El sentido de las cruzadas
autor: Franco Cardini
fecha:
fuente: Il senso della crociata

1. Cruzadas

1.1 Una memoria embarazosa

La execración por las cruzadas es casi unánime: fueron el primer ejemplo de guerra colonial de la historia, bautizaron la locura de los pogromos1, constituyeron un triste modelo de de guerra entre religiones. El mundo musulmán afirma que esa fue la primera agresión de occidente contra oriente: y no sirve de nada replicar que si se habla de agresiones, fue el Islam el que la desencadenó, con la Jihad entre los siglos VII y X. Es más para algunos la cruzada fue la forma cristiano medieval del eterno conflicto geopolítico que desde siempre (al menos desde las guerras entre Grecia y Persia) enfrenta a oriente y occidente.
Voltaire ha maldecido las cruzadas, guerras de ignorancia y fanatismo. Sin embargo, los guerrilleros vandeanos que lucharon en contra de la tiranía jacobina, los cristeros mejicanos comprometidos con la defensa de sus tradiciones cristianas, los católicos españoles que se levantaron contra la república atea y persecutora han enarbolado con más ardor el nombre y la fascinación de la cruz sobre sus estandartes. Pero entonces, ¿De que se trata este recuerdo que embaraza y fascina a occidente? Las cruzadas nacen sin llamarse así: A finales del siglo XI no existían las cruzadas, pero si existían los “cruzados”, es decir los marcados con la cruz, los peregrinos que se dirigían a Jerusalén, quienes como signo de tal viaje, llevan cocida o recamada en la espalda, en el pecho o también en las alforjas una pequeña cruz (como los que van a Santiago que llevan conchas o los que van a Roma las llaves de Pedro).
A finales de siglo XI, en el concilio de Clermont en 1905, el papa Urbano II señala a la inquieta clase caballeresca de Francia – exhausta por las continuas guerras internas- una nueva tarea: Partan los caballeros deseosos de honor y botines hacia oriente, por el camino de los peregrinos, porque el emperador de Bizancio necesita valerosos guerreros con los cuales afrontar la avanzada de los turcos en Anatolia.
Pero en ese ocaso de siglo, en Europa se vive un nuevo fervor religioso, se sabe que los turcos también ocuparon Jerusalén, imponiéndose sobre los árabes que eran más indulgentes y civiles; y también se sabe que amenazaban y obstaculizaban a los peregrinos. Es muy discutible que esto corresponda a la verdad, pero la noticia se extendió y junto a esto se extendió el deseo de un peregrinaje redentor, el último de la historia, aquel que llevará a todo el género humano al valle de Josafat y que coincidirá con el reino de los cielos. Inermes o casi inermes peregrinos siguieron a los caballeros: ahora Iter milites (NT: El camino de los militares) y peregrinatio pauperes (NT: La peregrinación de los pobres) coincidían. Las cruzadas nace, casi ex abrupto.
¿Pero como se llegó a esa situación?

1.2 Las cruzadas entre peregrinación y guerra santa

Quien en el pasado ha afirmado que se pueden estudiar las cruzadas, en primer lugar como guerra, es más como guerra “santa”, es porque ha encontrado sus orígenes bien sea en el cristianismo triunfal y marcial de Bizancio (el de las luchas contra el Islam durante los siglos VIII y IX entre las dinastías isaúras y macedónias), o bien sea en la sacralización de la guerra a expensas de la cristianización de Europa oriental que se constituyó en el occidente de los emperadores carolingios y otomanos.
La guerra contra los paganos y misión: Es un ligamen trágico que se muestra demasiado pronto, es decir a partir del último cuarto del siglo VIII. En un mundo cristianizado de manera forzosa pero no íntimamente, en sus instituciones pero no es sus estructuras, en los ritos pero no en las costumbres, es en donde aflora – en la guerra contra los sassos o los eslavos paganos- el tema de la elección entre bautismo o muerte que el vencedor cristiano impone al infiel vencido. Este tema lo encontraremos mas tarde en los cantares de gesta que serán el espejo de la lucha contra el Islam, pero que también recordarán aquellos lejanos acontecimientos.
El cristianismo que presidía tales actitudes tenía una impronta veterotestamentaria y apocalíptica: Un cristianismo sacral y real, que llevaba sus reliquias a la batalla, bendecía sus armas, cuyos obispos feudales eran más expertos en el arte de disponer las tropas para la batalla o en hacer salir un oso de su cubil o en perseguir un jabalí, que en la ciencia y los ritos del Señor.
Un cristianismo heredado del cristianismo legionario de Teodosio y Justiniano y recorrido por el potente soplo barbárico de los hijos de la floresta y de la estepa que habían aceptado el bautismo, y talvez de forma sincera, pero sin haber dejado totalmente sus antiguos dioses, señores de las batallas y las tempestades. Un cristianismo casi sin Evangelio. Sin embargo, al menos, al comienzo de las cruzadas no fue así, no habían estandartes del Arcángel Miguel ni la cruz empuñando la espada. Ante todo, bajo ciertos aspectos, hubo un gran y repentino desarrollo demográfico, agrícola, social, económico que tomó fuerza en los últimos decenios del siglo X y termina en siglo siguiente
Se le llama repentino porque los terrenos, escasamente abonados, tendían a agotarse pronto y por tanto asentamientos enteros de campesinos se encontraban con la necesidad de cambiar de sede periódicamente.

