El Superhombre, un sueño del hombre mediocre
autor: Olivier Rey
Matemático. Docente de Filosofía en la Universidad Panthèon - Sorbonne
fecha: 2014-09-02
fuente: SCIENZAinATTO/ Il Superuomo: Un sogno dell’uomo diminuito
y Emmeciquadro, n. 54
traducción: María Eugenia Flores Luna

Una reflexión muy crítica sobre las consecuencias que el progreso tecnológico trae a la luz cuestiones generalmente inesperadas o ignoradas. Según el autor se ha invertido la relación entre objetivos e instrumentos; las innovaciones tecnológicas son producidas no como respuesta a una necesidad, sino como desarrollo autónomo y la necesidad, a lo sumo, es inventada a posteriori. Esta inversión provoca una dependencia también psicológica del hombre respecto a la tecnología, con el riesgo de una pérdida de identidad. Se trata de un trans-humanismo tecnológico, que el autor compara a un real y verdadero infierno.
¿Podrá confrontar el lector esta posición, con aquella, algo diferente, que el filósofo de la ciencia Paolo Musso expone en el artículo ¿Quién tiene miedo de la técnica? Respuesta a Olivier Rey, publicado en este mismo número de la Revista.

Leer ¿Quién tiene miedo de la técnica? Respuesta a Olivier Rey

Empezaré con una cita de los Sex Pistols, the definitive English punk rock band, que hoy es considerado el grupo de referencia del punk rock inglés. En su primer single, Anarchy in the U. K., lanzado en 1976, el cantante Johnny Rotten gritaba «I am an antichrist» y enseguida después, precisaba su pensamiento: «Don‘t know / what I want, but I know how to get it» - «No sé qué quiero, pero sé cómo conseguirlo». […]»

Tenemos los instrumentos pero no el objetivo

Tenemos aquí, en resumen, una excelente descripción de nuestra situación: un mundo que rebosa de medios («yo sé cómo conseguirlo»), pero que no sabe qué objetivos perseguir («no sé lo que quiero»). En el ideal, la diferencia entre fines y medios no es común.
Ciertamente se podría decir que la humanidad implica una cierta disociación: es porque los seres humanos son capaces de poner distancias en relación a los fines que persiguen; es porque son igualmente capaces de elaborar los medios que permitirán luego alcanzar estos fines; es porque son capaces de desarrollar medios por sí mismos, que son luego en grado de perseguir nuevos fines. Bien entendido. Pero, al mismo tiempo una auténtica cultura humana existe para superar esta disociación, para integrarla dentro de un todo.
La verdadera humanidad empieza allí donde «tanto los medios como los objetivos están tan impregnados de estilo de vida y ética que, en presencia de singulares porciones de vida o de mundo, no se puede distinguir, más bien no se asoma siquiera el interrogante si se trata de “medios” o de “objetivos”; solamente allí donde el acercarse a la fuente es igualmente agradable cuanto el beber (1)». Sin embargo, por la revolución industrial, y por la división extrema del trabajo a la cual ha llevado, por la supremacía de la economía y, en particular, de la economía monetaria, el alejamiento entre los objetivos y los medios que se ponen en marcha para alcanzarlos ha talmente aumentado que se ha convertido en un abismo, una herida abierta, a la que ya no logramos acercar los labios.

La costumbre de perder de vista los fines para desarrollar mejor y poner en práctica los medios ha sido tan bien asumida que los fines se han vuelto irreales con respecto a los medios, y éstos ocupan todo el lugar. «La categoría “medios” ha adquirido el día de hoy un valor universal que nunca antes había esperado: nosotros vemos el mundo en que vivimos incluso como un “mundo de medios”, un universo en el cual, a decir verdad, no existen más que medios; y en el cual paradójicamente hasta los objetivos (dado que parecen “sin objetivo” a diferencia de los medios) son relegados al segundo plano (2)».

