Cultura filosófica, ciencia y tradición humanística
autor: John W. O'Malley
fecha: 2015-04-01
fuente: Cultura filosofica, scienza e tradizione umanistica: alle radici degli ‘stili’ del pensiero
traducción: María Eugenia Flores Luna

Reproponemos, por gentil concesión del editor, parte de los §§ 2 y 3 de la introducción al volumen de John W. O’Malley, Quattro culture dell’Occidente (cuatro culturas del Occidente), trad. It. Vita e Pensiero, Milán 2007, pp. 21-29.

El aspecto de Atenas conocido hoy por la mayoría, a nivel superficial, es la cultura de Platón y Aristóteles, la cultura de un cierto estilo intelectual. Casi no existe disciplina cuya historia pueda omitir los nombres de estos dos gigantes que dominan, justamente, el famoso cuadro de Rafael La escuela de Atenas.
El platonismo, en sus diversas formas, ha impregnado a tal punto, desde la antigüedad hasta los tiempos modernos, el modo de pensar del Occidente que llega a ser casi indistinguible. Los escritos de los Padres de la Iglesia revelan claramente su influencia, y san Agustín, que incluso repudió a los ‘platónicos’, fue grandemente condicionado.

[…] La estrella di Aristóteles surge, luminosísima, con la traducción en latín de su obra completa entre el siglo XII y XIII, después de lo cual dominó la historia de las ciencias y de otras disciplinas académicas por siglos. Pero – la cosa más pertinente desde nuestro punto de vista – en el Medievo la relación entre Atenas y Jerusalén toma la forma de la relación entre ‘razón y revelación’, lo que no era, sea incluso en forma más abstracta, si no la relación entre la Biblia y (principalmente) Aristóteles. Este último no era apreciado sólo por sus obras lógicas, éticas y metafísicas, sino también por aquellas sobre los animales, los cuerpos celestes y otros fenómenos naturales, en conclusión por su ‘filosofía de la naturaleza’, de modo que la relación entre Atenas y Jerusalén pudo ser expresada, anacronísticamente, como relación entre ciencia y religión. ¿Era posible reconciliar, al menos en algún aspecto importante, esta Atenas y esta Jerusalén, no obstante la primera fuera de este mundo y la segunda de otro? En las universidades medievales en muchos creían que, al menos hasta cierto punto, la reconciliación, fuera posible.

Aquí sin embargo no me interesan ni los modos en los cuales las diversas ‘escuelas’ entendían la relación entre Aristóteles y la Biblia, ni las ideas y los sistemas filosóficos de Aristóteles y de Platón, sino un cierto modo de aprender y discutir inaugurado por ellos y que recibió su forma más rigurosa, meditada y al mismo tiempo agresivas en la universidad del Medievo. Estoy hablando del estilo analítico, problemático, dubitativo, sin pausas ni ralentizaciones en las cuales estamos inmersos aún hoy nosotros los académicos, de aquel estilo de aprendizaje que non está nunca satisfecho, critica todos los conocimientos adquiridos, tiene hambre insaciable de nuevas preguntas y está siempre pronto a proponer nuevos puntos de vista; del estilo de aprendizaje, agonístico y controversial casi por definición, que tiene en grandísima consideración el argumentar correcto.

El Sócrates de Platón sondeaba y casi provocaba a sus interlocutores con preguntas que aspiraban a un análisis desapasionado del argumento de turno: ¿Qué es la virtud? ¿Qué es la justicia? Pero fue Aristóteles quien extendió la investigación a casi todas las ramas del saber, con una codificación masiva de observaciones del mundo sensible y de reflexiones sobre el alma y sobre la estructura metafísica del universo. Entre todos estos códigos el más impresionante fue aquel de la lógica, de la dialéctica y de la retórica, es decir de los mismos procesos del razonamiento y del discurso humano. Boecio transmitió al Medievo, en traducción latina, mitad de los escritos de lógica aristotélicos, que fueron estudiados y asimilados mucho antes que el resto de sus obras fueran disponibles. Fueron justo estos escritos los que dieron a la cultura académica su carácter fundamental, vale decir el basarse, como principio, en datos bien confirmados y en un razonamiento compacto.

