Relación tenida en el Congreso anual de la Asociación Universitas University que se ha desarrollado en Ginebra en el CERN en el mes de febrero 2015. Como bioquímico siempre he estudiado, con enfoques diferentes, los mecanismos y la regulación de la expresión de los genomas, incluso el genoma humano. Por tanto mis estudios científicos han tenido y tienen como objeto los seres vivientes, y en particular el hombre, desde el punto de vista de su estructura genética y organización molecular. En nuestra investigación, ¿qué es la verdad?Parto de algunas consideraciones sobre la verdad, maduradas en mi trabajo de estudio y de investigación en ámbito científico, pero en una continua confrontación con una inquietud metafísica, de la cual Gabriel Marcel (1889-1973) ha escrito que «puede ser parangonada a la situación de un enfermo febril que busca una posición para el propio cuerpo». La verdad es representada como una mujer desnuda que viene echada fuera de su caverna por un sátiro alado con hoz y reloj de arena, que representa el tiempo. Sobresale el lema: «Tempore patet occulta veritas». Con el tiempo, siempre más cosas vendrán aclaradas. La revelación de la verdad-entendida como la estructura íntima del mundo, a partir de la cual cada cosa podrá ser explicada- es sólo una cuestión de tiempo. Existe por tanto, típicamente, en quien hace investigación, científica, un afanarse continuo y confiado, movido (podremos decir) por el deseo de verdad, pero en el sentido de deseo de revelar algo. El compromiso con la investigación científica implica un ser absorbido en un trabajo de revelación progresiva que, por cuanto ínfimo sea su contribución al avance general de los conocimientos no deja de dar satisfacciones en el momento del descubrimiento: por pequeña que sea, aquella pieza del mosaico habremos podido ponerla sólo nosotros, y su presencia contribuye al emerger de la figura final, la verdad finalmente extraída de su gruta. Escribe Edmund Husserl (1859-1938): «En la miseria de nuestra vida –se oye- esta ciencia no tiene nada que decirnos. Ella excluye por principio justo aquellos problemas que son los más urgentes para el hombre, el cual, en nuestros atormentados tiempos, se siente en manos del destino: los problemas del sentido o del no-sentido de la existencia humana en su totalidad».2 Por placer Leopardi entiende la felicidad que el hombre anhela en cada movimiento suyo, según una tendencia connatural con su misma existencia y que, siendo sin límites, no podrá nunca encontrar satisfacción, ciertamente no por un método de conocimiento que por su naturaleza delimita y circunscribe. Por otra parte, el gran suceso de la empresa científica está seguramente ligado a sus premisas, las cuales implican una reducción en mérito a lo que se quiere conocer, un restringir el campo de lo cognoscible a lo que puede ser aplicada la medida de la razón geométrica: ¿Cómo es que a cierto punto todo esto viene sentido dolorosamente (como parece de la constatación de Husserl, pero también de numerosas voces de la poesía del Novecientos)?5. Indisociabilidad de verdad y hombre vivientePero ¿cómo es que se ha verificado este olvido de las premisas auto-limitativas sobre las cuales la ciencia se ha construido? Sin pretender responder en modo exhaustivo a esta gran pregunta, noto como este olvido esté vinculado a la gradual incapacidad de hacer preguntas que no entran entre aquellas metodológicamente admitidas por la ciencia. Y tal incapacidad nace de la convicción (más o menos consciente) que el sistema de la ciencia un día sea destinado a encerrar la verdad, a coincidir con ella (convicción favorecida por la constatación de su suceso en la explicación y en el control de los fenómenos naturales). En un sistema que se considere destinado a encerrar en sí mismo la verdad, no hay más espacio para la verdadera pregunta, aquella que no conoce ya anticipadamente la respuesta (o mejor, el tipo de respuesta). En el proceder científico hay obviamente continuas preguntas, para las cuales sin embargo nos esperamos ya siempre un cierto tipo de respuesta, porque anticipadamente hemos establecido qué tipo de respuestas serán aceptables (habiendo preestablecido qué tipo de preguntas es lícito hacer). Sin embargo es relevante por el modo en que manifestó su pretensión de realizar un sistema de pensamiento totalizante: Se trata de un paso