Por tanto en el siglo XI, juega un papel protagónico el camino sobre el que se encontraban campesinos en busca de tierra, mendigos, peregrinos, pecadores itinerantes, los primeros mercaderes, los más diversos vagabundos por cuestión de casta o por vocación desde quien busca la conveniencia a quien busca la aventura caballeresca. En cierto sentido, durante estos años, todos tienen, quizás por casualidad, un poco de peregrinos; nadie omitía el detenerse en los santuarios que poblaban Europa como estrellas en el firmamento, cualquiera que fuese la razón principal de su viaje si se encontraba un santuario famoso (como los de Santiago de Compostela, Mont Saint Michel, Le Puy, Conques) o no tan famoso. En Italia, el camino que desciende de los Alpes por Piacenza y Lucca hasta Roma es el mismo camino Francés, el camino de los peregrinos al otro lado de los Alpes: este camino lleva a la ciudad del papa, al santuario de San Michele del Gargajo y a los puertos de Puglia desde donde pasando el Adriático y prosiguiendo a través de los Balcanes, se puede llegar hasta Constantinopla, relicario inmenso con las dimensiones de una enorme metrópoli. Los lugares de peregrinación (mayores y menores) estaban unidos por una frondosa red de caminos en los cuales, a manera de etapas, habían parroquias y abadías a cuya sombra se abrían hosterías que todos los días ofrecían alimento y descanso y donde periódicamente se organizaban días de mercado que coincidían con las festividades del santo local (las “ferias”).
Esta movilidad; esta lozanía de vida económica y cultural – de las cantinas de las ferias nacieron los cantares de gesta, y no faltaron peregrinos que, visitando las abadías, expandirán la fama de sus bibliotecas- se inserta en un mundo feudal que en ese momento estaba en crisis de trasformación.
Hacia finales del siglo X, para apaciguar o al menos para contener las continuas guerras entre bandas feudales -que se enfrentaban sobretodo en Francia e impedían el desarrollo comercial y la vida serena de los centros habitados- los obispos de algunas diócesis del centro y sur de Francia se reunieron en sínodos de los que, más tarde, nacieron los movimientos Pax Dei y tregua Dei. En la práctica, teniendo en cuenta del endémico estado de guerra, se declaró la pena de excomunión a quienes violentasen ciertos lugares (los mercados, las áreas adyacentes a los santuarios) o ciertas categorías de personas (clérigos, peregrinos, los indefensos en general) y se declaró como sacrílego el combatir en ciertos días de la semana. Para asegurar el respeto de tales prescripciones, se organizaron las “ligas de paz”, una especie de armadas populares pero comandadas por feudales o caballeros “convertidos”, que se encargaban de castigar a los violentos y de hacer entrar en razón a los porfiados.
No era solo una medida policíaca: tras las “ligas de paz” no había solo guerreros “arrepentidos” y campesinos hastiados por el clima de inseguridad. El siglo XI fue un tiempo de reforma de la Iglesia: no solo institucional sino también moral. Algunos monasterios promovieron estas reformas, por ejemplo la abadía de Cluny, gran motor dinámico de ese periodo, que apoyó de manera infatigable la habilitación de tierras productivas y la construcción de nuevas iglesias, el culto a los santos y el peregrinaje. En gran parte, gracias a esta iniciativa, resurge la peregrinación a Santiago de Compostela, fenómeno que tenía una estrecha relación con la reconquista cristiana de España y la cual fue conducida no solo por las milicias cristianas locales, sino también por caballeros-peregrinos provenientes del otro lado de los pirineos. No es casual que la saga de Orlando esté relacionada con un paso pirenaico y con las luchas en contra de los hispano-musulmanes. Por tanto no solo se movilizaban los *campesinos necesitados de tierras nuevas tierras, también lo hacían los *descendientes de una aristocracia feudal empobrecida por el alza en los precios, por el surgimiento de la economía monetaria, por la pulverización, el desmoronamiento del patrimonio familiar; y además los militares y caballeros, quienes lo único que poseían eran sus propias armas y uno o dos caballos y además transitaban los caminos de Europa en compañía de uno o dos criados, pero estaba acompañados, sobretodo con sus sueños y su resistencia.