Si el estilo discursivo de la cultura profética es el grito, la proclama, el lamento, el comando, el ladrido, la paradoja, aquel de la cultura académica es el discurso lógico y riguroso, del hemisferio siniestro, que apunta directo a la solución. Como en la cultura profética, no viene tolerada alguna falta de rigor, sino mientras una goza de las dicotomías más generales posibles, como bien-mal o Dios-Mammón, el otro se complace de un minucioso examen de los detalles que genera distinciones exactas, formuladas por medio de conceptos definidos en modo preciso. De estos conceptos nacerán luego nuevas preguntas y quizá andando adelante así, también las intuiciones o la construcción de una síntesis general.

La más grande y duradera conquista institucional del Medievo fue quizá la creación de la universidad, que ha mantenido su reconocible identidad, en cuanto a ethos, y características de base, no obstante ocho siglos de vicisitud. Ha sido la universidad la que estimuló, produjo y albergó un estilo de aprendizaje que ha resistido hasta nuestros tiempos y, más bien, en los últimos cien años ha crecido aún en virtud y credibilidad: el estilo del especialista del saber, públicamente certificado como tal, lleno de títulos académicos, hábil en usar una terminología especializada y métodos argumentativos altamente formalizados. Mientras la reforma gregoriana fue un gran cambio en la historia de la cultura profética, aquí el cambio – de enorme importancia – viene con la recuperación de Aristóteles y la fundación de las universidades.

En el siglo XII el descubrimiento de los escritos de Aristóteles favoreció el nacimiento de la universidad, cuyo estilo intelectual se formó también gracias al potente estímulo proporcionado por sus obras lógicas y dialécticas. El resultado fue aquel que conocemos como ‘escolasticismo’, es decir un conocer a la manera escolástica o académica, a la manera de los universitarios. Para adquirir esto modo de aprender se necesitaba pasar años en las ‘escuelas’, que entonces tenían programas fijos, libros de texto oficiales, exámenes formales, facultades organizadas por disciplinas y profesiones – por ejemplo, leyes o medicina – y una certificación pública del título conseguido: bachiller de artes, maestro de artes, doctor en medicina, doctor en filosofía.
Esta cultura es radicalmente diversa de aquella profética ya sólo por el hecho de haberse desarrollado, a partir del Mil Doscientos en adelante, en una maciza realidad institucional. A partir de esta época es casi imposible hablar sin hacer referencia a la universidad y a instituciones análogas; los lugares a ella congeniales son el aula escolástica, el laboratorio, la biblioteca, la ‘habitación de los cerebros’, el instituto de investigación, las reuniones – sólo para especialistas – de las sociedades científicas. Son estos sus conventos.

Y venimos a la historia de la gran literatura y de los modos de interpretarla y estudiarla. Las generaciones más recientes han olvidado, o nunca han sabido, que Platón y Aristóteles perdieron la batalla por la educación de la juventud en el mundo greco-romano, ganada en cambio por personas como Isócrates, que completaron un trabajo iniciado en gran parte por los sofistas. Cicerón, Virgilio, san Ambrosio e san Agustín adquirieron, gracias a la educación recibida, capacidad e ideales propuestos no por Platón, Aristóteles u otros filósofos atenienses, sino por una tradición basada en las bellas letras. Hicieron estudios de poesía, teatro, historia y retórica (en el sentido de oratoria), adquiriendo aquella preparación que luego hubiera sido llamada ‘humanística’. Es verdad que después de los estudios institucionales algunos de ellos hubieran hecho propias los enseñanzas platónicas, aristotélicas, estoicas y de otros, pero no así a fondo como para perder su cultura de base, aquella en la cual habían sido criados.

Esta cultura literaria sobrevive, en formas eclécticas y a veces fragmentarias, en el Medievo, hasta tocar un nuevo apogeo con san Bernardo y sus hermanos cistercienses justo mientras comenzaba a afirmarse la cultura hermana y rival de las universidades; de otro lado, hasta el advenimiento de esta última, la cultura literaria fue indiscutiblemente la cultura del Occidente.