crucial. En esta visión, el saber efectivo implicaría la renuncia al amor del saber (filo-sofía), y a las preguntas que ella hace nacer. Voegelin confronta luego esta actitud con aquella platónico-socrática, por la cual el verdadero pensador no es el sabio (tal atributo es reservado a Dios), sino el filósofo: el amante del saber reservado a Dios, es por tanto el amante de Dios. Esta idea de la indisociabilidad de verdad y hombre viviente recuerda la afirmación más extraordinaria que jamás haya sido formulada a propósito de la verdad, que es aquella de Cristo mismo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn.14, 6). El matemático Laurent Lafforgue (1966-…) observa que «esta afirmación no será nunca completamente comprendida por los hombres, los interrogará siempre, obligándolos a poner en juego sus representaciones limitadas de la verdad»9. Uno de los motivos por los cuales la indisociabilidad de verdad y hombre viviente nos encuentra siempre un poco perplejos, es nuestra tendencia a olvidarnos que todo lo que se presenta como válido (dotado de validez de ser), incluso los conocimientos llamados objetivos, todo eso está radicado en el terreno misterioso de las subjetividades vivientes que somos. Emerge una última no-correspondencia entre nosotros como la ciencia puede representarnos (objetos materiales de increíble complejidad química, pero de una química ciega y sin objetivo, como es siempre la química) y nosotros como centros de vida y de entregarnos al mundo, de capacidad de significado y de libertad, que esperamos de modo inmediato10. «Allí donde [la ciencia] dirige su mirada, la vida en efecto nunca aparece», escribe en modo lapidario el filósofo Michel Henry (1922-2002)11. Nosotros sabemos qué es la vida siendo seres vivientes, mientras no podremos nunca deducirlo del conjunto, por muy extenso y detallado que sea, de los conocimientos científicos sobre los seres vivientes. Y esta no-correspondencia puede empujarnos a una posición sustancialmente irracional: porque no soy más que el resultado de un mecanismo impersonal (que es por principio el único genuino contenido del conocimiento científico), entonces aquello a lo que me refiero cuando digo “yo” es una ilusión, y la vida misma es una ilusión. La tesis de la no-existencia, del carácter ilusorio de la vida viene repropuesta en modo recurrente, aun en revistas científicas prestigiosas12. Esto es extremadamente significativo, porque desnuda los términos de una dinámica de trabajo constante: se parte de una experiencia fundamental (la vida), se constata la no-localización de parte de la ciencia y, a través de la asunción a priori de una mayor falibilidad de la experiencia respecto a la ciencia, se concluye que la vida no existe, es ilusoria. Esta conclusión nace de una confianza en la experiencia. E ignora el hecho que la ciencia misma encuentra como ya dado su terreno de validez, precisamente en aquella vida que ella misma (la ciencia) no es en grado de ver. Viene es decir ignorado este hecho fundamental: hay un terreno fundamental de la ciencia que es invisible a la ciencia misma. Y este terreno fundamental es sólo eso del cual hago experiencia. Es inmediatamente evidente, aun sólo en la percepción: yo hago experiencia del rojo, o del dolor, y esto constituye un nivel de la realidad que no podrá nunca ser deducido por el conocimiento de un proceso biológico o químico. Más bien sucede lo contrario: en el caso de la percepción de un color o de una forma, por ejemplo, es precisamente esta experiencia invisible a la ciencia que constituye el referimiento de sentido para aquel conjunto de procesos químico-biológicos que resultan a ella correlacionados. Hay un reino ya dado de evidencias originarias, que se distingue del llamado mundo objetivo y verdadero, precisamente por su directa experiencia. Todo misteriosamente hunde allí sus raíces. Escribe Husserl: «Cualquier teoría objetiva (la teoría matemática, la teoría de las ciencias naturales) [tiene] sus fuentes ocultas de fundación en la vida operativa última, que abraza en sí misma toda la vida actual y por tanto también aquella científica, y la nutre en cuanto fuente de sus elaboradas formaciones de significado»14. ¿Puede haber verdadero conocimiento sin afecto?En relación sobre todo a la última pregunta del Congreso querría ahora tratar de profundizar algunos aspectos del