Investigación científica y verdad
autor: Giorgio Dieci
Departamento de Biociencias de la Universidad de Estudios de Parma
fecha: 2015-08-17
fuente: SCIENZAinATTO/ Ricerca scientifica e verità
Publicato en el n° 58 de Emmeciquadro
traducción: María Eugenia Flores Luna

Relación tenida en el Congreso anual de la Asociación Universitas University que se ha desarrollado en Ginebra en el CERN en el mes de febrero 2015.
El autor propone una reflexión críticamente argumentada y ampliamente documentada sobre la propia experiencia del investigador en ámbito científico.
Un trayecto riguroso que se desarrolla según las siguientes preguntas que son estímulo, propuestas a los relatores del Congreso anual de la Asociación Universitas University que se ha realizado en Ginebra en el CERN (Organización Europea para la Investigación Nuclear) en el mes de febrero de 2015: «En nuestra investigación, ¿qué es la verdad? ¿Cómo podemos estar seguros? ¿Puede haber verdadero conocimiento sin afecto?».

Como bioquímico siempre he estudiado, con enfoques diferentes, los mecanismos y la regulación de la expresión de los genomas, incluso el genoma humano. Por tanto mis estudios científicos han tenido y tienen como objeto los seres vivientes, y en particular el hombre, desde el punto de vista de su estructura genética y organización molecular.
Algunas de las consideraciones que haré han sido grandemente favorecidas justo por tener al hombre, y por tanto también a mí mismo, como objeto de investigación científica.

En nuestra investigación, ¿qué es la verdad?

Parto de algunas consideraciones sobre la verdad, maduradas en mi trabajo de estudio y de investigación en ámbito científico, pero en una continua confrontación con una inquietud metafísica, de la cual Gabriel Marcel (1889-1973) ha escrito que «puede ser parangonada a la situación de un enfermo febril que busca una posición para el propio cuerpo».
Por aquello que he visto, en el mundo de la investigación no se plantea mucho el problema de qué sea la verdad. Uno se siente parte de un sistema bien experimentado por la producción de conocimientos verdaderos, somos como manipuladores de una maquinaria muy eficaz, de la que no es necesario conocer el funcionamiento para saberlo utilizar de modo productivo.
El modo en el cual usualmente en la investigación científica se representa la verdad (casi siempre, sin embargo, sin que esta representación venga tematizada) es bien sugerido por el emblema que se encuentra en el frontispicio de algunas ediciones de La Nueva Atlántida de sir Francis Bacon (1561-1626).

La verdad es representada como una mujer desnuda que viene echada fuera de su caverna por un sátiro alado con hoz y reloj de arena, que representa el tiempo. Sobresale el lema: «Tempore patet occulta veritas». Con el tiempo, siempre más cosas vendrán aclaradas. La revelación de la verdad-entendida como la estructura íntima del mundo, a partir de la cual cada cosa podrá ser explicada- es sólo una cuestión de tiempo.

Existe por tanto, típicamente, en quien hace investigación, científica, un afanarse continuo y confiado, movido (podremos decir) por el deseo de verdad, pero en el sentido de deseo de revelar algo. El compromiso con la investigación científica implica un ser absorbido en un trabajo de revelación progresiva que, por cuanto ínfimo sea su contribución al avance general de los conocimientos no deja de dar satisfacciones en el momento del descubrimiento: por pequeña que sea, aquella pieza del mosaico habremos podido ponerla sólo nosotros, y su presencia contribuye al emerger de la figura final, la verdad finalmente extraída de su gruta.
¿Pero cuál es esta figura final?
Por estatuto metodológico podríamos decir que ya está decidido anticipadamente qué características tenga el cuadro final. En esto nos ayudan las palabras de Jacques Monod (1910-1976), de El azar y la necesidad. «La piedra angular del método científico es el postulado de la objetividad de la Naturaleza, vale decir el rechazo sistemático a considerar la posibilidad de acceder a un conocimiento “verdadero” mediante cualquier interpretación de los fenómenos en términos de causas finales, es decir de “proyecto”. El postulado de objetividad es consustancial a la ciencia y desde hace tres siglos guía el prodigioso desarrollo. Es imposible descartarlos, aun provisionalmente, o en un sector limitado, sin salir del ámbito de la ciencia misma»1.
La Naturaleza que las ciencias ven puede sólo (por postulado metodológico) ser ciega, un objeto sordo y ciego puesto frente a nosotros. No se puede esperar nada diferente.
Con estas premisas, una representación estrechamente científica del mundo no puede más que mostrar un gigantesco mecanismo sin significado, sorprendente y fascinante por muchos aspectos, pero que por sí mismo no podría responder nunca a las preguntas que más alimentan nuestra sed de verdad: aquellas ligadas a nuestro destino, a nuestra realización o fracaso, al sentido o no-sentido de la existencia nuestra y del mundo.