Una técnica autorreferencial

Eso es particularmente verdadero respecto a la técnica. Ella se ha vuelto autónoma, y no se desarrolla más en función de los fines por alcanzar, sino según su lógica interna, según sus posibilidades de crecimiento. Sucesivamente ella hace apelo a los fines por los nuevos medios que genera - medios que pone a nuestra disposición no porque los habríamos pedido, sino simplemente porque se ha encontrado capaz de elaborarlos. Jacques Ellul ha descrito bien esta situación: «Desde el punto de vista lógico y escolástico estamos habituados a considerar que se inicia con poner problemas antes de llegar a la solución. […] En la realidad técnica hace falta cambiar el orden: la interdependencia de los elementos técnicos hace posible un gran número de “soluciones” para las cuales no hay problema. El R&D (Recherche et Dévelopement) produce continuamente nuevos procedimientos para los cuales el utilizo es descubierto sucesivamente. Cuando se tiene el instrumento a disposición se da cuenta que puede ser aplicado a una situación dada, y claramente los costos considerables de los R&D hacen que se “deban” encontrar aplicaciones útiles a lo que ha sido descubierto. Por tanto los problemas “localizados” son resueltos automáticamente porque la solución precede el problema. En estas condiciones no hay lugar para ninguna finalidad) (3)».

En la actualidad siempre se cuenta la historia al revés. Por ejemplo, científicos, ingenieros, técnicos, se revelan a cierto punto capaces de construir motores extremadamente potentes. ¿A que podría servir esta potencia? Notamos que ella debería ser suficiente para hacer volar aparatos más pesados que el aire, y nos ponemos a construir aviones. Pero he aquí cómo se presentan las cosas: desde siempre el ser humano ha soñado con volar y, por fin, la técnica moderna permite realizar el sueño de Ícaro. Como si ése fuera el objetivo que habría movido a los motoristas a su trabajo. Y como si el usuario de transportes aéreos de hoy fuera un nuevo Ícaro.

Se muestra una particular complacencia a contar la historia de este modo para no perder la cara, para tener el aire de ser dueños de una situación que, en realidad, se nos escapa cada vez más. Si se puede encontrar un mito griego para revestir la nueva técnica, va mejor aún, eso ofrece a la cuestión un barniz poético, cultural y atemporal muy apreciado. Pero, bajo el barniz, la realidad es diferente: la tecno-ciencia trabaja poco para satisfacer necesidades preliminares, ella progresa allí donde puede hacerlo, y elabora nuevos medios para los cuales se buscan luego las necesidades que serían capaces de colmar, y a menudo se inventan.

Es así, que en amplia medida, ha surgido el trans-humanismo. ¿Para qué hacer servir todas las tecnologías «innovativas»? ¿Para construir nuevos aparatos? Ciertamente. Pero ya estamos tan equipados, sobre-equipados, que crear la pregunta no es tan fácil. Todavía queda un lugar escandalosamente inexplorado: el cuerpo mismo. He aquí el nuevo mercado para invertir, la nueva frontera (en el sentido americano de la palabra) por conquistar. Por tanto, es necesario antes convencer a los humanos de que su cuerpo es deficiente, ridículamente tiene poca performance, que estos humanos son pobres cosas que reclaman urgentemente ser mejoradas. Para suerte de los que condicionan las opiniones, eso no se revela muy difícil.
El individuo contemporáneo en efecto, incluso proclamándose de buena gana superior a todos los que lo han precedido desde cuando en la Tierra hay hombres, es menos seguro de él mismo que del conjunto de sus predecesores.

Bajo sus fanfarronadas, está roído por el sentimiento de su insuficiencia. ¿Por qué eso? Les señalo al menos dos razones. La primera puede parecer paradójica, ya que concierne al mismo desarrollo técnico. Digo paradójico ya que, siendo la técnica obra humana, el ser humano debería, a priori, quedar encantado por los propios logros, y sentirse cada vez más seguro. Es justo esto que hace de fachada. Pero detrás de esta fachada es diferente.

Para aclarar este punto, me referiré a un texto de Pasolini, que permite captar bien, me parece, un aspecto de nuestra situación, muy importante y raramente tomado en consideración. En 1975 - el mismo año, dicho en passant, en el cual se formaba el grupo de los Sex Pistols que he evocado empezando, e indudablemente la coincidencia no es del todo casual -, en 1975, pues, Pasolini ha escrito una larga carta dirigida a Gennariello, un adolescente napolitano de su invención. A distancia de tiempo, la carta asume el valor de testamento, ya que Pasolini estaba por ser asesinado unos meses después, el día de Todos los santos, en una playa de Ostia. Por cuanto cerca se sintiera al joven Gennariello, Pasolini era consciente del abismo que las cuatro décadas que separaban sus nacimientos (1922 para Pasolini, inicio de los años Sesenta para Gennariello) habían bastado para separarlos, por la simple llegada de la explosión industrial, ocurrida en Italia después de la Segunda Guerra mundial.