conocimiento científico, que la hacen contrastar con nuestro afecto a las cosas, y razonar sobre las implicaciones de este contrasto. A este respecto, hay un capítulo tremendo en el Hombre sin calidad de Robert Musil (1880-1942), titulado La ciencia sonríe bajo los bigotes o primer encuentro exhaustivo con el mal, en el cual el autor nota «la extravagante predilección del pensamiento científico por las definiciones mecánicas, estadísticas, materiales a las cuales ha sido como sacado el corazón. Considerar la bondad sólo como una forma particular de egoísmo; atribuir los movimientos del ánima a las secreciones internas; […] hacer depender la belleza de la buena digestión y de un panículo adiposo bien distribuido; sacar los datos estadísticos de los nacimientos y de los suicidios, demostrando cómo lo que aparece como libre decisión sea en cambio inexorablemente impuesto; […] equiparar el ano y la boca, como las extremidades rectales y orales de la misma cosa: todos estos conceptos, que, en un cierto sentido, desvelan el truco en el juego de las ilusiones humanas, encuentran siempre una especie de preconcepto favorable para adquirir una especial validez científica. Cierto, se ama y se busca la verdad; pero entorno a aquel lúcido amor hay toda una preferencia por la desilusión, por la coerción, la inexorabilidad, la amenaza fría o la seca censura […]. Y este afán de achicar todo […] ya no es casi la división de la vida en nobleza y vulgaridad, sino más bien un autolesionismo del espíritu, un incalificable placer de ver descender el bien y dejarse destruir con maravillosa facilidad» [16]. Esta imagen de la ciencia que sonríe bajo los bigotes mientras desvela los altares de la Naturaleza, y disminuye lo que parece alto, me ha venido a la mente leyendo el editorial aparecido en Nature el 15 de enero de 2015, al día siguiente de los hechos terroristas en París. El editorial (que a mi parecer le falta sobriedad) aproxima la ciencia a la sátira, y las ve unidas en la historia de la lucha contra los dogmas y el oscurantismo religioso [17]. La ciencia como instrumento para ridiculizar y hacer caer dogmas y creencias religiosas recuerda la ciencia burlona de Musil que sonríe bajo los bigotes. Emblemática a este respecto es la idea del hombre-máquina, que se asoma y vuelve a aparecer en modo persistente aun (y sobre todo) en ámbito científico [18]. En el mito contemporáneo del hombre-máquina, la caída de una creencia (aquella en el alma inmortal) se acompaña al autolesionismo del espíritu del cual habla Musil, y podría ser leído en términos de una abdicación a la libertad que no es extraña en nuestros tiempos. La idea del hombre-máquina nace cuando decidimos hacernos definir por lo que la ciencia ve de nosotros. Dando crédito a nuestra experiencia de seres vivientes humanos, sin embargo, sabemos que ella no capta de nosotros precisamnete lo que confiere un sentido unitario a todos los datos que ella descubre. Entonces nos viene la sospecha de que también de otros entes naturales la ciencia pueda no captar precisamente lo que es más importante. Si una descripción científica no capta lo que yo soy, es razonable pensar que no capte ni menos lo que los más diversos entes naturales, en la plenitud de su realidad, son. En el Zibaldone (cuaderno de pensamientos), Leopardi hace una similitud sorprendente. Imaginemos, dice, ser criaturas inteligentes pero hechas de modo completamente diferente de como está hecho el hombre o cualquier otro animal, y de no haber visto nunca ni hombre ni animal. Pero a Leopardi esta similitud le sirve para llegar mucho más lejos: «descubrir y entender cuál sea la Naturaleza viva, […] cuáles las tendencias y los procesos, […] las intenciones, los destinos de la vida de la Naturaleza o de las cosas, cuál la verdadera destinación de su ser, cuál en resumen el espíritu de la Naturaleza, con el simple conocimiento por decir así, de su cuerpo, y con el análisis exacto, minucioso, material de sus partes […] no se puede, digo, con solo estos medios descubrir ni entender, ni felizmente o aun incluso probablemente conjeturar.» Y continúa: «Se puede con certeza afirmar que la Naturaleza, y queremos decir la universalidad de las cosas, está compuesta, conformada y ordenada para un efecto poético. […] Nada poético se vislumbra en sus partes, separándolas la una de la otra, y examinándolas una