Escribe Edmund Husserl (1859-1938): «En la miseria de nuestra vida –se oye- esta ciencia no tiene nada que decirnos. Ella excluye por principio justo aquellos problemas que son los más urgentes para el hombre, el cual, en nuestros atormentados tiempos, se siente en manos del destino: los problemas del sentido o del no-sentido de la existencia humana en su totalidad».2
En su nota de 1820 en el Zibaldone, (Cuaderno de pensamientos) Giacomo Leopardi expresa el mismo tipo de disgusto de modo más sutil, contrastando entre ellos la medida impuesta por la razón geométrica con lo desmesurado de nuestras aspiraciones: «Pero basta que el hombre haya visto la medida de una cosa aún desmesurada, basta que haya llegado a conocer las partes, o a conjeturarlas según las reglas de la razón; aquella cosa inmediatamente le parece pequeñísima, se vuelve insuficiente, y él queda muy descontento. […] Por eso la matemática la cual mide cuando nuestro placer no quiere medida, define y circunscribe cuando nuestro placer no quiere confines (siendo incluso vastísimos […]), analiza cuando nuestro placer no quiere análisis ni cognición íntima y exacta de la cosa placentera (aun cuando esta cognición no revela ningún defecto en la cosa, más bien nos la haga juzgar más perfecta que lo que creíamos, como sucede en el examen de las obras de ingenio, que descubriendo todas las bellezas, las hace desaparecer), la matemática, digo, debe ser necesariamente lo opuesto del placer»3.

Por placer Leopardi entiende la felicidad que el hombre anhela en cada movimiento suyo, según una tendencia connatural con su misma existencia y que, siendo sin límites, no podrá nunca encontrar satisfacción, ciertamente no por un método de conocimiento que por su naturaleza delimita y circunscribe.

Por otra parte, el gran suceso de la empresa científica está seguramente ligado a sus premisas, las cuales implican una reducción en mérito a lo que se quiere conocer, un restringir el campo de lo cognoscible a lo que puede ser aplicada la medida de la razón geométrica:
«O especulando queremos intentar penetrar la esencia verdadera e intrínseca de las sustancias naturales; o queremos conformarnos con noticias de algunos afectos suyos» escribe Galileo Galilei (1564-1642), y su opción a favor de algunas […] aficiones afectará en modo profundo el desarrollo de la futura empresa científica4.
De esta premisa se entiende cómo el cuadro de verdad que se construye a través del método científico sea intrínsecamente ausente, incompleto, pero también cómo esta limitación no asuma necesariamente contornos problemáticos.

¿Cómo es que a cierto punto todo esto viene sentido dolorosamente (como parece de la constatación de Husserl, pero también de numerosas voces de la poesía del Novecientos)?5.
Ha ocurrido que el suceso de la construcción ha hecho olvidar sus propias premisas. Más la construcción científica explica las cosas, más se olvida del hecho que la ciencia selecciona con anticipación los aspectos de lo real sobre los cuales puede afianzarse, precisamente para poderse construir como sistema de conocimiento seguro de estos aspectos, de estas aficiones.
Ha ocurrido, es decir, que la reducción metodológica (expresada por el postulado de objetividad) se ha salido de los márgenes, se ha vuelto el modo predominante de mirar a sí mismo y la realidad. Y se ha comenzado a pedir a la ciencia respuestas que ella es incapaz de dar.

