progreso”, eso no constituye el sentido integral del cambio; en cambio, los valores expresivos quedan ligados a una determinada época, y a la siguiente – diversamente estructurada – ya no son posibles. Por eso exigen del hombre un recuerdo vivo pleno de veneración hacia lo que ha sido y ya no puede ser, por amor a su propia totalidad. Si por tanto – como sostendrá la tesis de esta investigación, que ya se va delineando – la ley del “cambio como progreso” tiene como contenido el desarrollarse de la idea del hombre en el mundo, […] la filosofía encuentra de manera siempre más evidente su centro y su forma en una antropología total […].

[…] El romanticismo ha tentado una vez más de conservar y poner a salvo todo esto en una filosofía integral de la naturaleza y del espíritu, así como ha tratado de salvar, introduciéndola en el Tercer mundo [del sistema de Comte], la mitología del Primero y del Segundo. Pero aquí salen a la luz los límites del hombre: una cierta altura del sol del espíritu por encima del horizonte de la naturaleza hace imposible aquellos fenómenos fascinantes del surgir del sol en la mañana, donde luz y atmósfera se unen en una bruma evocadora.

¿Quizá algo parecido tiene que verificarse también en el ocaso de la historia humana? ¿Pero quién podría trazar con anticipación, aun sólo por presagio, el camino de la historia? Cuando aparece el espíritu, la cercanía de la naturaleza y la unión con ella van inevitablemente perdidas. No igual realísticamente y a menudo por error vienen comparadas a ellas las pérdidas en cuestión de religión. La apariencia de tales pérdidas es debida al hecho que en el primer estadio, que podemos documentar también retrospectivamente con una amplia serie de datos y de experiencias humanas, la relación con la naturaleza y aquella con la divinidad están entrelazadas indisolublemente la una con la otra. Un numen pensado y advertido presente en las fuerzas aún desconocidas de la naturaleza constituye la realidad central, cuyas funciones, cuyos órganos y campos de acción son los seres vivientes: animal, planta, hombre y estirpe. Sacerdotes y brujos median el contacto con las divinidades que se mueven en la naturaleza, ritos mágicos y conjuros tienen el poder de reconciliar aquellas en cólera y hacer útiles aquellas amigas. La vida humana es el arte de entenderse con la divinidad. Los muertos retornan al útero cósmico de potencias misteriosas, sea que ellas continúen existiendo en el ámbito inferior de la naturaleza, sea que – como en China y en Egipto – entren en el mundo de fuerzas divinas superiores que forjan el destino: el viviente se mantendrá siempre en relación con ellos y, mediante el culto y el recuerdo, se encomendará a sus fuerzas y a su influencia. Sexualidad y procreación vienen por eso inseridas de modo significativo en el círculo más íntimo del comportamiento cósmico religioso, y el aspecto ritual viene conectado con aquel entusiasta-orgiástico en una actitud única que involucra todo lo humano.

[…] El evolucionismo materialista, que domina el tardío mil Ochocientos, ha superado el equilibrio estoico a favor de una preponderancia del factor psíquico, pero no renuncia por eso a la actitud casi-religiosa (y siempre más pseudo-religiosa) frente al cosmos (en Nietzsche, Haeckel, Bölsche, Titius, Maeterlinck): la ascensión de la naturaleza hacia el hombre está siempre involucrada por el antiguo espíritu de religiosidad cósmica, que ahora (en la “alianza monista”), en un desconocimiento total de la situación real, se presenta como religión moderna alternativa contra el cristianismo, mientras todo un torbellino de desencadenados cosmólogos (Schuler, Klages, Mombert, Däubler, en parte Derleth) conducen al sepulcro el cadáver del gran Pan. Esta danza de los muertos hoy ha caído por largo tiempo también ella en el sepulcro, porque su programa ya no ha sido una tentativa de reconciliación que hay que tomar en serio, como había sido en el idealismo alemán, sino sólo pura literatura. Una vez más el camino de las ciencias naturales y de la técnica ha superado de largo todas estas tentativas.

El mil Ochocientos ve la lucha defensiva siempre más desesperada del romanticismo burgués contra el espíritu de la tecnificación apremiante del ámbito terrestre, que prohíbe el romanticismo a través de un reduccionismo siempre más aislado y riguroso.

