Importancia de la curiosidad, del juego, de la ...
autor: Louis De Broglie
fecha: 1958
fuente: Importanza della curiosità, del giuoco, dell'immaginazione e dell'intuizione nella ricerca scientifica
(Importancia de la curiosidad, del juego, de la imaginación y de la intuición en la investigación científica)
traducción: María Eugenia Flores Luna

Louis De Broglie, Sui sentieri della Scienza, tr. it. di R. Gallino, Boringhieri, Torino 1962, pp. 298-304

El niño es curioso. Cuanto en el mundo lo circunda, lo sorprende y lo asombra. Él querría conocer y, en cuanto es capaz de expresarse, hace un montón de preguntas. Este ardiente deseo de saber, de comprender, perdura en una forma que se vuelve poco a poco más meditada y más profunda durante la adolescencia, que por tanto es la edad de los primeros estudios superiores. Más tarde, en la mayor parte de los hombres, tal curiosidad universal disminuye o por lo menos se reduce y se restringe para determinados campos: esta disminución se opera junto a una limitación de las vías que se abren delante de nosotros poco a poco mientras que nos alejamos de la juventud.
La humanidad en el curso de su evolución ha seguido, en líneas generales, una vía análoga a aquella que los hombres individualmente siguen en el curso de su existencia. En un primer momento ella observó con curiosidad, atención y a veces inquietud la naturaleza que la circundaba: intentó descubrir las causas y las leyes que regulan los fenómenos que venía poco a poco constatando. Pero no estaban, al origen, ni padres, ni maestros para instruirla, y por tanto ella creyó encontrar en mitos, a menudo poéticos, pero siempre falaces, una interpretación sin valor real de los hechos que trataba de comprender. Sucesivamente, transcurrido algún siglo, ella alcanza la adolescencia y se liberó de sus primeros errores. Ya que su curiosidad podía valerse de una razón más firme y de un espíritu crítico más agudo, ella pudo continuar el estudio de los fenómenos valiéndose de métodos de investigación más seguros y más rigurosos.
Ha nacido así la ciencia moderna, hija del estupor y de la curiosidad: estos dos resortes secretos les aseguran siempre progresos incesantes. Cada nuevo descubrimiento nos abre nuevos horizontes y contemplándolos nosotros somos cogidos por nuevos estupores y por una renovada curiosidad. Y, ya que lo desconocido siempre se extiende al infinito delante de nosotros, nada parece poder interrumpir esta sucesión continua de progresos que satisfacen nuestra curiosidad y que al mismo tiempo suscitan enseguida nuevas curiosidades, originando así ulteriores descubrimientos.
Sin embargo es posible que la humanidad, con el avanzar de los siglos, se empobrezca, análogamente a cuanto sucede en el período de madurez de un individuo. Ya ahora, como para el hombre que se vuelve adulto, siempre está la necesidad de una mayor especialización, y eso es causa de muchos inconvenientes que, ciertamente menos graves para la humanidad entera que para un individuo singular, son sin embargo reales; en efecto la especialización restringe los horizontes, hace más difíciles las comparaciones y las analogías fecundas y acabará por pesar como una amenaza sobre el futuro del espíritu. Pero, por cuanto se puede juzgar, la humanidad todavía está en su período de desarrollo, y si logra evitar los peligros que puede incurrir a causa de su potencia de acción sobre el mundo físico, está sin duda aún lejana de la esclerosis y de la decrepitud.
El niño de los “por qué” está ávido de conocer, pero también le gusta jugar. No hace falta creer que eso sea para él una ocupación inútil, ya que el juego enseña a reflexionar, a ver y luego superar las dificultades, a veces hasta a divertirse con ellas. No hay juego, por cuanto espontáneo, que no posea una táctica y una estrategia. Por tanto el gusto por el juego no es exclusivo de la infancia o de la primera juventud: no existe hombre maduro, por cuanto serio pueda ser, que no conserve un poco de ese gusto en el fondo del alma. ¿Y no existen quizás algunos juegos (aquel del ajedrez es un ejemplo), que exigen mucha reflexión y hasta razonamiento? ¿Desvelar un enigma, encontrar la solución de una charada, no significa quizás tratar de descubrir a hurtadillas algo escondido y no es esto una especie de esfuerzo análogo a la investigación científica? Además creo se pueda afirmar que el gusto por el juego, que es como la curiosidad una tendencia natural en el niño, pero que no es infantil en el sentido peyorativo de la palabra, haya también contribuido al progreso de la ciencia.