El “caballero errante”, figura errante de la existencia efectiva de la cual muchos han dudado, era un realidad: pero mucho menos “bella” (al menos desde el punto de vista histórico, pero no por ello menos fascinante) de los que nos querrían hacer creer los romances caballerescos escritos entre los siglos XII y XVI. En la práctica debía tratarse de personas pobres que, a parte del pillaje, no tenían mas recurso que el reclutamiento mercenario pagados por algún potente. Esta clase de guerreros, de la cual España era una reserva tradicional, no estaban necesariamente de parte de los cristianos: No era raro ver que guerreros cristianos estuviesen al servicio de emires árabes-hispánicos o magrebos. De alguna forma la diáspora caballeresca era un signo de los tiempos. Casó extremo fueron los normandos, cuyos aristócratas guerreros se esparcieron prácticamente por todas partes buscando tierra y dinero. Encontramos mercenarios normandos en Italia meridional, en Asia menor pagados por empresarios bizantinos y en la Inglaterra sajona. En muchos casos hicieron fortuna: por ejemplo los Altavilla, que en el lapso de pocos decenios se enseñorearon de Italia meridional y Sicilia; o los Beomondo de Taranto que con la primera cruzada se convirtieron nada menos en los príncipes de Antioquia. La Iglesia de ese tiempo –especialmente la gran congregación cluniacense así como el ambiente de prelados e intelectuales quienes habrían tenido en Hildebrando de Soana, que luego llegó a ser Gregorio VII, su máxima y políticamente más lúcida expresión- tuvo la genial invención de conferir un sentido a estas guerras y conquistas, es decir de inculcar a estos guerreros el ideal de servir a la causa cristiana y a la cátedra de Pedro. Desde Inglaterra hasta España y Sicilia, los conquistadores marchaban llevando en su derecha el vexillum Petri, el estandarte pontificio que el papa les concedía y que al mismo tiempo justificaba y legitimaba sus conquistas- al menos a los ojos de la cristiandad occidental- y además prefiguraba una especie de relación feudal entre ellos y la cabeza de la iglesia, pues el momento de la concesión del estandarte era un gesto típico con el que el señor feudal realizaba el acto de investidura de un vasallo. De esa forma, poco a poco nacía, sobre presupuestos aparentemente contingentes, un nuevo modo de ser miles Christi, “guerreros de Cristo”: hasta ese momento, tal expresión se había usado para designar a los mártires y a los ascetas; ahora era empleada para indicar a los caballeros que aceptaban dedicar todas sus fuerzas al servicio de la Iglesia. La nueva ética caballeresca de lucha por la justicia y defensa de los débiles nació como una ética penitencial que se proponía a una clase de combatientes profesionales para quienes la lucha y el riesgo de la vida se convirtieron en un medio de salvación espiritual: en esto ya se encontraba en germen la esencia del espíritu de las cruzadas
Pero la lucha contra el Islam, sobre la cual se habían catalizado estas energías específicamente entre España y Sicilia, también se llevaba a cabo en el mediterráneo y sobre todo en el tirreno donde los jóvenes marineros genoveses y pisanos consolidaban sus dominios en Córcega y Cerdeña; de esta forma hacían retroceder lo que quedaba de los reinos de corsarios musulmanes establecidos entre los siglos VIII y IX, en sus tradicionales bases de las Baleares y en la costa septentrional del continente africano.
Esta lucha por el dominio del mar y la seguridad comercial, llevó a los marineros-mercenarios cristianos a saquear el puerto sarraceno de Palermo y a expugnar algunas ciudades del norte de Africa, llevaba consigo una fuerte tensión religiosa –por el hecho de ser llevada a cabo contra los “infieles”- que de todas formas no se puede ser tomada como pretexto; aunque habían ciertos intereses, en el fondo se trataba de una guerra entre corsarios.
De esta forma, en toda la cuenca del mediterráneo-occidental desde España hasta Sicilia, era la primera vez que desde los tiempos del profeta debía retroceder el Islam (que además no era la entidad unitaria que imaginaban los occidentales) debido al empuje de un occidente que en ese momento había despertado. Una cristiandad refundada alrededor del pontífice romano, con ciudades de un lozano mercado y un gran comercio, con puertos colmados de naves para protegerse de los derrotados orientales, una cristiandad que necesitaba una idea-fuerza que asociase el nombre cristiano con la explosión de energías gracias a las cuales ella se sentía renovada. Lógicamente esto desembocó en algo que luego fue mirado con sospecha, en las cruzadas: no es casual que algunos historiadores hayan llamado “precruzadas” las empresas cristianas llevadas a cabo por España o Sicilia en el Mediterráneo antes del “fatal” 1095. Pero, en eso candente momento, las cruzadas fueron fruto de las circunstancias, por no decir de la casualidad, un camino emprendido casi a ciegas debido a la presión de fuerzas tan imprevistas como desbordantes. (…)