Fue ésta la cultura que los humanistas del Renacimiento eficazmente entronizaron cuando resucitaron los géneros literarios antiguos y pusieron las bellas letras al centro de los estudios, y fue propio tal restauración el motivo originario por el cual su época viene llamada Renacimiento: es éste el ‘momento-eureka’ de aquella que yo llamo ‘cultura tres’, que entonces podía definirse por contraste con un adversario importante, la universidad. La palaba de orden implícita de la cultura dos era ‘buena argumentación’; aquella, del todo explícita, de la cultura tres era ‘buena literatura’ (bonae litterae). Con esta expresión los humanistas entendían las obras maestras literarias de la antigüedad griega y latina; e incluso fueron sus contemporáneos y ellos mismos quien dieron, en una curiosa simbiosis, algunos de las primeras contribuciones duraderas al gran corpus de las obras maestras en vulgar, que desde entonces ha continuado a crecer casi exponencialmente hasta hoy.
Esta cultura literaria ha triunfado y continúa triunfando en el mundo occidental sobretodo porque también los humanistas, como ya habían hecho las universidades con ‘la cultura dos’, crearon una potente máquina de adoctrinamiento y propaganda, la escuela superior humanística, con sus diversos nombres: Gimnasium, Lycée, Liceo, Public School, Grammar School, Latin School, hasta las academias femeninas. Pero ha triunfado también invadiendo, y en algunos casos trasformando, desde el Mil Seiscientos, la así llamada facultad universitaria de las Artes, y por tanto por buena parte de su historia va considerada, como cultura dos, a través de sus expresiones institucionales.
Los altos ideales considerados por esta cultura se realizaban en la literatura, comenzando por la poesía; ya Homero era el maestro de la Grecia. En poesía prevalecen las razones del corazón, en una forma de discurso más circular que lineal, y si la cultura dos busca definiciones precisas, la tres, al menos bajo este particular aspecto, se complace de la ambigüedad y de la rica estratificación de los significados.
Cualquiera que sea su objeto, la Rosa enferma de Blake no habla ante todo de una planta. Para los cristianos la Escritura se vuelve un libro en el cual cada versículo y capítulo está cargado – felizmente – de múltiples sentidos, todos igualmente válidos. Dante construye intencionalmente la Comedia en modo de darle un cuádruple significado.

En esta tradición los profesores tendían a menudo a un enfoque didáctico basado en las ‘bellas letras’, pero los mejores de ellos entendían también que la literatura refleja la complejidad de la vida y la nublada penumbra en la cual a veces tenemos que tomar una decisión, que la literatura es un reflejo puesto delante de la vida, que nos ayuda a dar sentido a la experiencia y enciende nuestra imaginación moral, y si en los últimos siglos los ‘clásicos’ se han convertido siempre más en negocios sólo de los especialistas de latín y griego, este rol de literatura sapiencial ha pasado al drama y a la novela. La literatura da un placer estético, pero al darlo funciona como invitación, gentil y convincente, para vernos a nosotros mismos y nuestros dilemas con ojos ajenos. Huck Finn, Jim, Tom y tia Polly nos revelan partes de nosotros mismos.

El programa educativo, o paideia, que alimentaba este ideal cultural comprendía, además de la poesía, la retórica, o arte de hablar en público. El orador – término virtualmente sinónimo de estadista o político – se ocupa de problemas contingentes: ¿debemos hacer la guerra ahora, en esta situación? Por eso debe usar argumentos probables, buscando la solución que dé mejores garantías de suceso, aunque no la certeza. Por tanto, incluso el hombre de estado se mueve, como el poeta, en un mundo ambiguo, muy diverso de aquel de la cultura dos, en la cual por tradición se argumenta a partir de primeros principios, en dirección de una verdad cierta y demostrada. En otras palabras, las culturas dos y tres tienen enfoques diferentes a la solución de los problemas: el estadista de la tres quiere, como el profeta de la uno, cambiar para mejorar la sociedad, pero trata de llegar individuando un terreno común a las varias partes del juego, y sabe que debe ser versado en el arte del acuerdo; no evita negociar. Si el profeta mira a Jesús venido a traer la espada, el estadista mira a Jesús príncipe de la paz.
Los valores fundamentales que dan forma y firmeza a esta cultura funcionaban, y a menudo de modo explícito, ya en sus inicios. Isócrates, contemporáneo de Platón pero más joven que él, había sido muy influenciado por los sofistas. Era un profesor de oratoria, pero reaccionó a las críticas de Platón – que lo habían conmovido mucho – tratando de volver intelectualmente y moralmente respetable la tradición sofista.