Indisociabilidad de verdad y hombre viviente

Pero ¿cómo es que se ha verificado este olvido de las premisas auto-limitativas sobre las cuales la ciencia se ha construido? Sin pretender responder en modo exhaustivo a esta gran pregunta, noto como este olvido esté vinculado a la gradual incapacidad de hacer preguntas que no entran entre aquellas metodológicamente admitidas por la ciencia. Y tal incapacidad nace de la convicción (más o menos consciente) que el sistema de la ciencia un día sea destinado a encerrar la verdad, a coincidir con ella (convicción favorecida por la constatación de su suceso en la explicación y en el control de los fenómenos naturales). En un sistema que se considere destinado a encerrar en sí mismo la verdad, no hay más espacio para la verdadera pregunta, aquella que no conoce ya anticipadamente la respuesta (o mejor, el tipo de respuesta).

En el proceder científico hay obviamente continuas preguntas, para las cuales sin embargo nos esperamos ya siempre un cierto tipo de respuesta, porque anticipadamente hemos establecido qué tipo de respuestas serán aceptables (habiendo preestablecido qué tipo de preguntas es lícito hacer).
Más este sistema de verdad construido a través de preguntas y respuestas pre-limitadas se vuelve inclusivo, más cada pregunta metodológicamente no admitida (por ejemplo el sentido o no-sentido de la existencia) tiende a aparecer como irrelevante. Una vez construido un sistema de verdad, él se autojustificará, volviendo ociosa cada pregunta.
A este respecto, corriendo algún riesgo, introduzco un reclamo al pensamiento de Friedrich Hegel (1770-1831), pero en la lectura muy crítica que hace el filósofo y politólogo Eric Voegelin (1901-1985). Hegel puede parecer lejos del contexto en el cual nos estamos moviendo, y cierto no usó el término ciencia como lo estamos usando aquí.

Sin embargo es relevante por el modo en que manifestó su pretensión de realizar un sistema de pensamiento totalizante:
«La verdadera figura en la cual existe la verdad no puede ser más que el sistema científico de esta última. Contribuir a que la filosofía se acerque a la forma de la ciencia – a este objetivo: renunciar a su nombre de amor del saber y ser saber efectivo: he aquí lo que me he propuesto»6.

Se trata de un paso crucial. En esta visión, el saber efectivo implicaría la renuncia al amor del saber (filo-sofía), y a las preguntas que ella hace nacer.
Voegelin piensa que el programa de Hegel sea en realidad aquel del paso de la filosofía a la gnosis. Escribe a este propósito: «La filosofía nace del amor por el ser; es el esfuerzo amoroso del hombre por conocer el orden del ser y por conformarse a él. La gnosis quiere dominar el ser; para apropiarse de él, el gnóstico construye un sistema. Este sistema es una forma de pensamiento gnóstico, no filosófico»7. (Es interesante preguntarse cómo se sitúa la ciencia contemporánea respecto a esto).

Voegelin confronta luego esta actitud con aquella platónico-socrática, por la cual el verdadero pensador no es el sabio (tal atributo es reservado a Dios), sino el filósofo: el amante del saber reservado a Dios, es por tanto el amante de Dios.
Pero entonces, tornando a la primera pregunta del Congreso: En nuestra búsqueda ¿qué cosa es la verdad?, se asoma la idea alentadora que haya más verdad en el hombre amante del saber que en el saber desplegado en un sistema.
En efecto para Platón (aproximadamente 428 a.C-348 a.C) la verdad era indisociable del hombre que, al presente, respondía. La verdad puede ser sólo custodiada viviendo en el alma8.

Esta idea de la indisociabilidad de verdad y hombre viviente recuerda la afirmación más extraordinaria que jamás haya sido formulada a propósito de la verdad, que es aquella de Cristo mismo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn.14, 6). El matemático Laurent Lafforgue (1966-…) observa que «esta afirmación no será nunca completamente comprendida por los hombres, los interrogará siempre, obligándolos a poner en juego sus representaciones limitadas de la verdad»9.