1.3 Las cruzadas de los siglos XII - XIII

El reino de Jerusalén y los principados adyacentes ciertamente no se pueden considerar solo como entidades políticas “occidentales”, pero tampoco se convirtieron nunca en entidades políticas “orientales”. Respecto a occidente nunca han adquirido autonomía ni espiritual, ni política, ni económica, ni militar. Por otra parte ellos nunca la buscaron, al contrario, necesitaban del papado y de la cristiandad occidental para mantener su legitimidad histórica; necesitaban de los peregrinos occidentales y de los mercados latinos, para asegurarse la relación con la madre patria y por tanto la justificación tanto espiritual como económica; para recibir en ciertos periodos ayuda militar por parte de Europa y así luchar contra un Islam que estaba en camino de reorganizarse y consolidarse. La organización de las grandes cruzadas de los siglos XII y XII, muestra claramente la crisis y la agonía de los principados franco-siriacos. Aunque en esas expediciones tomaron parte los más grandes soberanos de la cristiandad, todas terminaron en derrotas, algunas más clamorosas que otras. Además en todo o en parte constituyeron maniobras muy diferentes respecto al fin, declarado y primario, que se tenía: la defensa o recuperación de Tierrasanta.
[“La primera cruzada (1096-1099), predicada por el papa Urbano II en el concilio de Clermont. Millares de hombre enardecidos por Pedro el ermitaño marcharon hacia oriente, llegaron diezmados al Asia menor y allí fueron exterminados por los sarracenos. Adoptaron como emblema una cruz de tela cocida en el pecho, de donde deriva el nombre de cruzados. Un ejército regular formado por franceses y alemanes, al mando de Godofredo de Boullion, se apoderó de Edesa, Nicea, Tarso, Antioquia y Jerusalén (1099), donde Godofredo fue proclamado rey. – N.T.2]
La segunda cruzada (1147-48) se organizó después que cayó Edesa en manos del atabeg (“gobernador”) de Aleph y Mosul; esta cruzada fue predicada por Bernardo de Clairvaux, conducida por los reyes Conrrado III de Alemania y Luis VII de Francia pero se detiene en los muros de Damasco, consumiéndose en una asedio tan absurdo (ya que los Damascenos habrían podido ser sus aliados contra los atabeg) como vano.
La tercera cruzad tuvo su causa principal en la profunda conmoción que causó en Europa la reconquista musulmana de Jerusalén en el año 1187 comandada por el gran guía kurdo Salah-ed-hin (conocido como “Saladino”). Esta empresa estuvo comandada por el emperador Federico I, por Felipe II rey de Francia y Ricardo Corazón de León rey de Inglaterra, pero no se concluyó nada: El emperador murió en el viaje, los soberanos de Francia e Inglaterra (que además eran rivales) se limitaron a contribuir para reorganizar el nuevo reino cruzado colocando como capital el puerto de Acre y permitieron la fundación de un nuevo reino cruzado en la isla de Chipre.
Debido a la pérdida de Jerusalén, la idea de cruzada tuvo un primer gran cambio de rumbo: ya no se trataba de defender sino más bien de recuperar la ciudad santa. Ese es el programa de los pontífices del siglo XII a partir de Inocencio III pero se quedó sin ser ejecutado.3
La cuarta cruzada, que estuvo a cargo de algunos nobles franceses, alemanes e italo-septentrionales, sobretodo de Enrique Dandolo, duque de Venecia, quien proveyó la flota para el viaje. Sin embargo esta cruzada no llegó nuca a tierrasanta por que los cruzados se quedaron en Constantinopla y sacando provecho de una crisis dinástica se adueñaron de la ciudad y de todo el imperio bizantino el cual se repartieron entre ellos, dando vida al llamado “imperio latino de Constantinopla” (1204-1261). La república de san Marino fue la verdadera beneficiada pues pudo monopolizar las rutas comerciales. Con la toma de Constantinopla por parte de los cruzados, se repitieron escenas barbáricas que sin embargo los occidentales colorearon con fe religiosa y con la fascinación delante de las fabulosas riquezas bizantinas. Leamos el relato de un “pobre caballero” francés testigo ocular de tal empresa, el guerrero y cronista Roberto de Clari:
“Después de la toma de la ciudad y que los peregrinos fueron acuartelados, como ya lo he narrado, y después que los palacios fueron ocupados, se encontró una cantidad extraordinaria de riquezas. El palacio de Bucoleon era tan rico y estaba construido en la forma que narraré: En este palacio, que había ocupado el marqués (de Montserrat), habían quinientas salas todas, comunicadas y con mosaicos de oro, habían más de treinta Iglesias entre grandes y pequeñas. Una de ellas que se llamaba Santa Capilla, era tan rica y noble que no tenía ni una cerradura, ni cerrojo, ni clavo que fuese de hierro, sino que todos eran de plata; no había columna que no tuviese diaspro, pórfido o suntuosas piedras preciosas. El piso de la capilla era todo de mármol blanco, tan bruñido y traslucido que parecía cristal; la capilla era tan rica y espléndida que no se podría describir la belleza de forma adecuada. Dentro de esta capilla se hallaron muchos relicarios antiguos: se encontraron dos pedazos de la verdadera cruz, tan largos como la pierna de un hombre y tan anchos como media cabeza; se encontraron el hierro de la lanza con la cual a Nuestro Señor le traspasaron el costado y los dos clavos con los cuales fue clavado en la cruz atravesándole las manos y los pies; se encontró en una ampolla de cristal gran parte de su sangre; allí se descubrió la túnica que llevaba puesta y que le fue quitada cuando lo condujeron al monte calvario; se halló la bendita corona con la que fue coronado hecha de juncos marinos afilados como espadas; se encontró el vestido de Nuestro Señor, y la cabeza de monsieur Juan Bautista y tantos otros relicarios que no podría describir ni de los que podría decir con exactitud su número”.
Inocencio III no aprobó la aventura de Constantinopla; pero se adaptó, visualizando en esto un medio providencial para la solución del cisma de oriente. De todas formas, durante el concilio de 1215, replicó que uno de los deberes principales de la cristiandad seguía siendo el passagium generale, la cruzada para la recuperación de Jerusalén. De manera que se organizó una nueva empresa, bajo la guía del legado pontificio el cardenal Pelagio; quien adoptó una nueva estrategia atacando los grandes puertos egipcios que estaban en el delta del Nilo. Se pensaba que de esta forma el sultán del Cairo, economía que dependía esencialmente de comercio de Alejandría y Damasco, gustosamente habrían cedido Jerusalén para inducir a los cruzados a que desalojaran un área tan vital de sus territorios. Pero la campaña se llevó a acabo sin tener en cuenta el régimen de las aguas del Nilo y terminó en un desastre.
No es muy exacto considerar como una cruzada aquella empresa conducida por el emperador Federico II entre 1228/92: extraña cruzada que le granjeó a su jefe la excomunión por parte de Gregorio IX. El hecho es que el soberano suabo negoció con el sultán del cairo Malik al-Kamil, descendiente de Saladino, el retorno pacífico a manos de los cristianos de una parte de la ciudad de Jerusalén; lo cual dio lugar a un equilibrio muy precario hasta el 1244 cuando la ciudad fue asaltada y conquistada por los nómadas provenientes de Kwarezm y sus habitantes empujados a emigrar hacia el oeste debido al acoso de la oleada de los mongoles.