El encantamiento del paisaje, practicado en el primer romanticismo (con castillos, ermitas, espíritus de la tierra y visiones del sur), viene relativizado por sus mismos inventores. Eichendorff in Ahnung und Gegenwart [Presagio y presente] quema él mismo sus escenarios; no hay tiempo que perder, desde el momento que vienen ya construidas las estaciones, y Marx trabaja en su Capital. Los poetas escapan frente a la técnica: Lenau huye hasta el Niágara – y ¡qué cosa dirían si lo vieran hoy! Sealsfield va con los indios y los aztecas, Platen al extremo sur del continente, Freiligrath a África; pero todo esto ya es superado, al interno, por la mirada más elevada de Alexander von Humboldt y por los grandes descubridores ingleses. Frente a su ethos serio y totalmente humano se disipan las últimas manías de experiencias cósmicas embriagantes, que degeneran completamente desde su altura de un tiempo hasta el nivel de la novela de aventura en Cooper, Karl May, Julio Verne, Bonsels. Reaparece esporádicamente una parte del mito convincente allí donde la antigua naturaleza queda sana y potente sobre el hombre: en Herman Melville es el mito del océano, diseñado en modo inolvidable en Moby Dick; pero ya hoy casi no hay ballenas. En Saint-Exupéry es el mito del éter puro más allá de todas las angustias de la tierra y del puro desierto en el corazón de África, donde se estrellarán sus aviones. Pero también ese romanticismo técnico es superado por la técnica que les pisa los talones: el desierto viene ya atravesado por caminos y está lleno de distribuidores de combustible; la “carretera al sur” se ha convertido en una oportunidad segura y exenta de heroísmo. En medio al mundo industrial se yergue, en Zola, el monstruo desencadenado de sangre y pulsiones, que regurgita de fuerzas ctónicas. Pero Freud ha iniciado muy temprano con su obra de domesticación.

La naturaleza ya no es una excusa para el hombre, porque lo conduce con paciencia e invariablemente siempre de nuevo a sí misma. La ciencia moderna de la naturaleza no ha solamente secuestrado la naturaleza aún no cultivada (y cuando su técnica aquí y allá ahorra y concede una parte de naturaleza salvaje, un “parque nacional”, lo hace por su gracia y es de todas maneras una parte de su proyecto de racionalización), ha incluso entendido la entera evolución de las especies como un movimiento hacia el hombre; pero su objetividad prohíbe los sueños de Nietzsche, según los cuales, como cada ser hasta ahora ha creado un superior a sí mismo, así el hombre, como miembro de la cadena natural, debe crear el superhombre. El hombre es el fin del movimiento ascendente: él ve la naturaleza como en camino hacia él. Él se encuentra de tal modo en una relación con ella diversamente íntima con respecto a cómo ello era posible según la antigua interpretación literal del relato simbólico del Génesis: su “cuerpo” proviene de abajo, en cuanto ello es naturaleza, es resultado y quinta esencia de todo ese devenir, porta en sí misma, más bien es – como Edgar Dacqué entiende la evolución – desde el inicio la exacta entelequia del todo. En la línea evolutiva de la naturaleza, que tiende incesantemente a progresar, él es el fin esperado, mientras las ramas laterales de los géneros y de las especies, que quedan inmóviles, mantienen el nivel alcanzado y lo hacen visible.

Por tanto, la profundidad natural de la existencia humana es mucho más enigmática de cuanto la psicología y la antropología precedentes permitieran soñar; y no se pueden contestar a Freud y C.G. Jung si ellos – ciertamente siguiendo a grandes precursores al tiempo del idealismo y del romanticismo – emprenden aun como científicos la «vía misteriosa hacia el interno». Desde el punto de vista psíquico ellos se convierten en pioneros de aquellas dimensiones del devenir que la biología de la evolución describe desde el punto de vista somático. Y sin embargo su campo es por eso mismo limitado. Ellos indagan lo que es naturaleza en el hombre, por tanto el primer escalón, la base, el material del espíritu. Ellos (como sus hermanos, los biólogos monistas) ponen todo bocabajo cuando, desconociendo la dirección evolutiva por ellos mismos indicada, se fatigan a explicar el espíritu proprio a partir de la naturaleza, y por eso pretenden que en la naturaleza se supere y se pierda en ella. Contra esta pretensión habla no solamente el sentido de la dirección de la genealogía, sino también la tecnificación de las raíces naturales de la vida personal, de hecho emprendida por los analíticos (queda abierta la cuestión si con una mentalidad correcta y con una correcta imagen del hombre).