Uno de los motivos por los cuales la indisociabilidad de verdad y hombre viviente nos encuentra siempre un poco perplejos, es nuestra tendencia a olvidarnos que todo lo que se presenta como válido (dotado de validez de ser), incluso los conocimientos llamados objetivos, todo eso está radicado en el terreno misterioso de las subjetividades vivientes que somos.
Este punto para mí ha resultado siempre más evidente estudiando los seres vivientes y, entre ellos, el hombre. En el caso de la biología, en efecto, y sólo en este caso, podemos comparar los contenidos del conocimiento científico de nosotros mismos, es decir el conocimiento de nosotros mismos en cuanto objetos con enfoques científicos, con aquel conocimiento de nosotros mismos que es uno solo con nuestra experiencia de seres vivientes. ¿Qué cosa emerge de esta confrontación?

Emerge una última no-correspondencia entre nosotros como la ciencia puede representarnos (objetos materiales de increíble complejidad química, pero de una química ciega y sin objetivo, como es siempre la química) y nosotros como centros de vida y de entregarnos al mundo, de capacidad de significado y de libertad, que esperamos de modo inmediato10. «Allí donde [la ciencia] dirige su mirada, la vida en efecto nunca aparece», escribe en modo lapidario el filósofo Michel Henry (1922-2002)11.

Nosotros sabemos qué es la vida siendo seres vivientes, mientras no podremos nunca deducirlo del conjunto, por muy extenso y detallado que sea, de los conocimientos científicos sobre los seres vivientes. Y esta no-correspondencia puede empujarnos a una posición sustancialmente irracional: porque no soy más que el resultado de un mecanismo impersonal (que es por principio el único genuino contenido del conocimiento científico), entonces aquello a lo que me refiero cuando digo “yo” es una ilusión, y la vida misma es una ilusión.

La tesis de la no-existencia, del carácter ilusorio de la vida viene repropuesta en modo recurrente, aun en revistas científicas prestigiosas12. Esto es extremadamente significativo, porque desnuda los términos de una dinámica de trabajo constante: se parte de una experiencia fundamental (la vida), se constata la no-localización de parte de la ciencia y, a través de la asunción a priori de una mayor falibilidad de la experiencia respecto a la ciencia, se concluye que la vida no existe, es ilusoria.

Esta conclusión nace de una confianza en la experiencia. E ignora el hecho que la ciencia misma encuentra como ya dado su terreno de validez, precisamente en aquella vida que ella misma (la ciencia) no es en grado de ver. Viene es decir ignorado este hecho fundamental: hay un terreno fundamental de la ciencia que es invisible a la ciencia misma. Y este terreno fundamental es sólo eso del cual hago experiencia. Es inmediatamente evidente, aun sólo en la percepción: yo hago experiencia del rojo, o del dolor, y esto constituye un nivel de la realidad que no podrá nunca ser deducido por el conocimiento de un proceso biológico o químico.
En la encíclica Caritas in veritate, Benedicto XVI habla de esta irreductibilidad en relación al conocimiento mismo: «Conocer no es un acto sólo material, porque lo conocido esconde siempre algo que va más allá del dato empírico. Cada conocimiento nuestro, aun el más simple, es siempre un pequeño prodigio, porque no se explica nunca completamente con los instrumentos materiales que manipulamos»13.

Más bien sucede lo contrario: en el caso de la percepción de un color o de una forma, por ejemplo, es precisamente esta experiencia invisible a la ciencia que constituye el referimiento de sentido para aquel conjunto de procesos químico-biológicos que resultan a ella correlacionados.

Hay un reino ya dado de evidencias originarias, que se distingue del llamado mundo objetivo y verdadero, precisamente por su directa experiencia. Todo misteriosamente hunde allí sus raíces.

Escribe Husserl: «Cualquier teoría objetiva (la teoría matemática, la teoría de las ciencias naturales) [tiene] sus fuentes ocultas de fundación en la vida operativa última, que abraza en sí misma toda la vida actual y por tanto también aquella científica, y la nutre en cuanto fuente de sus elaboradas formaciones de significado»14.
Por tanto aun la objetividad científica es algo que no puede prescindir de nuestra experiencia de seres vivientes. No se puede ni menos iniciar a hablar de verdad prescindiendo de esta experiencia.