Con los mongoles de Ginghis Khan, sus herederos y sucesores se abre otro capítulo en la historia de las cruzadas. El hecho que los príncipes mongoles tuviesen fama de tolerancia religiosa y además fuesen filocristianos (si bien en ese entonces las noticias sobre las comunidades cristiano-nestorianas de Asia central y oriental eran confusas) dio origen a ilusiones apoyadas, entre otras cosas, en esperanzas proféticas y en cómputos astrológicos se vio con complacencia una alianza entre occidentales y mongoles lo que habría colocado al Islam contra la pared. La célebre leyenda del fabuloso rey-sacerdote cristiano de Asia, el “padre Juan”, favoreció estas ilusiones: sin embargo estas se desvanecieron con la disgregación del inmenso imperio mongol y con el progresivo paso al Islam de los Khan que (de Rusia meridional a Persia) se dividieron entre ellos los despojos del antiguo imperio

La historia de las cruzadas como historia de empresas militares del cercano oriente que tenían como objetivo la conquista de Tierra Santa se concluye; exceptuando, algunos esporádicos episodios de menor importancia como las dos desafortunadas expediciones de Luis IX rey de Francia: una de 1248 contra Egipto que terminó con la captura de ese soberano que tuvo que ser rescatado a un alto precio, y otra de 1270 contra el reino de Túnez (objetivo aún más descabellado) a la que Luis fue inducido por la política de su hermano Carlos I de Angiou rey de Nápoles. Durante esta segunda expedición el rey de Francia encontraría la muerte.

Desde ese entonces los occidentales, cansados de esas costosas e inútiles expediciones, con un tácito acuerdo, abandonaron a su destino los principados francos de Siria; por su parte, los sultanes de Egipto en pocos decenios completaron la reconquista del territorio sirio-palestino y – en parte para eliminar la competencia de los puertos egipcios, en parte para disuadir a los europeos de intentar ulteriores expediciones – desmantelaron sistemáticamente los emporios costeros de los antiguos principados cruzados, condenando toda esa área a una “vocación a la pobreza” que duraría muchos siglos. El último fuerte de los cruzados, la ciudad de Acre, cayó en 1291 después de una valerosa y heroica defensa encabezada por los templarios.

1.4 Otras cruzadas

Pero si las cruzadas de Tierrasanta se dejaban de lado, los cruzados alcanzaban otras victorias y otras “glorias” quizás menos piadosas.
Las cruzadas estaban por todo occidente: pero ninguna como la de Godofredo de Boullion. Durante el siglo XIII la curia romana movilizó sus canonistas y profesores de las nacientes universidades para elaborar un derecho de las cruzadas que, canónicamente apoyado en la doctrina disciplinar de los votos solemnes, transformó lo que había sido un generoso ideal en un formidable instrumento de presión juridico-política y fiscal. Para las limosnas se recogían limosnas y donaciones: pero sobretodo se recogían impuestos, es decir “los diezmos”. Los recolectores pontificales de los diezmos, los banqueros que manejaban los contratos o la recolecta, lo frailes mendicantes que exhortaban a hacer donaciones generosas para la santa empresa usurpando dinero a los moribundos o pidiéndolo en sufragio por las almas de los difuntos, todos se convirtieron en un ávido ejercito irrisorio pero temido – y también odiado – en toda Europa.

La disciplina de los votos permitía la permuta o el rescate: no solo el dinero recogido para un determinado fin se podía -legítimamente y en circunstancias normales- utilizar para un fin equivalente o mejor, se podía hacer lo mismo con los votos hechos por lo hombres. Una vez que, por los mas diferentes impulsos (el entusiasmo suscitado por un predicador famoso, la conmoción u otros), se cometía la imprudencia de abrasar la cruz, se podía dejarla –y de hecho se la dejaba- con solo dar cierta suma de dinero, que serviría o debería servir para preparar el próximo ejercito de la cruz.
Desde el punto de vista de la indulgencias, partir para las cruzadas o armar a un cruzado eran obras equivalentes. Pero se llegaba aún más allá. La gestión de la “maquinaria cruzada” por parte de la Curia, era cada vez más directa y esto hizo que la misma empresa y los conceptos que la animaban sufriesen una lenta pero progresiva tergiversación hacia fines diferentes: de defensa de Tierrasanta a defensa de la Iglesia y de la cristiandad en general, hasta llegar a estar al servicio de la santa sede para enfrentar, primero a sus enemigos religiosos, luego a sus enemigos políticos.
Eran tan legítimos cruzados tanto los que combatían en Tierrasanta como los de España y los del norte de Europa: esperaban las mismas indulgencias, las mismas prerrogativas jurídicas y espirituales. Pero había más.

Desde los primeros años del siglo XIII se había resuelto truncar fuertemente la herejía cátara que tenía su centro en Provenza. Desde el punto de vista formal contra la herejía de los “albigenses” se emprendió otra verdadera cruzada, y quienes participaron en ella pudieron gozar de los mismos privilegios materiales (exención de ciertos impuestos, suspensión de los procesos que se les imputaban y cosa por el estilo) previstos para aquellos que iban a combatir en contra de los sarracenos. En el fondo de todo esto había una lógica: ¿Acaso los herejes no eran “peores que los sarracenos”? (tal como se decía)
Sin embargo, usando de manera adecuada el instrumento de la excomunión, se podía terminar comparando los herejes con los adversario políticos del papado. He aquí la auténtica cruzadas políticas, las pregonadas en los siglos XIII y XIV contra los señores gibelinos de la península itálica, de los cuales solo algunos podían ser seriamente sospechosos de tener simpatías heréticas. El grito de Dante, que se arroja violentamente contra la práctica de las cruzadas pregonadas en contra de los cristianos, da una idea lejana del horror que ello generaba y que se puede constatar en esta tremenda página de un cronista, que entre otras cosas no puede ser tenido como alguien de preferencias gibelinas, Salimbene de Parma. De esta manera, el escritor franciscano, describe las cruzadas predicadas contra los da Romano que por años habían aterrorizado los güelfos del Véneto: “(El cardenal Octaviano de los Ubaldinos) predicó la cruzada contra el maléfico Alberico (da Romano), y quien hubiese tomado la cruz e ido a la guerra o hubiese financiado el envío de alguien en su lugar, habría recibido la indulgencia plenaria por todos sus pecados. Por el poder del Dios omnipotente y de los santos apóstoles Pedro y Pablo, como también por la autoridad de legado que recibió por parte de la santa sede, confirmó a todos la concesión de la indulgencia. Por tanto todos tuvieron la osadía de tomar la cruz, desde el más pequeño hasta el más grande, hombres y mujeres (…). Alberico murió con una mala muerte en compañía de su mujer, hijos e hijas. Los que les asesinaron extrajeron de las carnes de sus hijos, aún vivos, los huesos y con estos refregaron la cara de sus padres; luego ataron la mujer y las hijas de Alberico a piras y las quemaron. Estas últimas aún eran vírgenes y bellísimas doncellas y no tenían ninguna culpa: pero su inocencia y su belleza no valieron de nada, dado el odio que sus progenitores habían acumulado (…)”.