Se plantea así la cuestión si todo eso significa necesariamente el abandono de aquella actitud del todo respetuosa y atenta al lenguaje de la revelación de la naturaleza, como era aún propio de Goethe y de su tiempo, a favor de una fría racionalización omni-dominante y de una tecnificación de todos los ámbitos de la naturaleza inorgánica y orgánica, incluso la esfera natural del hombre. La respuesta a esta interrogante podrá ser dada solamente al final de esta investigación. […] Pero provisoriamente se puede decir: si en el primer sentimiento de victoria la ciencia natural ha tratado de extender su método más simple y en apariencia más seguro – el método matemático y físico-químico – a todos los ámbitos de la vida, este procedimiento, contradiciendo al propio programa, ha sido un enfoque no objetivo, no correspondiente a la peculiaridad y a la exigencia del objeto, que hoy – al menos en el mundo occidental – viene reconocido como tal.

El resultado principal del movimiento fenomenológico ha sido aclarar estos problemas metodológicos de la ciencia y de exigir para cada territorio del saber un método de conocimiento apropiado, que se trata de encontrar cada vez de nuevo. Los estratos vivientes de la naturaleza no responden a una interrogación superficial, es decir aplicable adecuadamente sólo al estrato inferior de la materia; ellos exigen más bien una mirada a las situaciones vitales complejas (como han tratado de explicar Driesch, Uexüll, Portmann), y no se sustraen para nada a aquella investigación fisiognómica que por la caracterología barroca e idealista llevaba adelante, y que puede ser continuada apoyándose en el arte de Rudolf Kassner o de Max Picard o en parte también de Guardini. De este modo se salvaría también la sustancia de la época de Goethe: es cuanto muestra una mirada a Hamann, el cual, en adelante respecto al propio tiempo, ha sabido conectar un arte profundo de la inmersión en los geroglíficos de la naturaleza y un profético veto contra su profanación iluminista con una santa sobriedad del espíritu. Y con la misma seriedad profética ha dicho no a todo abuso orgiástico de los sagrados misterios de la naturaleza. Él ha podido hacerlo porque ha entendido la naturaleza esencialmente dentro del hombre y la ha mantenido así sacra en función del hombre, al cual ha llevado palabras misteriosas de Dios.

[…] Se puede pues, por el momento, caracterizar la posición cotidiana del hombre en el cosmos de este modo: el hombre, cualquiera que sea el espejo de la naturaleza en el cual pueda mirar, encuentra siempre en último análisis a sí mismo. Así él es como Narciso, aunque quizá no ama ni busca la propia imagen y no tiene que volverse dependiente. El idealismo ha sido el primero en experimentar este destino de encuentro con sí mismo: en Fichte de manera abismal y titánica (hasta cuando el aspecto trágico se ha atenuado en el último periodo, para transformarse en auto donación mística), en forma gloriosa y placentera en la fábula de Novalis Giacinto y Flor de rosa, que como espíritu y naturaleza se abrazan el uno al otro. Pero ni la interpretación panteísta ni aquella erótica eran objetivas. El hombre moderno se encuentra a sí mismo objetivamente: él indaga sus rasgos en el espejo con una objetividad par a aquella con la cual un cirujano secciona el cuerpo. Él no es por sí mismo ni un dios ni un tú. Que él tenga que comprenderse como quinta esencia de la naturaleza, que a consecuencia de eso él sea adiestrado a interpretar y a gestionar la creación en referencia a sí mismo, no es para él un pensamiento romántico y embriagante, sino una tarea seria y más bien tal de infundir miedo. La filosofía se ha en tal modo convertido en antropología, no en el sentido que fuera del hombre no se dé otra realidad, sino en aquello que toda la realidad del mundo es para el hombre, y el hombre no puede más considerarse relacionado a un ser que lo circunda (a modo de mundo). Él es el “absoluto” del mundo, que precisamente porque el mundo es confiado a su custodia, se demuestra un señor sirviente y no simplemente un sujeto absoluto. Esta necesidad les enseñará a rezar y a buscar a Dios.