Pasolini subraya a qué punto aquello que llama «el lenguaje de las cosas» haya cambiado en el intervalo: «Yo, en hablarte, podré tener quizás la fuerza de olvidar, o de querer olvidar, lo que me ha sido enseñado con las palabras. Pero no podré olvidar nunca lo que me ha sido enseñado con las cosas. Por tanto, en el ámbito del lenguaje de las cosas, es un verdadero abismo lo que nos divide: o sea uno de los más profundos saltos de generación que la historia recuerda. Lo que las cosas con su lenguaje me han enseñado a mí es absolutamente diferente de lo que las cosas con su lenguaje te han enseñado a ti (4)».

Pasolini toma como ejemplo las tazas que su escenógrafo había usado para la grabación de una escena, que se suponía se desarrollase en 1944, en la cual señoritas burguesas tomaban el té. Estas tazas, ya que eran ligadas estéticamente al período fascista, dejaron a Pasolini incómodo. Pero a este malestar se sumaba otro sentimiento: a ellos reconocía «una misteriosa calidad, compartida además, por el mobiliario, las alfombras, los vestidos y los sombreritos de las señoritas, los objetos, el mismo papel tapiz» - una calidad que «daba… alegría. Su misteriosa calidad era aquella de la artesanía. Hasta el Cincuenta, hasta los primeros años Sesenta ha sido así. Las cosas todavía eran cosas hechas o confeccionadas por manos humanas: pacientes manos antiguas de carpinteros, de sastres, de tapiceros, de los que trabajaban la mayólica. Y eran cosas con una destinación humana, es decir personal. Luego la artesanía o su espíritu, ha acabado de golpe. […] El salto entre el mundo consumista y el mundo paleo industrial es aún más profundo y total que el salto entre el mundo paleo industrial y el mundo preindustrial (5)».

La «vergüenza prometeica»

En esta cancelación de toda huella de intervención humana en los objetos de manufactura (solidaria a la desaparición, en estos mismos objetos, de cada huella de forma natural de la materia que el artesano trabajaba), en su ausencia de unión tangible con alguien que los habría fabricado está una de las fuentes de aquello que Anders ha llamado la «vergüenza prometeica».
Se puede intentar definir así la vergüenza prometeica: el sentimiento de extrañeza y de inferioridad, consciente o inconsciente, que se apodera del individuo delante de ciertas producciones que, incluso siendo de origen humano, ya no tienen nada en común con aquello que un ser humano, por cuanto hábil y experto sea, es capaz de realizar.

El objeto se encuentra a ser mucho más regular, estandarizado, desligado de cada forma natural, «perfecto», o mucho más sofisticado por surgir de una fabricación artesanal. Se dice que el «hombre» sea hoy capaz de manipular la materia en la escala del nanómetro, de mandar sondas en el espacio, de modificar el genoma. ¿Pero quién es este «hombre»-titán capaz de semejante exploit? Un ser abstracto, en el que «los» hombres, considerados individualmente, son incapaces de reconocerse. Las realizaciones del «hombre» generan sea estupor o maravilla - ¿la actividad humana cómo puede llegar a eso? - sea vergüenza (que es un tormento de la auto-identificación) o deshonra (que puede existir aunque no se sienta vergüenza): yo no estoy a la altura.

¿Entusiasmarse por las capacidades de la comunidad? Pero queda un sentimiento vacío, ya que la marca de esta comunidad no está inscrita en el objeto o en la performance más que de aquella del individuo- no se hallan ni de los «nosotros» ni de los «yo». Así frente a una computadora. Como lo hace notar Anders «el espectador que sale en la exclamación: “Caramba, como somos listos al tener esto” es simplemente un payaso inventado (6)».

Por tanto una máquina, cualquiera que sea, no ejerce su atractivo si no a través de una comparación injusta para las facultades humanas, porque está siempre limitada a un ámbito extremadamente estrecho en la cual esta máquina sobresale y, fuera del cual, carece de medios. La computadora, que vence a los más grandes maestros de ajedrez, no sabe hacer otra cosa que jugar a un juego extremadamente codificado, el ajedrez. Alan Turing, en 1950, ha imaginado un test del cual estimaba que, si se hubiera logrado a través de una máquina, esta última hubiera tenido que ser reconocida como pensante; también pensaba que cincuenta años después este paso habría sido hecho. Sucede que, a pesar de los progresos espectaculares cumplidos por la informática en el último medio siglo, ya nadie se jacta por construir una computadora capaz de superar el test. El sentimiento de inferioridad del hombre acerca de la máquina, por cuanto sea poco difuso, reposa sobre una apreciación alterada de la realidad. Pero este sentimiento se difunde ya que, en la medida en que la técnica extiende su dominio, el ser humano que se pensaba beneficiar se disgrega.