Como educador juzgaba irrealizable el modelo pedagógico platónico, que gastaba la mayor parte de la vida de un hombre y lo aislaba de los problemas más urgentes de la sociedad, produciendo intelectuales de torre de marfil y no los hombres de acción, dedicados al servicio del bien público, de los cuales había necesidad. En cuanto al tipo de aprendizaje defendido luego por Aristóteles, y sobre todo a su ‘filosofía natural’, estaban aún más lejos de la vida de la polis: no tenían que ver con los problemas humanos sino con especulaciones abstractas sobre los animales y el mundo físico.

En último análisis, la cultura representada por Platón y Aristóteles persigue con particular celo la Verdad; aquella representada por Isácrates y por sus secuaces da más importancia a lo Bueno. En su búsqueda de la Verdad la cultura dos produce en continuación nuevas verdades menores, mientras la cultura tres reelabora interminablemente un pequeño número de valores fundamentales que ni siquiera tienen necesidad de argumentación. ¿Quién negaría que el amor haga girar el mundo o que la lealtad hacia la familia, los amigos y la patria sea admirable o que la injusticia sea odiosa, por no hablar de la traición?

Esta cultura no da un particular valor a la ‘originalidad del pensamiento’ en cuanto tal (más bien puede incluso mirarla con sospecha), sino da aquella sabiduría que sabe convertir viejas verdades en algo útil de modo siempre nuevo al bien común. Un biógrafo de Eleanor Roosevelt ha escrito de ella: «No era una pensadora profunda, ni sus posiciones filosóficas eran muy originales. [ … ] Elaboraba ideas ya existentes y las aplicaba a los problemas del momento [… ]. No obstante su pragmatismo se conformó toda la vida a un conjunto de valores absolutos que derivaban de principios de honestidad, de justicia y de las enseñanzas de Cristo; las bases de su filosofía eran el cristianismo social y una fe fundamental en la democracia», Eleanor Roosevelt presidió, con paciencia y coraje, el comité que en 1948 produjo la epocal Declaración Universal de los Derechos del hombre de las Naciones Unidas.

Isócrates deseaba que los problemas humanos fueran afrontados de modo humano; y el modo humano era el modo de la palabra, este don de los dioses que distingue al hombre de los animales. Tocaba a la palabra comunicar aquellos ideales elevados y nobles tantos que tienen unida la sociedad y suscitar, a través de la moción de los afectos, admiración y profunda dedicación con respecto a ellos. Por eso en esta cultura la elocuencia era sí un valor profundamente radicado, pero en cuanto ligada al bien común. En el centro de la cultura tres había un imperativo moral; enseñar la rectitud del comportamiento era igualmente importante que la adquisición de habilidades técnicas y conocimientos. Esta es la cultura de la mediación humana y de la responsabilidad civil.

Puede parecer que yo considere todas las grandes figuras literarias del Occidente, al menos en el Medievo y en el Renacimiento, expresión directa de tradiciones que remontan a la antigüedad clásica; pero hasta en el caso de Petrarca, el ‘padre del Humanismo’, la dependencia es clara sólo por sus obras latinas, que hoy ya nadie lee; para Dante – como para Shakespeare y otros – es aún más lábil. No obstante eso las literaturas en lengua vulgar representadas por estos tres autores fueron en parte plasmadas, a veces muy profundamente, por la herencia clásica.

Es ésta, pues, la cultura ‘humanista’ que hasta la mitad del siglo pasado ha formado a la mayoría de los hombres (y desde el Mil Seiscientos, prácticamente, todas las mujeres) que han tenido la posibilidad de hacer estudios regulares. De por sí tales estudios no producían la gran literatura que es un aspecto constitutivo de la cultura tres, sino eran un elemento decisivo de sus precondiciones. En la esfera pública la cultura tres ha producido molinos de viento así como la dos ha producido dogmáticos obtusos, pero han salido también Franklin y Eleanor Roosevelt, como ha salido Winston Churchill, cuya elocuencia sabía «comandar la lengua inglesa y mandarla en batalla». Y en tiempos relativamente recientes ha encontrado su máxima expresión en los documentos del concilio Vaticano II (1962-1965).

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