Por cuanto me concierne, yo a menudo he sido impresionado por la semejanza de los problemas que la naturaleza le impone al investigador científico, con los que hacen falta solucionar en el juego de las “palabras cruzadas”. Frente a los casilleros todavía vacíos, sabemos que otra mente como la nuestra ha puesto en los varios casilleros, siguiendo ciertas reglas, algunas palabras que se cruzan, y ayudándonos con ciertas indicaciones que ella nos ha provisto, tratamos de hallar aquellas palabras. Cuando el científico trata de comprender ciertos fenómenos naturales, él empieza por admitir que estos fenómenos obedezcan a determinadas leyes, que podemos valorar en cuanto comprensibles a nuestro intelecto. Esto - notémoslo bien - no es un postulado evidente y sin importancia: ello en efecto lleva a admitir la racionalidad del mundo físico, a reconocer que hay algo en común entre la estructura material del universo y las leyes que regulan nuestro espíritu. Admitida esta hipótesis, que creemos natural y cuya audacia no cuidamos nunca de examinar, nosotros tratamos de hallar las relaciones racionales que, según ella, tienen que existir entre las apariencias sensibles. En tal modo el científico trata de llenar las casillas vacías del crucigrama de la naturaleza, de manera tal que puede formar palabras que tengan un sentido para la razón. No discutimos a este propósito cuál pueda ser el significado del acuerdo al menos parcial entre la razón y las cosas, puesto en evidencia, con una imagen, por la comparación entre la investigación científica y la solución de los crucigramas, pero hace falta notar que esta comparación enseña claramente la analogía existente entre la investigación científica y el juego en general: en ambos casos hay en un primer momento la curiosidad por el enigma puesto, por la dificultad por superar, seguida, al menos a veces, por la alegría del descubrimiento, por la embriagante sensación del obstáculo superado. El juego de las palabras cruzadas es ciertamente un juego intelectual, pero se puede afirmar que todos los juegos, también los más simples, tienen, en los problemas que ponen a nuestra atención, ciertos elementos en común con la actividad del científico en sus investigaciones. Y, puesto que los hombres en cada período de su vida son atraídos por el juego, por sus peripecias, por sus riesgos y por sus victorias, algunos de ellos se han dedicado exclusivamente a la investigación científica y han encontrado en la dura lucha que tienen que afrontar un manantial de alegría y entusiasmo. Pues el gusto por el juego tiene cierta importancia en el desarrollo de la ciencia.
Se ha hablado mucho en estos últimos años de “cerebros electrónico”, de “máquinas pensantes” y, más generalmente, de dispositivos, a la vez mecánicos y eléctricos, que igualan con su funcionamiento y hasta superan todos los recursos del cerebro humano. ¿Quizás tales dispositivos no logran desarrollar de modo extremadamente exacto y en pocos segundos difíciles cálculos que un hombre también ejercitado desarrollaría en muchísimas horas y con una mayor probabilidad de errores? ¿No poseen “memorias” más fieles y más seguras que la nuestra? ¿No tienen quizás una potencia lógica, un inflexible y riguroso razonamiento que nuestro pobre cerebro, a menudo vacilante, no puede hacer más que envidiarlas? Pero si se piensa en la actividad de nuestro espíritu en toda su vastedad, actividad que comprende bien otros aspectos respecto a la ejecución de los cálculos, el desarrollo de los silogismos o la capacidad de recordar los conocimientos aprendidos, se tiene - me parece - la neta impresión que, excepto algunas operaciones de carácter automático, el cerebro humano supera por mucho a la máquina más perfeccionada y tenga muchas más posibilidades. Es difícil dar un nombre preciso a estas capacidades particulares de la mente: según los casos se tratará de sentimiento, de esprit de finesse, de imaginación o de intuición. El término tiene poca importancia, pero una realidad profunda parece esconderse bajo estas denominaciones imprecisas.
El progreso científico debe mucho al sentimiento. Si ello es una realidad, eso es debido al hecho que algunos hombres han amado o aman la ciencia. Cuando el joven Pasteur expuso al ya viejo Biot sus descubrimientos sobre los isómeros ópticos, éste le dijo: “Mi querido joven, ¡yo he querido tanto la ciencia que lo que tú me dices me hace latir el corazón!” Así también hablando de ciencia, se puede hablar de amor. No pienso que las máquinas electrónicas amen la ciencia. Pero no quiero alargarme sobre este aspecto de la cuestión y querría ahora señalar la gran importancia que en el progreso científico tienen otros elementos irracionales.
Quien vive lejos de la ciencia muy a menudo cree que ella siempre nos ofrece certezas absolutas: se piensa que el investigador basa sus deducciones sobre hechos indiscutibles y sobre razonamientos irrefutables y que por lo tanto tenga que proceder con paso seguro, sin alguna posibilidad de error y sin volver nunca atrás. Pero la ciencia actual, tal como en el pasado, nos demuestra lo contrario. No sólo cada investigador tiene sus concepciones personales y su modo propio de examinar los problemas, sino también la importancia de los hechos constatados y más aún su interpretación son muy a menudo puestas en tela de juicio: las teorías evolucionan y muchas veces cambian radicalmente y hay también aquí, como en muchos otros campos, ciertas “modas” que pasan o que reaparecen. ¿Cómo sería posible eso si la ciencia únicamente se basara en bases racionales? Ésta es una prueba cierta que en el progreso científico intervienen otros factores además de las constataciones irrefutables o los silogismos rigurosos, y que eso ocurre hasta en aquellas ciencias como la mecánica o la física, por lo cual el uso de esquemas abstractos y de razonamientos matemáticos, por su precisión y por su aparente sencillez, parece particularmente apto.