El alma demediada

Gunther Anders ha percibido bien este fenómeno: «En su segunda Meditación, Descartes había definido absolutamente imposible concevoir la moitié d’aucune âme. Hoy el alma demediada es un fenómeno cotidiano. En realidad no hay connotado igualmente característico del hombre actual, al menos de aquel que se distrae, cuanto su tendencia a dedicarse a dos o más ocupaciones distintas al mismo tiempo.

Por ejemplo: el hombre que toma un baño de sol, se broncea la espalda mientras sus ojos recorren un periódico ilustrado, mientras sus orejas oyen el partido deportivo y sus mandíbulas mascan un chicle - esta figura del “pasivo jugador simultáneo” y del “inactivo pluriocupado” es un fenómeno cotidiano internacional.

El hecho de que el fenómeno parezca natural y que sea aceptado como normal, no lo hace por eso menos interesante; incluso, más bien, solicita una explicación. Si se preguntara a este hombre que toma baños de sol en qué consista “específicamente” su ocupación; sobre qué “específicamente” se concentre su alma, no podría responder, como es natural; porque haciendo la pregunta sobre algo «propio» se partiría de un presupuesto errado, es decir del presupuesto de que “él” sea el sujeto de la ocupación y la concentración.

Si aquí se puede hablar todavía de “sujeto” o de “sujetos”, estos consisten meramente en sus órganos: en sus ojos que se demoran en las ilustraciones, sus orejas en el partido deportivo, sus mandíbulas en el chicle; entonces: su identidad está tan completamente desorganizada, que buscarlo a “él mismo” sería buscar algo no-existente. No está perdido pues solamente (como hace poco) en una pluralidad de lugares del mundo, sino en una pluralidad de funciones individuales (7)». Y para cada una de sus funciones, una máquina tiende a ser mejor que él. Lo que hace, en cuanto suma de sus funciones, es aplastado por la suma de las máquinas.

La atrofia de la cultura personal

No sólo el ser humano no llega a enorgullecerse del hecho de que las máquinas son productos de la actividad humana, sino, que lo reconozca o no, siente que este éxito exterior ha sido adquirido a costa suya, al precio de la pérdida de una sustancia interior, que la hipertrofia de la cultura objetiva va al paso con una atrofia de la cultura personal. Después de que el ser humano se ha distanciado de la naturaleza en cuanto ser racional, esta racionalidad se ha exteriorizado y materializado en un mundo que lo supera.

A inicios del siglo XX, después de un siglo de modernización galopante de Europa, el sociólogo alemán Georg Simmel ya lo constataba. «Si examinamos la enorme cultura que se ha encarnado desde hace doscientos años en objetos y en conocimientos, en instituciones y en confort, y si le comparamos los progresos de la cultura individual en este mismo tiempo […], una diferencia espantosa de crecimiento se muestra entre las dos, y en diversos puntos también un retroceso de la cultura individual en el plano de la espiritualidad, de la delicadeza, del idealismo.
Esencialmente esta discordancia es el resultado de la división creciente del trabajo: ella, en efecto, reclama de lo particular una producción cada vez más unilateral, cuya progresión extrema a menudo hace debilitar la personalidad global. En todo caso, el individuo está cada vez menos apto a medirse frente a la invasión de la cultura objetiva. […] Es reducido a ser “cantidad irrelevante”, un grano de polvo frente a una organización desmedida de cosas y fuerzas, que le roban totalmente todas las mejorías, todos los valores espirituales y los valores morales, y conducen estos últimos de la forma de la vida subjetiva a aquella de una vida puramente objetiva. Los edificios y las instituciones escolares, el milagro y el confort de la técnica que domina el espacio, las formas de vida social y de las instituciones visibles del Estado presentan una riqueza tan proliferante de un espíritu cristalizado y vuelto impersonal, que la personalidad ya no puede por así decir estar de frente (8)».

A esta constatación, añado una experiencia que cada uno es capaz de hacer, hoy, cuando entra en un hospital. No podrá no comprobar a qué punto el cuerpo humano parece frágil, en malas condiciones, arcaico, con respecto a la instrumentación high-tech que lo circunda y que trata de obviar sus deficiencias. Este contraste nutre el sentimiento mortificante de no estar al nivel, la impresión de ser juzgado y declarado inadecuado. Los hospitales son lugares de excelencia de la vergüenza prometeica. Los hospitales, lugares de auxilio a la persona, se han vuelto también, subrepticiamente, lugares de humillación de la persona.

