¿El Estado democrático puede sostenerse sin un núcleo de valores fundamentales irrenunciables? El valor de la dimensión religiosa en la fundación de una sociedad auténticamente democrática a través de una… ¿Las celebraciones actuales del Edicto de Milán poseen alguna relevancia para la reflexión política contemporánea? 1. En realidad con el reconocimiento del cristianismo como religio licita el imperio introduce en la esfera pública un factor irreducible a su teología política, si se entiende ésta a la manera pagana, vale decir como legitimación sacra de la autoridad política[4]. Massimo Maraviglia identifica los dos aspectos “subversivos” de la nueva religión: la primacía del foro interno, el cual «llega a valorizar un ámbito por sí mismo inaccesible al Estado» y la dimensión escatológica, la que - relativizando cada reino humano - hace del Reino de Dios «el criterio de juicio del mundo»[5]. Irreductibilidad a la teología política imperial, por lo tanto - como aquella elaborada por Eusebio de Cesarea por ejemplo, - pero en realidad irreductibilidad a cada teología política, que sin embargo no detiene lo ocurrido en la bimilenaria historia cristiana: «Una historia de tentativas cuyo carácter aporético se manifiesta […] ya desde el inicio porque a cada similitudo entre las dos esferas, divina y humana, es oponible una maior dissimilitudo. O bien porque […] a cada asunción que “no es autoridad si no de Dios” (Rom 13, 1), podemos oponer la visión igual y contraria según la cual el Reino de Jesús “no es de este mundo” (Jn 18, 36)»[6]. En tal serie de senderos interrumpidos de teología política hallamos una necesidad ineludible y al mismo tiempo un necesario carácter a aporético. El poder necesita de una legitimación teológica y en eso ello reconoce su propio no absolutismo;- sin embargo, en el momento en que tal discurso de legitimación tiende a cerrarse en sí mismo - según la lógica coherente de una idea (ideología) -, ello expone el poder que legítima a la tentación ineludible de ponerse como originario, vale decir absoluto. Para evitar tal desviación, entonces, la Christianitas occidental se equipa ya desde los tiempos de papa Gelasio I (492-6) para razonar según la figura de una dualidad de poderes recíprocamente irreducibles, cuya relación se caracteriza por una tensión dialéctica (priva de síntesis) que sin embargo no esconde una asimetría jerárquica asumible en la doctrina de las dos espadas (Lc 22, 38)[7]. Obviamente la historia de los hombres no se adapta a tal modelo ideal si no “a tientas” y las tentaciones de supremacía absoluta son recurrentes en ambos polos de la dualidad. De hecho (y sería interesante recorrer las etapas más significativas)[8], la Christianitas occidental sin embargo no se aleja nunca excesivamente de tal sendero. 2. La contribución específica de Böckenförde al debate es sintetizable en la fórmula que lo ha hecho célebre: el Estado liberal secularizado vive de presupuestos que ello de por sí no puede garantizar. La génesis de tal dilema paradójico, (sintéticamente resumida aquí bajo) nos provee los instrumentos para responder a la interrogante de la que hemos partido[11]. Ante todo el concepto de Estado no es universal sino designa una forma de orden político nacido en Europa en el siglo XIII sobre la base de presupuestos e impulsos específicos de la historia europea. En segundo lugar la separación entre religión y política – que se cumple entre el siglo XVI y el siglo XVII para poner fin a las guerras civiles de carácter religioso que ensangrientan Europa - es hecha posible por una secularización en el plano de principios que se produce en el curso de la Lucha por las investiduras, la que pone fin a la res publica christiana a través de la distinción y la separación entre espiritual y secular. Nos hallamos frente a una real y propia «revolución»[12, en cuanto la desacralización no concierne exclusivamente a la figura del emperador sino al entero orden político. La Lucha por las investiduras identifica sólo la primera fase de la secularización en cuanto no se da todavía emancipación de la fundación religiosa. Una segunda fase se abre con la separación confesional de la Europa cristiana, la cual eleva la siguiente cuestión: cómo es posible la convivencia entre las diversas confesiones cristianas al interno de un orden político común. La solución que se encontró pasó a través del derrocamiento de relaciones de fuerza, o bien por el hecho que la política se colocó por encima de los requerimientos hechos por los varios partidos religiosos en lucha entre ellos, recreando así un orden político pacificado. Como es sabido, en Francia fueron los así llamados politiques elaboraron y sustentaron prácticamente