1.5 Voces críticas

Contra una tan profunda degeneración del espíritu cruzado, es comprensible que rápidamente se hubiesen levantado voces de protesta. Ya las derrotas sufridas en todas las cruzadas después de la primera, habían provocado dudas, perplejidad y disenso (de alguna manera todos estaban convencidos de la justicia inmanente de Dios). Deus vult (“Dios lo quiere”) fue el grito de guerra del 1099: pero ahora que las armas de los cruzados habían sido derrotadas sistemáticamente por parte de los infieles era el momento de preguntarse que era lo que Dios quería verdaderamente.
El mismo Bernardo de Clairvaux, en el tratado De consideratione, se interrogó sobre los pecados de los cristianos que habrían podido inducir al Señor a castigarlos tan duramente. Pero sobre la desconfianza en las cruzadas contra los infieles es en donde precisamente se apoyaba la iniciativa sustitutiva de las cruzadas en contra de los cristianos. El gran “cardenal ostiense”, es decir el canonista Enrico de Susa, en pleno siglo XIII cierra la cuestión teórica afirmando que los infieles se limitaban a amenazar la cristiandad desde fuera mientras que lo herejes la destruían desde dentro, la crux cismarina era mucho más santa y meritoria que la crux transmarina.

No es que fuese fácil persuadir de esto a la opinión pública. Hasta muchos místicos levantaron sus voces contra las cruzadas, ya fueran las revueltas en las que los infieles eran abatidos y que Dios parecía no apoyar más o fueran las que combatían a otros cristianos, cosa que parecía aun más escandalosa. Sin embargo es extraño y paradójico que, de una u otra manera, mistificada y luego laicizada, la cruz cismarina haya sobrevivido al medioevo, junto con la idea que los herejes (y mas tarde los no católicos, los agnósticos, los laicistas y los ateos) fuesen “peores que los sarracenos”.
Una profunda actitud de esta clase se puede encontrar durante las guerras religiosas entre católicos y hugonotes en la Francia del siglo XVI, en la propaganda vandeana y sanfedista contra los jacobinos, y desde luego en el levantamiento nacionalista de España entre los años 1936 y 1939. Entendámonos, no es que el significado original de la empresa contra los infieles de oriente hubiese perdido totalmente su fascinante reclamo. Lo que pasó fue que cambió de contenidos y de metodología.

1.6 Cruzadas y misiones

Durante el siglo XIII, especialmente gracias a los franciscanos y dominicanos, la idea de cruzadas acompañó y alternó –necesariamente no siempre fue algo opuesto- a la idea de misión. No faltaron algunos que, como Raimundo Lullio, entendieron cruzadas y misiones como dos instrumentos y dos valores complementarios, el primero buscaba reivindicar a la cristiandad la posesión legítima de los lugares santos, el segundo buscaba la expansión pacífica de la cristiandad a través de la salvación de las almas de los mismos infieles. Ahora bien, es un hecho que las cruzadas nunca tuvieron como fin la conversión de los infieles: de todas formas, en la concreta realidad histórica no cabe duda que con ellas los cristianos y musulmanes aprendieron a conocerse y parece que casi a estimarse. Sin embargo es obvio que si conceptualmente hablando cruzadas y misiones podían convivir, una convivencia concreta de ambas era muy difícil: La idea de misión si no llega a ser una negación de la idea de cruzada, al menos si la supera, no es casual que en el gozne entre estas dos dimensiones nos encontremos precisamente con la obra de Francisco de Asís, un cruzado sui generis, que se hizo presente en el campo de Damasco entre los años 1219-20 y quien, según la tradición, estaba pronto para desafiar a los musulmanes no con las fuerzas de las armas, sino con la fe, con el amor. Y debido a que el diálogo –y quizás la polémica- requería un conocimiento recíproco, las misiones abrieron nuevos horizontes intelectuales: el concilio de Viena en los años 1311-12, fundó los primeros institutos orientalistas en la historia de la cristiandad, organizando la preparación de los misioneros sobre bases racionales. España fue la patria de este primer intento, pues ya en el siglo XII, había dado a Europa la escuela de traductores de Toledo.

1.7 Metamorfosis medievales de la idea de las cruzadas

Los eventos posteriores impidieron a toda costa, que la idea de las cruzadas fuesen totalmente arrinconadas: si bien le esperaban muchos cambios. No es casual que los siglos XIII y XIV, aunque prácticamente vieron su fin, también fueron testigos de una serie, casi espasmódica, de intentos de teorización. Entre le concilio de Lyón en 1274 y el de Viena entre el 1311-12 se desarrolló una vasta producción de tratados en el campo táctico-estratégico relacionados con el proyecto de la reconquista de Tierrasanta: son escritos pesados pero que ofrecen preciosas informaciones históricas, geográficas, militares, tecnológicas y económicas. Esta literatura no hace más que confirmar que la discordia política existente en la Europa de esa época y los altos costos que habría implicado la financiación de una nueva expedición con alguna probabilidad de éxito, de hecho, convertían a esta en algo impracticable.

