Fe y razón, la derrota de Heidegger
autor: Camillo Ruini
fecha: 2011-05-29
fuente: Fede e ragione: la sconfitta di Heidegger
traducción: Carmína Vasquez

Al Centro Bonus Pastor de Roma, el cardenal Camillo Ruini, presidente del Comité para el proyecto cultural Cei, ha hablado de "Ciencias, Razón y Fe”. Una relación siempre en construcción; texto del cual publicamos amplias partes. El acontecimiento se ha desarrollado en el IV Workshop "Aspectos filosóficos y teológicos del trabajo científico", promovido por el Disf Working Group, programa de formación interdisciplinaria para jóvenes licenciados en el sector de la búsqueda científica. Al final ha sido presentado el volumen de Benedicto XVI "Fe y Ciencia”. Un diálogo necesario, antología curada por Humberto Caserío para Lindau. El Disf Working Group obra del 2005 con el Centro de documentación interdisciplinaria de Ciencia y Fe y el portal www.disf.org, dirigidos por Giuseppe Tanzella-Nitti, encargado del Diccionario interdisciplinario de ciencia y fe.

Antepongo mi inadecuación a este tema y especialmente a tratarlo con ustedes: no tengo en efecto ninguna verdadera formación científica, mientras que para la filosofía y la teología estoy tratando de recuperar una pausa de 25 años.

Pero he tenido siempre un gran interés para las ciencias, como terreno fundamental de la comparación entre fe y razón; además mis estudios se concentran actualmente en la cuestión de Dios, que tiene que ver por su naturaleza con todo lo humano, incluido la comprensión de las ciencias. Les expondré pues, con poca organización, algunas ideas y convicciones que me parecen significativas. La primera de estas concierne la importancia de las ciencias, que emerge sin parar en nuestra vida. Sabemos todos, además, que las ciencias y los hombres de ciencia, tienen hoy un gran peso acerca de la opinión pública, tanto que se habla de un liderazgo cultural. Pero yo me refiero a algo muy diferente y, por así decir, de más intrínseco: los procedimientos heurísticos que caracterizan las ciencias modernas nos permiten un nuevo y más preciso conocimiento de la índole y de los modos de proceder de nuestra inteligencia.

Son por lo tanto muy relevantes para la gnoseología y generalmente para la filosofía. Si es verdad que la reflexión sobre las ciencias modernas permite a la razón una nueva y más profundizada comprensión de ella misma, resulta confirmada la índole histórica de nuestra razón, en el sentido de su progresivo revelarse a sí misma.

Una segunda consideración, en algún sentido complementaria a la de antes, es que la relación de la fe, y de la teología, con las ciencias necesita ser mediada por la filosofía: en concreto de un ejercicio de la razón filosófica que, de una parte, es "interior" a la teología, ya que la teología es fides quaerens intellectum; de la otra parte tiene que ser autónoma con respecto a la fe y a la teología, porque la filosofía es autónoma o no es filosofía. Pero aquí nos encontramos con la célebre objeción de Heidegger (en su Introducción a la metafísica) según la cual el "interrogarse" justo de la filosofía y la "creencia” propia de la teología son dos actitudes que se excluyen recíprocamente, porque el creyente no puede hacerse la pregunta fundamental de la filosofía ("¿Por qué existe algo en vez de la nada"?) sin renunciar a su actitud de creyente. Él sólo puede comportarse "como si” se interrogara, puesto que ya tiene en la fe la respuesta a aquella pregunta, que es superflua para él. En realidad esta tesis de Heidegger olvida lo que distingue la fe auténtica respecto al fanatismo y al convencionalismo o sea el amor por la verdad y la búsqueda sincera de ella, la sinceridad con nosotros mismos. El creyente puede mantenerse coherente con la misma fe solamente si se pregunta sin ficciones qué cree y porqué cree. La fe, entonces, no sólo queda abierta a la pregunta radical de la filosofía, si no que incluso dándole una precisa respuesta, al mismo tiempo la propone continuamente al propio interior.