a una con la simple lumbre de la razón exacta y geométrica.» [19]. ¿Qué capta la ciencia de los objetos de su indagación (hombre incluido)?Pero si no capta la naturaleza de las cosas, ¿qué es lo que la ciencia, «la razón exacta y geométrica» capta de los objetos de su investigación (hombre incluido)? Condiciones de origen, factores de dependencia, aun considerados en su conjunto, no llegan nunca a definir lo que una cosa auténtica y plenamente es, aunque permiten siempre mayores posibilidades de intervención sobre ella, con el bien y el mal que puede venir. Y esta impotencia de la ciencia para decir lo que son realmente las cosas, no obstante sus sucesos, revela el mundo como una herida en nuestro modo de conocer, y quizá aun el mundo mismo. Es interesante aquello que observa Marcel diferenciando la mirada del artista de aquella del científico. A diferencia del científico, en el artista «los conceptos de condición, de origen, de condición original no tienen importancia; no le interesa de hecho saber en qué modo seres y cosas se han convertido en lo que vemos. Y es justo desde este punto de vista, aparentemente negativo, que él se introduce en el ámbito de la participación, que en cambio abandonamos no apenas pretendemos encontrar un origen y reconstruir una génesis» [20]. Un pasaje importante hacia el verdadero conocimiento (para citar el título del congreso) es aquel de un interés por las propiedades de las cosas y por cómo ellas se constituyen, al interés por su puro y simple ser. Esta segunda modalidad de conocimiento es connotada ante todo por la afirmación de la cosa en su ser, afirmación que mete en juego nuestra libertad, y que quizá se acerca a lo que significa amar. Cualquier cosa que Leopardi entendiera diciendo que la naturaleza está «conformada y ordenada para un efecto poético», nos hace entrever toda la profundidad y la verdad de la mirada artística y -hecho aún más importante- nos pone seria y racionalmente frente a la posibilidad de que la Naturaleza tenga algo que decir. Es impresionante la analogía con una idea central que emerge de los escritos de Fëdor Dostoevskij (1821-1881), según los estudios de Tat’jana Kasatkina (1963-…): la idea de la naturaleza dialógica de la verdad, según la cual, en última instancia, «cada cosa, cada criatura lleva en sí y profiere una cierta verdad respecto a su Creador que no puede ser pronunciada por ningún otro», y la verdad existe sólo en este coro de voces no intercambiables. Cuando esto ocurre, ya nada es un objeto, porque nos habla. Y este modo participativo de conocimiento es aun al mismo tiempo amor por todo ser. Dostoevskij anota en su cuaderno de apuntes: «Una manzana. Amando una manzana si puede amar al hombre». Pero esto es posible sólo si la nota dominante de la cosa que se conoce es aquella de su presencia, y si el conocimiento se vuelve «de sujeto a sujeto» [21]. Hay dos fragmentos de Max Picard (1888-1965), pensador y escritor suizo muerto justo hace cincuenta años, con el que concluyo, porque dejan entrever como cada fatigoso trayecto de conocimiento, incluso aquel científico, pueda resolverse en el reconocimiento amoroso de la presencia, aquí y ahora, de las cosas: «Hoy en las escuelas se suele mostrar a los niños un documental que describe el desarrollo de una flor partiendo de su semilla. La metamorfosis se desarrolla lentamente bajo los ojos de los niños. Pero el prodigio no consiste en el crecimiento de la flor delante de nosotros, sino más bien en su presencia, en el hecho que la flor está talmente presente como si nunca se hubiera producido, porque en realidad su desarrollo se resuelve en su existencia presente. Este es el milagro, el hecho de que la flor esté aquí, como si nunca se hubiera producido». [22] Pero, en busca del significado de este estar presentes de las cosas, Picard va más allá, en territorios olvidados: «Las cosas quieren volverse más claras a sí mismas gracias al hombre y su belleza es un apelo dirigido al hombre para que vaya a su encuentro y agregue a su belleza intrínseca la otra belleza, aquella que emana de la verdad que al hombre es permitido descubrir en las cosas» [23]. Indicaciones bibliográficas y sitográficas 1. Jacques Monod, Il caso e la necessità, (El azar y la necesidad), p. 33, Mondadori, 1970. |
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Investigación científica y verdad