La nueva amenaza oriental que se perfilaba, la de los turcos otomanos, hacia finales del siglo XIV originó un revivir cruzado destinado a durar al menos otros dos siglos y llegar finales del siglo XVIII. Pero era una “cruzada” defensiva: no era la cuestión de reconquistar el santo sepulcro, sino impedir que los turcos se extendiesen por toda Europa y ocupasen la cuenca oriental del Mediterráneo. Además la Iglesia ya no podía gestionar por sí sola la lucha contra los infieles: en los siglos XV y XVI se formaron las “ligas santas”, que eran ligas de estados y por tanto de soberanos en las cuales el papa podía obtener, si mucho, la presidencia. De todas formas los siglos intermedios entre el medioevo y la edad moderna claman para que las cruzadas se trasforme en el problema turco: la batalla de Belgrado en 1456, que tuvo entre sus protagonista a Juan de Capistrano; los esfuerzos de los cruzados de Pio II entre 1458 y 1464, la batalla de Lepanto en 1571, el asedio turco de Viena en 1653, que fue la última expresión de las cruzadas; y la epopeya de Jan Sobiezki.
Pero la presencia de los infieles no fue el único elemento que causó la permanencia de las ideas de las cruzadas, aunque sus ideales se hubiesen modificado. En occidente había otra tradición cruzada, una tradición no ortodoxa, sino “popular”, mesiánica que se fue gestando desde la espera del Milenio y por la esperanza de una regeneración colectiva.
Las profecías relacionadas con el advenimiento del Anticristo y la segunda venida de Cristo, seguramente alimentaron una continua tensión expresada en sobresaltos sucesivos: los “chiquillos” de 1212, “los pastorcillos” de 1251y antes del siglo XIV los movimientos de los flagelantes que no pueden ser calificados como cruzadas populares, pero con las que tenían muchos aspectos en común.
Es la Europa del malestar -la Europa de coyunturas y profecías, de esperanzas y miedos que florecen en algunos periodos de tiempo y que asumen los símbolos y el lenguaje cruzado- lo que, quizás de manera inmediata, favoreció el deseo de manifestar una antigua sed de justicia. De todas maneras el fin (conceptual) de las cruzadas, así se hubiese tratado de vencer a los infieles o de poner fin al falso cristianismo de los potentes y de los hipócritas, no pertenecía de forma exclusiva a la historia; por su misma naturaleza traspasa sus límites en la meta-historia y en la meta-política

La cruzada como guerra escatológica, como la “última de las guerras”, como “guerra pacífica” termina perdiendo sus límites en la utopía. Juana de Arco, Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Tomás Campanella, Miguel de Cervantes y Torcuato Tasso acunarán, cada uno a su manera, un ideal religioso y guerrero como parte de un gran sueño de renovación y regeneración. En los umbrales de nuestros tiempos, en el ambiente de un Saint Simon, será en donde se hable una vez más (de manera significativa, quizás por última vez y sin tomarlo como pretexto) de cruzada, una cruzada “laica” y santa a su manera, una cruzada de paz y progreso, de libertad y amor.
El resultado práctico de tantos fúlgidos ideales será una obra maestra de ingeniería al servicio de la economía capitalista y de las flotas de las potencias imperialistas: el canal del Suez.

2. Las estructuras profundas de las cruzadas

Terminado nuestro breve excursus histórico, regresemos por un instante a los tiempos de la lozanía de las expediciones cruzadas o del persistir de sus ilusiones, es decir las del tiempo de los siglos XII y XII y preguntémonos: ¿Cómo y -por qué- en la práctica se llega a ser cruzado?
La respuesta a una pregunta de esta clase pide ser precisada. En el medioevo, el oriente es visto como algo lejano, fabuloso y miserioso: pero la Tierrasanta es vista como algo cercano. Las peregrinaciones son frecuentes: son costosas si se las quiere hacer con alguna comodidad, pero también puede ser hechas con poco dinero como lo hacían los mendigos o los casi mendigos. La gente conoce bien los episodios fundamentales de la Escritura y sobretodo la vida de Jesús, aunque no lea Biblia: Existe la enseñanza oral de la Iglesia, las esculturas, mosaicos, frescos, vitrales, retablos de altares, leyendas de santos y popularizaciones o epítomes de literatura sacra. Los peregrinos traen consigo reliquias de Tierrasanta y sobretodo relatos: algunos escriben sus diarios y hablan sin rodeos de su experiencia, a menudo la aventura más bella, más grande y conmovedora de su existencia. En las Iglesias, hubo altares o pabellones que reproducían la forma y las dimensiones del Santo Sepulcro nacida de una costumbre estimulada por los franciscanos quienes desde mediados del siglo XIV, con el visto del sultán, estaban encargados de la “custodia de los lugares santos”. En Roma, un verdadero tesoro de reliquias en el gran complejo de Letran –en primer lugar la “Verónica” y la “escala santa”- recuerda a Jerusalén y enciende en el corazón de los peregrinos el deseo por regresar. En ese tiempo se da, sobretodo, la propaganda de los predicadores (especialmente los franciscanos y dominicos): los “divos de la penitencia” como fueron calificados. Ellos sabían como despertar las pasiones de las multitudes: su predicación de las cruzadas es un espectáculo, una representación sacra. Por otra parte también hay otros predicadores, que quizás no tenían todo en regla conforme a la disciplina de la Iglesia, que desencadenan cruzadas populares. Pero no nos detengamos en estos. Retornemos a las cruzadas “oficiales”, las pregonadas por los pontífices y provistas con el acostumbrado equipaje de privilegios para quienes partían. Al final de la predicación se formulan los votos, se distribuyen formalmente las cruces que eran el símbolo de la peregrinación. La premisa de la partida se registraba con precisión: “Juro ir a visitar el Santo Sepulcro del Señor en Jerusalén y (…) y devotamente juro cumplir de manera adecuada tal voto ultramarino, cuando la Santa Iglesia Romana ordene el próximo tránsito general hacia la Tierrasanta”. En ese momento son rociados: los generosos, los emotivos, los que tienen sus ánimos caldeados, los que se jactan: si quisiesen retractarse del voto sin infringir su paz con la Iglesia pero sin arriesgar la vida, lo único que podrían hacer sería dar un suma de dinero. Con el tiempo, el hecho de asumir el voto se convierte en una especie de promesa de contribución: para las expediciones no se necesitan peregrinos débiles y entusiastas sino profesionales (incluso, en los siglos XIV y XV, llegó a pensarse en reclutar compañías de aventureros para que fuesen a las cruzadas). Quien por devoción, por hacerse notar, o simplemente para dilatar o suspender un proceso jurídico en su contra (por ejemplo una deuda) y quiere obtener una indulgencia, toma la cruz y luego la rescata con una suma de dinero.