En realidad en la base de todas las teorías científicas que tratan de darnos una imagen o un método capaz de prever fenómenos hay ciertas concepciones o representaciones, a veces concretas y a veces abstractas, por las que el investigador prueba una simpatía más o menos fuerte y a las que él se adapta más o menos fácilmente. Esta observación pone bien en evidencia como sea inevitable la intervención en la investigación científica de elementos individuales cuyo carácter no es únicamente racional. Si se examina bien la cuestión, se percata allí enseguida que justo estos elementos tienen una importancia fundamental para el progreso de la ciencia. Entre ellos en particular hace falta considerar la imaginación y la intuición, facultad tan específicamente individual y así variables de una persona a la otra.
La imagen permite representarnos en todo su conjunto un fenómeno natural, ofreciéndonos una imagen que hace evidentes ciertas particularidades suyas; la intuición nos hace divisar todo en un momento, con una especie de luz interior que cierto no tiene nada que ver con el pesado silogismo, un aspecto profundo de la realidad. Son posibilidades peculiares del espíritu humano que han tenido y tienen una importancia esencial en el desarrollo de la ciencia. Naturalmente el científico arriesgaría el dejarse engañar si él atribuyera un valor demasiado grande a la imaginación y a la intuición: él acabaría por negar la concepción de la racionalidad del universo que, como hemos dicho, constituye el postulado fundamental de la ciencia, y sería así obligado a volver poco a poco a las interpretaciones míticas que caracterizaron la fase precientífica del pensamiento humano. A pesar de eso, la imaginación y la intuición, consideradas en sus justos límites, constituyen una ayuda indispensable para el científico que avanza a lo largo de la vía del progreso.
Admitiendo sin restricciones el postulado de la racionalidad del universo, se habría llevado a afirmar que, apoyándose en hechos bien ciertos, con una concatenación rigurosa de razonamientos sucesivos debería llegar a una descripción total y exacta del mundo físico. Pero ésta es solamente una utopía: la concatenación señalada no puede ser efectivamente construida, ya que el mundo físico es extremadamente complejo y muy difícil de interpretar: nosotros en efecto sólo conocemos una parte mínima de los fenómenos físicos y la racionalidad del universo, si ella es realmente total, podría ser sólo percibida por una mente infinitamente más amplia que la nuestra. Debemos por lo tanto a menudo pasar de un razonamiento a otro con un acto de imaginación o intuición que no es completamente racional, como un aviador que, partiendo de una cumbre, acepta el riesgo de lanzarse al espacio para alcanzar una cumbre cercana, ya que sabe que la vía que desciende en los valles y que le permite hacer el mismo trayecto sin abandonar el suelo es demasiado larga y casi impracticable. Pero, ya que los impulsos de la imaginación o de la intuición son cosas individuales, los varios investigadores entonces es probable que ya no sigan exactamente la misma vía y esto explica los contrastes entre los científicos, los cambios del pensamiento científico que hacen a veces asombrarse tan calurosamente a los que asisten desde fuera al progreso de la ciencia y que, juzgando demasiado superficialmente las cosas, creían encontrar en ella templos más serenos.
No hace falta pero subvalorar el valor insustituible de la imaginación y de la intuición en la investigación científica. Superando con saltos irracionales - y no hace mucho tiempo Meyerson subrayó la importancia - el rígido círculo dentro del cual estamos obligados por el razonamiento deductivo, la inducción que se basa sobre la imaginación y sobre la intuición permite por sí sola las grandes conquistas del pensamiento: ella está al origen de todos los verdaderos progresos científicos. Y, justo porque el espíritu humano tiene estas posibilidades, ello me aparece superior a todas las máquinas que saben calcular o clasificar mejor que él, pero que no son dotadas ni de imaginación, ni de presentimiento.
Así, y es ésta una sorprendente contradicción, la ciencia humana, esencialmente racional en su principio y en sus métodos, obtiene las más estrepitosas conquistas sólo con bruscos saltos peligrosos del espíritu, en que intervienen las facultades de la imaginación, de la intuición, del esprit de finesse, libres del incómodo vínculo de los razonamientos rigurosos. Bien pronto el científico vuelve al análisis lógico y retoma, eslabón por eslabón, la cadena de sus deducciones. De aquel momento en adelante sigue paso a paso la cadena hasta cuando no se alejará momentáneamente para valerse de la libertad de su imaginación, reconquistada por un instante, que le permitirá divisar nuevos horizontes.
Cualquier esfuerzo de imaginación o intuición, justo porque es sólo el verdadero creador, trae pero algunos riesgos: liberado del obstáculo de la deducción rigurosa, ello no conoce nunca la meta hacia el cual tiende y puede llevar al engaño al científico o llevarlo a un callejón sin salida. Por tal razón la investigación científica, aunque casi constantemente conducida por el razonamiento, es incluso siempre una aventura.

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