Ya santo Tomás, además, afirma que el creer es acto del intelecto, teniendo por objeto lo verdadero, la verdad divina, pero precisa contextualmente que tal acto se cumple por el mando de la voluntad movida por la gracia de Dios y atraída por el bien de la vida eterna prometida al creyente. Por tanto es característico de la fe que en ella el consentimiento y la investigación procedan "casi ex aequo": el consentimiento firme de la inteligencia a la verdad, proviniendo no de la evidencia intrínseca de lo que se cree, más bien de la decisión de la voluntad, deja en efecto espacio a ulterior investigación y a la inquietud intelectual. En cierto sentido, santo Tomás ha prevenido pues el problema planteado por Heidegger. (…)
Ahora volvamos a reflexionar sobre las relaciones entre la fe y la razón, acogida y valorizada en esta amplitud suya. Al respeto me encuentro plenamente en la posición de Joseph Ratzinger, según el cual el racionalismo ha fracasado en su tentativo de demostrar las premisas de la fe – los praeambula fidei – a través de una razón rigurosamente independiente de la fe, y son igualmente destinados a fracasar otros eventuales tentativos análogos. A su vez, en cambio, ha fracasado la tentativa opuesta de Karl Barth de concebir la fe como una pura paradoja, que puede existir sólo en una total independencia de la razón. En realidad "la razón no se sana sin la fe, pero la fe sin la razón no se hace humana". Tenemos por lo tanto que esforzarnos en construir una nueva relación entre fe y razón, fe y filosofía, porque ellas necesitan la una de la otra. Esto no comporta ninguna confusión entre fe y razón, teología y filosofía, y tan menos un círculo vicioso que quisiera demostrar la razón con la fe y la fe con la razón. Se trata más bien de tener presente, también aquí, la unidad del sujeto humano, racional, libre y creyente. Frente a aquella dicotomía que en la época moderna a menudo tiende a establecerse entre la "objetividad" de la razón y la "subjetividad" de la fe, debe ser recordado, como Hegel ya subrayó (sea en Creer y saber sea en la Introducción a la historia de la filosofía), que la fractura o el antagonismo, entre subjetividad y objetividad constituye quizás el más grave problema de la misma época moderna: un problema que hoy más que nunca tenemos la necesidad de dejar a nuestras espaldas, superándolo a partir de la estructura misma del sujeto humano, con su abertura al ser y al don de la fe. (…) El nacimiento y el desarrollo de las ciencias modernas además ha llevado consigo un radical cambio de la imagen sea del universo como sea la del hombre, cambio con el cual la reflexión filosófica no puede no enfrentarse. En concreto, la filosofía se ha hecho existencial e histórica, considera al hombre no sólo según sus estructuras esenciales sino en el concreto de su vivir y morir: incluso habiéndose alejado mucho y a menudo contrapuesta a la teología, al menos desde este punto de vista ésta se ha vuelto en alguno sentido más afín a la teología misma. Juan Pablo II, en el encíclica Dives en misericordia (n. 1) nos ha ofrecido un criterio de gran validez y eficacia para nuestro relacionarse con el pensamiento moderno. Escribe en efecto: "Mientras las varias corrientes del pensamiento humano han estado y siguen siendo propensas a dividir y hasta a contraponer el teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia en cambio, siguiendo al Cristo, trata de juntarlos en la historia del hombre de manera orgánica y profunda". Y añade: "Éste también es uno de los principios fundamentales, y quizás el más importante del magisterio del último Concilio". De esta manera es superada de raíz la visión catastrófica de la modernidad antropocéntrica - al que nuestra filosofía y teología han dado en el pasado un espacio demasiado grande, pero con la condición de cambiar señal al antropocentrismo, haciéndolo no alternativo, sino más bien tendencialmente coincidente con el teocentrismo. (…)

Charles Taylor, en su libro La edad secular, afirma con buenos argumentos que, aunque no exista ninguna relación automática entre modernidad y pérdida o disminución de la fe en Dios, se ha constatado sin embargo en la sociedad occidental un cambio decisivo, que ha alcanzado dimensiones de masa hacia la mitad del Ochocientos, y que consiste en el paso de una sociedad en la que fue "virtualmente imposible no creer en Dios, a una en que también para el creyente más devoto creer en Dios sólo es una posibilidad humana - una opción - entre las otras". La razón fundamental de este paso para Taylor no es principalmente de orden teorético, sino que consiste en el afirmarse, en la vida concreta personal y social, de un "humanismo exclusivo", por el cual la plena realización de nosotros mismos, el "florecer del hombre” no tiene más necesidad de Dios o una referencia a Dios. A un desafío de este género no se puede contestar limitándose a criticar la sensibilidad actual, poniendo en evidencia los indudables límites y contradicciones. Hace falta sobre todo recuperar la riqueza de la propuesta cristiana sobre Dios y sobre el hombre para ofrecer a esta sensibilidad una posibilidad de realización mucho más llena y más grande. En concreto, la así llamada "reducción de los deseos" parece ser el camino embocado por nuestra civilización, de manera cada vez más clara y consciente en las últimas décadas.

Renunciamos, es decir, a satisfacer aquel "anhelo de plenitud" que llevamos dentro de nosotros, para en cambio tomar acto de nuestra precariedad y finitud, adecuando a ellas nuestros objetivos y nuestras esperas. Pero de este modo el "florecer del hombre" no puede ser más que un florecer muy modesto, difícilmente atractivo y mucho menos satisfactorio, especialmente en un tiempo como el nuestro en el que las exigencias del sujeto son exaltadas más allá de cada límite razonable. Hay en todo eso una lógica profunda: si Dios no existe y el hombre está solo en el universo, viene sencillamente de la naturaleza y a la naturaleza vuelve - una naturaleza que no sabe nada de él y que no cuida de él -, es difícil pensar que sea posible satisfacer de algún modo nuestro "anhelo de plenitud."

No pues, por casualidad, la post-modernidad ha desarrollado una crítica a menudo despiadada (válida por un lado, demasiado radical y "nihilista" por el otro) respecto a la modernidad, ante todo acerca de su pretensión de autosuficiencia del sujeto humano. Los creyentes tienen en el Dios que es inteligencia y amor, y que ha pronunciado en Jesucristo un sí definitivo respecto a la humanidad (cfr. 2Cor 1, 17-22), la base para abrir su vida a deseos más grandes, para cultivar, junto a la humildad, la virtud de la magnanimidad, que no teme de apuntar a objetivos también muy altos. Y esto concierne cada uno de nosotros, dentro de las coordenadas concretas de su existencia.

Concierne las elecciones de vida pero también, y no menos, las ideas y las convicciones (de este punto de vista el análisis de Taylor es un poco unilateral y puede ser bien integrada, por ejemplo, con las reflexiones de Rémi Brague, La Sabiduría del mundo. Historia de la experiencia humana del universo, como el mismo Taylor reconoce).

Concierne de manera peculiar a quien, como ustedes, hoy intenta dedicarse a la búsqueda científica en el amplio horizonte abierto por la fe en el Dios de Jesucristo y de una racionalidad no estrecha. El augurio y el ruego, con el cual quisiera terminar es que cada uno de nosotros no tenga miedo y no titubee a motivar y "soldar" su trabajo cotidiano con aquella confianza en Dios que hace posible ser generosos con nosotros mismos y con los demás.

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