¿Puede haber verdadero conocimiento sin afecto?

En relación sobre todo a la última pregunta del Congreso querría ahora tratar de profundizar algunos aspectos del conocimiento científico, que la hacen contrastar con nuestro afecto a las cosas, y razonar sobre las implicaciones de este contrasto.
Un hecho sobre el cual todos podemos convenir es la inconveniencia de una descripción científica de lo que se ama. Si, a quien me pidiese hablarle de una persona que amo, yo comenzase a hacer una descripción anatómica, por ejemplo enumerando el peso y las dimensiones exactas de todos sus huesos, o comenzase a recitar la secuencia de su DNA, mi comportamiento sería reconocido por todos como irrazonable. Más alto es nuestro grado de afecto a las cosas, es decir más ellas tienen que ver con el sentido de nuestra existencia, menos nos interesa conocerlas científicamente, somos menos inclinados a definirlas en términos científicos. El afecto parece inversamente correlacionado con la propensión a una descripción y conocimiento científico. Hay cosas por las cuales un conocimiento de tipo científico parece desde el inicio completamente fuera de lugar. Y estamos todos de acuerdo que «no se experimenta sobre lo que se ama»”15.

A este respecto, hay un capítulo tremendo en el Hombre sin calidad de Robert Musil (1880-1942), titulado La ciencia sonríe bajo los bigotes o primer encuentro exhaustivo con el mal, en el cual el autor nota «la extravagante predilección del pensamiento científico por las definiciones mecánicas, estadísticas, materiales a las cuales ha sido como sacado el corazón. Considerar la bondad sólo como una forma particular de egoísmo; atribuir los movimientos del ánima a las secreciones internas; […] hacer depender la belleza de la buena digestión y de un panículo adiposo bien distribuido; sacar los datos estadísticos de los nacimientos y de los suicidios, demostrando cómo lo que aparece como libre decisión sea en cambio inexorablemente impuesto; […] equiparar el ano y la boca, como las extremidades rectales y orales de la misma cosa: todos estos conceptos, que, en un cierto sentido, desvelan el truco en el juego de las ilusiones humanas, encuentran siempre una especie de preconcepto favorable para adquirir una especial validez científica. Cierto, se ama y se busca la verdad; pero entorno a aquel lúcido amor hay toda una preferencia por la desilusión, por la coerción, la inexorabilidad, la amenaza fría o la seca censura […]. Y este afán de achicar todo […] ya no es casi la división de la vida en nobleza y vulgaridad, sino más bien un autolesionismo del espíritu, un incalificable placer de ver descender el bien y dejarse destruir con maravillosa facilidad» [16].

Esta imagen de la ciencia que sonríe bajo los bigotes mientras desvela los altares de la Naturaleza, y disminuye lo que parece alto, me ha venido a la mente leyendo el editorial aparecido en Nature el 15 de enero de 2015, al día siguiente de los hechos terroristas en París. El editorial (que a mi parecer le falta sobriedad) aproxima la ciencia a la sátira, y las ve unidas en la historia de la lucha contra los dogmas y el oscurantismo religioso [17]. La ciencia como instrumento para ridiculizar y hacer caer dogmas y creencias religiosas recuerda la ciencia burlona de Musil que sonríe bajo los bigotes.

Emblemática a este respecto es la idea del hombre-máquina, que se asoma y vuelve a aparecer en modo persistente aun (y sobre todo) en ámbito científico [18]. En el mito contemporáneo del hombre-máquina, la caída de una creencia (aquella en el alma inmortal) se acompaña al autolesionismo del espíritu del cual habla Musil, y podría ser leído en términos de una abdicación a la libertad que no es extraña en nuestros tiempos.

La idea del hombre-máquina nace cuando decidimos hacernos definir por lo que la ciencia ve de nosotros. Dando crédito a nuestra experiencia de seres vivientes humanos, sin embargo, sabemos que ella no capta de nosotros precisamnete lo que confiere un sentido unitario a todos los datos que ella descubre. Entonces nos viene la sospecha de que también de otros entes naturales la ciencia pueda no captar precisamente lo que es más importante. Si una descripción científica no capta lo que yo soy, es razonable pensar que no capte ni menos lo que los más diversos entes naturales, en la plenitud de su realidad, son.