un nuevo punto de vista fundado en un concepto formal de paz autónomo con respecto a la verdad y deseable como fin en sí mismo. Con Hobbes tenemos la formulación teórica más clara y significativa de este nuevo estado de cosas, en cuanto él identifica «la finalidad puramente secular del Estado, orientada hacia este lado e independientemente de la religión: asegurar las condiciones necesarias y preservar la vida civil y hacer posible la satisfacción de las necesidades de vida individuales»[13]. A la instancia suprema del Estado va por tanto atribuido un poder absoluto al interpretar la ley y al juzgar, en cuanto eso es la condición mínima para la paz y la seguridad. La ratio que tiene que guiar al soberano en su obra de gobierno es una mera razón instrumental, a la cual son casi del todo indiferentes los contenidos de verdad. La Revolución francesa lleva a cabo el proceso de secularización: la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789 afirma que el Estado encuentra su legitimación exclusivamente en su referirse a la libre personalidad individual auto determinada, es decir al individuo. El ser humano que está en la base es un «ser profano, emancipado de un destino necesariamente religioso […]. En tal modo el Estado se vuelve neutral, como tal, respecto a la religión [la cual] se remite al ámbito de la sociedad»[14]. A este punto Böckenförde plantea dos cuestiones. La primera concierne a la relación entre Estado secular y Revelación cristiana: ¿se tiene que considerar el primero un orden político a-cristiano o bien, incluso afirmándose contra el poder eclesiástico, corresponde a la Revelación? Ciertamente, la respuesta a tal pregunta necesariamente depende de la interpretación teológica y filosófica de la secularización. Sobre la estela de Hegel, Böckenförde propende hacia una interpretación positiva: el cristianismo «transciende las religiones precedentes, en cuanto su eficacia y su realización consisten precisamente en el derribar las formas sacras de la religión y el dominio público del culto y en conducir a los hombres hacia un orden racional, “temporal” del mundo, es decir a la conciencia de la propia libertad[15]». Se trata de una consecuencia muy importante de la primacía del foro interior y de la dimensión escatológica cristiana que ya hemos encontrado. En el estado secular además queda siempre posible a la fe cristiana tener un peso social y político a través de las conciencias y las acciones de los ciudadanos creyentes; en otras palabras, la libertad religiosa también es una libertad positiva. Con la segunda pregunta vamos derecho al corazón de la cuestión que a Böckenförde apremia más que todas: «¿De qué vive el Estado y dónde encuentra la fuerza que lo sustenta y que le garantiza homogeneidad, después de que la fuerza vinculante procedente de la religión no es y ya no puede ser esencial para él?»[16]. Entonces esta segunda interrogante levanta otras: « ¿hasta qué punto los pueblos unidos en estados pueden vivir sobre la base de la sola garantía de la libertad, sin tener es decir un vínculo unificante que preceda tal libertad?»[17]. Históricamente tal cuestión no viene advertida inmediatamente en cuanto en el Siglo XIX la idea de nación fundó una nueva «comunidad» y «homogeneidad» de naturaleza política y directa hacia el exterior. Pero hoy el estado nacional fatiga al desempeñar tal función unificadora en cuanto «el individualismo de los derechos humanos, conducido eficazmente, emancipa no sólo de la religión, sino también, en un estadio sucesivo, de la nación»[18]. La conclusión de tal argumentación está en la formulación del ya citado dilema: El Estado liberal secularizado vive de presupuestos que él de por sí no puede garantizar. ¿Qué hacer, entonces? El camino que los estados seculares tienden hoy a recorrer es aquel de buscar la propia fuerza legitimadora en la «satisfacción de las expectativas de vida eudemonistas de los ciudadanos»[19], yendo más allá de las propias tareas de estado social y elevando «a programa propio la realización de la utopía social»[20]. Pero a tal propósito Böckenförde está muy claro: «es ilusorio creer que un orden estatal sólo pueda vivir de la garantía de una libertad individual y finalizada a sí misma, priva de toda unión capaz de transmitir un determinado sentir comunitario, preexistente al concreto ejercicio de la libertad»[21]. 