[…] El hombre de hoy ya no puede ser construido según otros modelos, pertenecientes al mundo, que no sean él mismo (con eso, evidentemente, nada está decidido partiendo del hombre como imagen de Dios y como reflejo de la interna vitalidad trinitaria de Dios). La idea del hombre puede ser encontrada sólo en él y a partir de él, en cuanto él es el espíritu en medio al mundo: espíritu corpóreo y abierto. En cuanto es tal centro, él no tiene nada sobre sí mismo excepto Dios: esto hace de él el rey de la creación. Pero en cuanto rey, él debe servir, no con un dedo, sino con todo el ser. Todo su ser provee a este dúplice servicio: al mundo por Dios, a Dios por el mundo; el servicio del mundo y el servicio de Dios en unidad elevan al hombre a la dignidad de la libertad real. En tal modo el principio ético del periodo contemplativo, que era al origen de las grandes prestaciones culturales de las cuales hoy en sustancia gozamos, no ha sido perdido con la pérdida irrecuperable de los sistemas monárquicos y aristocráticos; ello queda en cambio en la época de la democracia, la imagen ideal que se impone con fuerza y debe estar presente en cada individuo.

[…] Su apertura al mundo lo hace ciertamente un creador de significado para el mundo, y no sólo, como piensa aún prevalentemente el Medievo, un ente que, mediante su “poder” de abstracción, puede descifrar las cosas y extraer de ellas los significados ya listos que Dios nos ha puesto.

Aún, no puede hacer emerger este significado de las cosas como espíritu absoluto, patrón de sí mismo, sino sólo como aquél que es hasta la raíz de su persona, responsable frente a Dios, abierto a Dios y dispuesto a servirlo y a obedecerle. Exactamente en la medida en la cual es todo eso, él es por Dios encargado de dominar sobre la creación. Exactamente en la medida en la cual escucha a Dios, él puede decir al mundo, por encargo de Dios, una palabra esencial y puede también escuchar realmente a su prójimo, y al escuchar aprender a verlo.

En el ver lo que el otro es y lo que debería ser delante de Dios, puede convertirse para él también el prójimo que, ayudándolo, determina el significado. Esto, y nada más, es comprender. Todo lo que significa participar en este acto – el conocimiento de verdad parcial, de ámbitos singulares de la creación y de la historia del mundo y de la humanidad, o también todas las cuestiones sobre la utilidad del mundo material de parte del hombre – todo queda contenido en la forma más amplia del comprender, que confiere sentido a cada conocimiento. Que el descubrimiento de esta ley elemental haya requerido siglos para aparecer de manera así clara puede ser en cualquier modo humillante para la historia del espíritu; a pesar de todo es consolador que el kairos de esta intuición sea precisamente este presente que, por lo demás, viene descrito – y describe a sí mismo – como cínicamente materialista y utilitario. Pero el hombre real y vivo no se pone de manera impune en el centro de la filosofía; las simples leyes de su vida – que él debe mirar hacia Dios y hacia su prójimo, y en tal modo no puede comportarse como un yo absoluto ni como un sujeto abstracto, sino sólo como un yo que interroga y es interrogado en relación con un tú – se dejan oír por encima y más allá de cada furia de los mecanismos. Esto ocurre, en fin, allí donde las ideologías antagonistas del Oriente y del Occidente se deben conciliar, allí donde ellas, vistas a la luz de la historia de la filosofía, son hoy ya superadas.

En cuanto ser corpóreo el hombre es solidario con el cosmos. El encuentro, considerado “hacia abajo”, se realiza a través de la espacialidad, entendida en un dúplice significado: primero, en el sentido que la dureza del choque con el cual los cuerpos se encuentran el uno con el otro, se excluyen recíprocamente en el espacio y luchan por tener un lugar en la luz, convence definitivamente el pensamiento de la objetividad del no-yo; segundo, en el sentido que, de otra parte, el hombre en cuanto ser corpóreo recapitula en sí mismo los niveles del cosmos, siente, y experimenta en sí mismo lo que el mundo es en su totalidad y, como espíritu, en virtud de su corporeidad, no sólo contiene en sí mismo – elevándolos – la planta y el animal, sino puede por último comprenderlos, hasta las dimensiones formales de espacio y tiempo, brotar en su interior. Ahora, el hombre ha ciertamente conocido desde siempre la brutalidad de un cuerpo que lo agrede; pero en el pasado le ha sido siempre posible, a través del idealismo y la interiorización, huir a la esfera de una gran y trágica exposición a los caprichos del caso: chinos, indios y griegos apostaban sobre esta superación, mediante el espíritu, de la necesidad del sufrimiento corporal. Y así estaba ya presente también el segundo aspecto, desde el momento que el pensamiento idealista ha buscado desde siempre una deducción a priori de la sensibilidad (o como culpa original del espíritu del cual él tiene que redimirse, o bien como condición previa mediante la cual el espíritu puede conquistarse a sí mismo).
Pero lo que hay de nuevo en la situación actual es que el hombre moderno, en el encuentro con el tú, ya no puede utilizar la escapada idealista, sino debe resistir al choque. Y no puede ni siquiera contentarse con una deducción a priori desde lo alto hacia abajo – es decir del espíritu – sino debe verse a sí mismo como ser natural desde abajo, a través de todos los grados de la evolución del cosmos concreto. No puede ya considerarse como un “huésped” y un “extranjero” bajado de lo alto a este mundo, como hacían con gusto también los cristianos después de los platónicos.