En passant: es así que se explica, como reacción, una cierta valorización contemporánea de la pulsión, contra la razón que, un tiempo, fue la gloria del hombre en relación al animal: una tentativa de fuga delante de la humillación infligida por la máquina. Aquí se ve la paradoja: exteriorizándose en la técnica moderna, una cierta forma de racionalidad se pone a aplastar a la persona que habría tenido que servir, al punto de que la persona se mete, para resistir, a mirar del lado animal. Quien quiere ser demasiado técnico acaba por hacer la bestia - el convertirse en robothace al mismo tiempo cantar los méritos del bonobo. Es así igualmente que se puede comprender que - al contrario de los hombres de un tiempo que ofrecían a la representación unos rostros calmados y controlados, reflejo del dominio que tenían sobre sí mismos - los hombres de hoy prefieren las imágenes en que sus rasgos son deformados por la risa: contra la mecánica de cualquier género, quieren afirmar, en un movimiento en parte incontrolable, la potencia vital que los anima - con esta nueva paradoja que la risa misma desliza fácilmente de la parte del mecánico.

Una involución de la condición humana

Todas estas paradojas conducen a una sola: con la modernidad, se suponía que los hombres dejaran la autonomía por la heteronomía, se liberasen de sus antiguos terrores y de los prejuicios de otra época, se emanciparan de todas las tutelas para acceder por fin a la madurez. Y al final de cuentas, el resultado es extremadamente desilusionante. En particular, la modernidad macizamente ha rechazado a Dios, interpretado como una proyección castrante, una ilusión de la prepubertad de la cual hacía falta liberarse para acceder, por fin, a la edad adulta. Sin embargo, la condición humana superior, que debía llegar de una superación de la fe en Dios, se revela más bien una involución, un retorno al infantilismo y a sus fantasmas de omnipotencia. […]

Hoy, se trataría, con la técnica, de hacer del cuerpo una cosa del espíritu, de asegurar el reino del espíritu sobre el cuerpo, a través de la empresa técnica. La empresa es absurda, ya que los medios puestos en práctica contradicen el fin que se persigue. Se trata, en efecto, de asegurar el reino del espíritu con procedimientos solidarios a un pensamiento que niega el espíritu.

Hago un ejemplo. A consecuencia de las controversias suscitadas por la clonación, un cierto número de personajes eminentes de la universidad, entre los cuales, Francis Crick, uno de los descubridores del ADN, un cierto número de personalidades, pues, miembros de la Internacional Academy of Humanism, ha lanzado un apelo solemne en favor de una libertad de dejar a los investigadores, cuyos términos merecen ser examinados (9). «¿Qué problemas morales pondría la clonación?», empiezan a preguntarse melifluamente nuestros académicos. Después de haber expresado su desprecio por el obscurantismo religioso, afirman: «Por cuanto la empresa científica pueda decidir, homo sapiens pertenece al reino animal. Las facultades humanas no difieren más que de grado con respecto a las que se observan entre los animales superiores. El rico repertorio de la humanidad en pensamientos, en sentimientos, en aspiraciones y esperanzas parece resultar de procesos electroquímicos del cerebro, no de un alma inmaterial, que obra por vías que ningún instrumento puede descubrir». Y ya que todo es cuestión de electroquímica, se impone la conclusión: «Nosotros llamamos a un desarrollo perseguido y responsable de las tecnologías de clonación, y a una ancha movilización para asegurar que concepciones tradicionalista y obscurantistas no vengan indebidamente a obstaculizar los adelantos científicos benéficos».

En electroquímica sin embargo, no tiene ningún sentido hablar de beneficios. ¿Por qué, en particular, sería mejor que los procesos electroquímicos sean antes que no ser, continúen antes que detenerse? Nos lo preguntamos. Ser o no ser, no es a este nivel que se encontrará motivo para determinarse. Los argumentos desarrollados para reclamar una total libertad de intervención tecnológica también son los que tienen que quitar a tales intervenciones toda razón de ser.