3. A la prospectiva teórica del jurista alemán se reclama Joseph Ratzinger en una importante intervención de 1984 en que se pregunta explícitamente si y cómo el cristianismo pueda ser hoy una fuerza positiva para la democracia pluralista[22]. La amenaza principal para esta última es identificada precisamente con el utopismo que surge de la incapacidad de aceptación de la imperfección de las cosas humanas. Son tres las características fundamentales de tal posición. La primera es constituida por la convicción que, considerada la no eliminable imperfección del ethos, el bien no depende de los hombres sino viene de las estructuras sociales. La segunda característica añade a la imperfección del ethos la convicción que la moral sea algo irrazonable, que sea basada es decir en convicciones individuales irracionales (prejuicios, emociones). Una moral semejante no merece obviamente ser salvaguardada socialmente y protegida jurídicamente, siendo expresión de un punto de vista históricamente contingente. El derecho, no refiriéndose ya a un modelo fundamental de justicia provisto por la moral, se vuelve por consiguiente el espejo de las ideologías dominantes. Por último la pérdida del sentido de la transcendencia propia de las sociedades secularizadas produce paradójicamente una fuga en la utopía en cuanto, aboliendo cada tensión escatológica hacia otro mundo, hace inaceptable la condición humana. El cristianismo por lo tanto podría desempeñar un papel positivo en reavivar las democracias pluralistas contemporáneas justo para el cuidado del sentido de la transcendencia que es propio de ello. Para hacer eso, según Ratzinger, hace falta sin embargo una «autocrítica cristiana» que lo eleve a un grado más alto de conciencia con respecto a las tentaciones connaturales que emergen periódicamente en su historia bimilenaria, ya en parte intuidas por lo demás por los mejores intelectuales paganos del período imperial cuando denunciaban al cristianismo como “subversivo”. Ante todo el escatologismo que anula el valor de cada realidad social terrena. En segundo lugar el rechazo a la justicia humana imperfecta que se acompaña a la afirmación de la primacía de la gracia. En tercer lugar el rechazo del cristianismo de dejarse relegar en el derecho privado, que desde los primeros siglos de nuestra era genera una pretensión de verdad en la esfera pública y que a veces en la historia se ha transformado en intolerancia política[23]. En otras palabras, la influencia positiva del cristianismo en las democracias pluralistas no es automática sino pasa a través de lo que Böckenförde llama una purificación iluminista. En fin en el Nuevo testamento no se puede encontrar una teología política (en el sentido susodicho); por consiguiente todas las teologías políticas son, en un modo o en otro, heterodoxas. Lo que se puede encontrar en el Nuevo testamento más bien es un ethos político, vale decir un modo concretamente determinado de actuar y de comportarse con respecto al poder político que es manifestación de una nueva mentalidad, de un nuevo modo de ser de la persona frente a la realidad política capaz de valorizarla en su irrenunciable función de orden de la vida social pero sin absolutizarla. Tal ethos político sin embargo no se sostiene autónomamente en las capacidades humanas sino es hecho posible por una relación con lo divino, es decir es en última instancia fundada teológicamente. Es justo esto la principal contribución que la fe cristiana puede dar a la democracia: despertando la conciencia moral y fundando el ethos la fe provee la razón práctica de un contenido y un itinerario que hacen la libertad individual sensible a las instancias del bien personal y común, vale decir capaz de auto-regularse «a partir de la sustancia moral del individuo y de la homogeneidad de la sociedad»[23]. En el caso en que esta capacidad de auto-regulación faltara, dos serían las alternativas: la disolución de la sociedad o la intervención del estado a través de sus medios principales, vale decir la coerción jurídica y el mando autoritativo, lo que privaría al estado de su propia liberalidad. Todo esto tiene una última implicación muy problemática: si la fe cristiana desempeña el decisivo rol educativo del ethos el que apenas se ha mencionado, entonces significa que la comunidad eclesial cristiana no puede renunciar a presentar aquel contenido y aquel itinerario que da consistencia a la libertad individual como algo absolutamente relevante en el plano público. Es éste el lugar de una aporia: si el estado acepta esta pretensión ya no es pluralista; si la Iglesia renuncia a ella no provee al estado eso de lo que tiene necesidad. En otras palabras, el estado, si quiere salvaguardar la vitalidad de las propias instituciones liberales y demócratas, tiene que reconocer un patrimonio fundamental de valores como presupuesto de la propia consistencia, tiene que reconocer es decir el propio lugar histórico[25]. Notas |
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Cristiandad y Estado ¿una relación asimétrica?