Él no deriva puramente de abajo, según su materialidad (como podía ser interpretada superficialmente la imagen bíblica de la arcilla); plantas y animales en su multiplicidad no son sólo arcilla, sino vida, más bien vida en salida, vida orientada, según su significado, a convertirse en hombre. Esta evolución de grados inferiores se impone en el mil Ochocientos a tal punto que, por el momento, no se ha visto otra cosa más que esto: era necesario un nuevo esfuerzo para conciliar el aspecto de la evolución con aquel de la diferencia cualitativa del espíritu respecto a la naturaleza.

Goethe fue sin duda un hombre de profundo respeto; pero también él quiere ver en la naturaleza el «misterio sagrado y público» de Dios; en el reflejo multicolor quiere encontrar la esencia «porque él es el Eterno Uno que se revela en muchos modos». Aquello que conserva y transmite hoy la herencia del idealismo alemán ha perdido el tono ingenuo de Goethe y ha resbalado desde el centro natural al límite del sectarismo: el Goethe de Rudolf Steiner ya no es Goethe, y el «eros cosmogónico» de Ludwig Klages no es aquel de la gran poesía de Goethe; el «Dios en devenir» que aflora esporádicamente en Rilke es un pobre fantasma; el cielo literario de los dioses de Kerényi ha conservado, de aquel clásico, sólo el nombre …

El mundo no es Dios: es cuanto hoy es claro a teístas y ateos. Y el mundo no está ni siquiera abierto a Dios, en el sentido que Dios intervenga a cada instante sobre ello para mantenerlo en movimiento; no se aumenta la estima del Creador cuestionando al Primer Motor cada vez que se encuentra un vacío en las causas segundas. La apologética cristiana debería ser aquí más cuidadosa después de haber hecho mucho daño; su historia, sobre todo al final del mil Ochocientos, se parece a una cadena de malentendidos bien intencionados, con la consecuencia de retiradas forzadas. Hoy somos claramente conscientes de no podernos servir de la Biblia contra las ciencias naturales, porque el fin que Dios ha perseguido con la revelación bíblica no es aquel de dar a los hombres una enseñanza de ciencias naturales. ¡Pero con cuánta fatiga ha debido ser conquistada esta prospectiva! ¿No se habría quizá podido comportar del mismo modo con las confusiones provisorias de la ciencia moderna? ¿Y en la solución de estas dificultades, así como en su ulterior elaboración, los cristianos no habrían debido colaborar, a cambio de buscar continuamente ocasiones para solicitar un intervención inmediata y una manifestación del Creador? Parece que el mundo sea un sistema en expansión, que puede ser reconducido a un instante originario: los apologéticos lo han tomado como un as en la manga para demostración de la acción creadora. Quizá. Pero quizá tenía más profundamente razón santo Tomás de Aquino cuando sostenía que la simple razón no puede demostrar que el mundo haya tenido un inicio. El mundo material contiene aspectos indeterminados: demostración a mayor razón por la libertad del espíritu, se declara, como si aquí no estuvieran presentes dos fenómenos diversos. La discusión se ha prolongado sobre la imposibilidad de que la vida provenga de la materia, una imposibilidad que sin embargo podría ser aceptada sólo si desde el inicio no existieran en la materia principios de vida.

Continúa progresando aun la discusión sobre la evolución del espíritu a partir de la vida infra-espiritual, que ciertamente sería inaceptable si la idea de evolución de la vida no fuera desde el inicio aquella del hombre (en todos estos casos la visión puramente evolucionista sería incluso siempre sólo una cara de la verdad). Los grandes saltos de la naturaleza, de un nivel del ser al otro, pueden ser un hecho; pero con eso no está aún demostrado en algún modo que para su explicación ellos hayan tenido necesidad de una causa sobrenatural.

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