Pero tomemos el caso de quien parte con sinceridad. Después del siglo XII, los cruzados recorrían menores distancias. El camino por Anatolia se abandonó luego de la tercera cruzada: Durante el siglo XII y en los años sucesivos, cuando se hablaba de cruzadas se pensaba en expediciones marinas. Pero luego las cruzadas como hecho “popular” tendieron a desaparecer o agotarse en el continente. Permanecieron las peregrinaciones, mientras que el detener a los turcos se fue convirtiendo en tarea de príncipes o de órdenes religioso-militares que a su vez se volvieron en potencias marineras: por ejemplo los Caballeros de San Juan, quienes debido a la ofensiva islámica se vieron obligados a abandonar sus posiciones e ir a Rodas y en seguida a Malta. Ocasionalmente el entusiasmo cruzado popular pareció reavivarse, como por ejemplo en los tiempos de Pio II, en la Batalla de Lepanto, en el asedio turco de Viena, pero eran fervores pasajeros. El interés de la Europa proto-moderna estaba puesto sobretodo en el nuevo mundo: cuando volvió a mirar al Asia, lo hizo con nuevos ojos, con los del colonialismo y su ropaje literario: lo exótico. La misma cuestión turca, cambió su aspecto una vez más y se convirtió en cuestión oriental. Los últimos nostálgicos de las cruzadas fueron los constructores del canal del Suez, tal como lo habíamos dicho.

3 Fuentes y bibliografia

3.1 Grandes colecciones de fuentes relativas a la historia de las cruzadas

Gesta Dei per Francos, ed. J. Bongars, voll. 2, Hannover 1611;
Biblioteque des Croisades, éd. J. F. Michaud, voll. 4, Paris 1829;
Recueil des historiens des croisades, Paris 1841-1906 (Historiens occidentaux, voll. 5; Historiens orientaux, voll. 5; Historiens grecs, voll. 2; Documents arméniens, voll. 2, Lois, voll. 2);
Publications de la Société de l’Orient latin (diferenciada en serie histórica y en serie geográfica).
El fundamental repertorio bibliográfico de H. E. Mayer, Bibliographie zur Geschichte der Kreuzzüge, Hannover 1960; suplemento de Idem, in "Historische Zeitschrift", 1969, Sonderheft 3, pp. 641-731.

3.2 Obras «clásicas»

F. M. Arouet, sieur de Voltaire, Histoire des croisades, Paris 1953; D. Diderot, Croisades, in Encyclopédie, s. v.; J. F. Michaud, Histoire des croisades, Paris 1808 y algunas ediciones y traducciones sucesivas.

3.3 Grandes historias modernas

R. Grousset, Histoire des croisades et du royaume franc de Jérusalem, voll. 3, Paris 1934-36;
AA. VV., A history of the crusades, general editor K. M. Setton, Pennsylvania University-Madison University, voll. 6, 1962 sgg.;
S. Runciman, Storia delle crociate, tr. it., voll. 2, Torino 1966 ;
P. Alphandéry-A. Dupront, La cristianità e l’idea di crociata, tr. it., Bologna 1976.

3.4 Otras

Sobre los reinos de los cruzados en Tierrasanta: J. Prawer, Colonialismo medievale. Il regno latino di Gerusalemme, tr. it., Roma 1982.
Para las relaciones entre cruzadas y misión: B. Z. Kedar, Crusade and mission, Princeton 1984.
Una reseña temática, instrumento útil para comenzar a entender dicha problemática: M. Balard, Les croisades, Paris 1988.
Sobre la cuestión ‘ideologica’: P. Rousset, Histoire d’une idéologie. La croisade, Lausanne 1983.
Un cuadro general con bibliografia: F. Cardini, La crociata, in AA. VV., Il Medioevo, vol. II, Torino 1986, pp. 395-426 (La storia. I grandi problemi dal medioevo all’età contemporanea, dir. Tranfaglia-Firpo, 2).
Pietro Zerbi, Breves trozos de “Problemas de historia medieval”

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