El trans-humanismo: una concepción nihilista del hombre

En el esfuerzo específicamente desesperado por emanciparnos todos disolviéndonos en la materia, se reconoce una manifestación característica del nihilismo. Y este nihilismo es ello mismo una emanación de nuestra actual condición de hombres mediocres.
Mediocres por un despliegue técnico que hace de nosotros funcionarios de la técnica, mediocres por la estúpida creencia que el estatuto de criatura perturbe nuestra dignidad, mientras es a través de este estatuto que somos llamados a la más grande gloria. Es esta mísera situación de hombre mediocre que, de modo subterráneo, nutre los fantasmas que proliferan del «hombre superado». Del resto, es impresionante que en el estado de extrema mediocridad que es el suyo, ya los partisanos del trans-humanismo no son capaces de concebir un aumento, si no a través de su misma reabsorción.

Con el trans-humanismo, no se trata tanto de incorporar la máquina, cuanto de automatizarse a sí mismos, de amalgamarse a ella, o de dejarle el puesto entero y desaparecer (10). En este estadio todo ocurre como si la promoción moderna de la emancipación no hubiera sido más que un espejo para las alondras, un «argumento de venta» para permitir a los seres una cierta forma de desarrollo, justo el tiempo en que este desarrollo se volviera suficientemente importante para que la persona enajenada por ello no tuviera otro ideal que el propio reshaping, para que armoniosamente se insiriera en el funcionamiento de la máquina global y se reabsorbiera en sus flujos.

Pienso que las miríficas predicciones de los partidarios del trans - o post-humanismo no estén destinadas a realizarse. Sin embargo, no quedan sin efecto. El gran peligro del trans - o post-humanismo es desviar la atención de las preguntas candentes que merecen realmente toda nuestra atención, de alimentar los fantasmas de superpotencia en el momento en que haría falta aceptar poner límites a la potencia y asumir una comunidad de destino de mecer quimeras cuando haría falta enfrentarse con la realidad, prometer a la humanidad una fuga de sí misma cuando ante todo debería reformarse para seguir viviendo, y vivir mejor.

El gran peligro del trans - o post-humanismo es igualmente, justo por su nombre, querer encerrarnos en una falsa alternativa a través de un humanismo extenuante, entrado en descomposición desde el momento en que se ha concebido como reino del hombre, y no como cumplimiento - floración y fructificación-del hombre en el reino de Dios.
En todo caso la humanidad, la más horrible vieja entre todas las viejas, decía Nietzsche, no existe y no ha existido nunca. Eso de lo cual tiene sentido hablar es, de una parte, una cierta especie de mamíferos llamada homo sapiens, con los caracteres aferentes, de la otra una divino-humanidad, formada por criaturas a imagen de Dios, con la vocación que eso implica.

Diderot afirma en su Enciclopedia, a la voz «hombre»: «El hombre es el término único del cual hace falta partir y al que hace falta volver».
Según yo, es una definición bastante exacta del infierno. Sobre el techo de este infierno está el trans - o lo post-humano. Pero fuera de este infierno, ya no está el techo, está el Cielo.

[Extraido del: Coloquio académico, Instituto Philantropos, 28-29 marzo de 2014 - Trans-humanismo: ¿una idea cristiana convertida en locura? - Traducción de Flora Crescini]

Notas

1. G. Anders, L’uomo è antiquato, Considerazioni sull’anima nell’epoca della seconda rivoluzione industriale (El hombre es anticuado,Consideraciones sobre el alma en la época de la segunda revolución industrial), Turín, Bollati Boringhieri, 2003, p. 124.
2. Ibídem, p. 260.
3. J. Ellul, Il sistema tecnico (El sistema técnico), Milán, Jaca Book, 2002, p. 330.
4. P. P. Pasolini, Lettere luterane (Cartas luteranas), Milán, Garzanti, 2009, p. 56.
5. Ibídem, pp. 55-56
6. G. Anders, op. cit., p. 61.
7. Ibídem, p. 158
8. G. Simmel, Les grandes villes et le vie de l'esprit, Payot & Rivages, collección Petite Bibliothèque Payot, 2013, pp. 67-68.
9. «Declaration in defense of cloning and the integrity scientific research», //Free Inquiry magazine
, vol. 17, 1997.
10. De manera premonitoria, el romance Crash de James Graham Ballard (1973), y la película de David Cornenberg, inspirada en la novela, (1996) muestran personas cuya imagen y la libido han sido así bien colonizadas por la máquina que toda su vida se vuelve espera y preparación del accidente automovilístico en las que la fusión entre su cuerpo y la máquina se realizará - en la muerte.

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