En el Zibaldone (cuaderno de pensamientos), Leopardi hace una similitud sorprendente. Imaginemos, dice, ser criaturas inteligentes pero hechas de modo completamente diferente de como está hecho el hombre o cualquier otro animal, y de no haber visto nunca ni hombre ni animal.
Si encontráramos delante un cuerpo humano muerto, y lo seccionáramos y analizáramos hasta el último detalle, es cierto que no «entenderemos cuál y qué cosa fuera el hombre viviente y su modo de vivir exterior e interior», y no nos vendría la sospecha de que nunca hubiera sido destinado a otra cosa que aquello que nosotros allí veremos: un objeto muerto.

Pero a Leopardi esta similitud le sirve para llegar mucho más lejos: «descubrir y entender cuál sea la Naturaleza viva, […] cuáles las tendencias y los procesos, […] las intenciones, los destinos de la vida de la Naturaleza o de las cosas, cuál la verdadera destinación de su ser, cuál en resumen el espíritu de la Naturaleza, con el simple conocimiento por decir así, de su cuerpo, y con el análisis exacto, minucioso, material de sus partes […] no se puede, digo, con solo estos medios descubrir ni entender, ni felizmente o aun incluso probablemente conjeturar.» Y continúa: «Se puede con certeza afirmar que la Naturaleza, y queremos decir la universalidad de las cosas, está compuesta, conformada y ordenada para un efecto poético. […] Nada poético se vislumbra en sus partes, separándolas la una de la otra, y examinándolas una a una con la simple lumbre de la razón exacta y geométrica.» [19].

¿Qué capta la ciencia de los objetos de su indagación (hombre incluido)?

Pero si no capta la naturaleza de las cosas, ¿qué es lo que la ciencia, «la razón exacta y geométrica» capta de los objetos de su investigación (hombre incluido)?
Yo diría que lo que la ciencia capta de cada objeto suyo, es el conjunto de las condiciones que la hacen posible. Condiciones, es decir factores de dependencia. Cuando su objeto se convierte en hombre mismo, la ciencia en su conjunto nos revela la forma increíblemente articulada de nuestro depender (yo no podría vivir y pensar si me faltara aun solo una de las miles de encimas que catalizan reacciones químicas en cada una de mis cien mil millones de células), y por tanto nos revela la extensión impresionante de nuestra fragilidad, pero aun, junto a esto, la sorprendente concomitancia de factores a través de los cuales el mundo llega a conocerse a través de nosotros.

Condiciones de origen, factores de dependencia, aun considerados en su conjunto, no llegan nunca a definir lo que una cosa auténtica y plenamente es, aunque permiten siempre mayores posibilidades de intervención sobre ella, con el bien y el mal que puede venir. Y esta impotencia de la ciencia para decir lo que son realmente las cosas, no obstante sus sucesos, revela el mundo como una herida en nuestro modo de conocer, y quizá aun el mundo mismo.
Pero evidentemente aquel científico no es el único modo de conocimiento.

Es interesante aquello que observa Marcel diferenciando la mirada del artista de aquella del científico. A diferencia del científico, en el artista «los conceptos de condición, de origen, de condición original no tienen importancia; no le interesa de hecho saber en qué modo seres y cosas se han convertido en lo que vemos. Y es justo desde este punto de vista, aparentemente negativo, que él se introduce en el ámbito de la participación, que en cambio abandonamos no apenas pretendemos encontrar un origen y reconstruir una génesis» [20].

Un pasaje importante hacia el verdadero conocimiento (para citar el título del congreso) es aquel de un interés por las propiedades de las cosas y por cómo ellas se constituyen, al interés por su puro y simple ser. Esta segunda modalidad de conocimiento es connotada ante todo por la afirmación de la cosa en su ser, afirmación que mete en juego nuestra libertad, y que quizá se acerca a lo que significa amar.

Cualquier cosa que Leopardi entendiera diciendo que la naturaleza está «conformada y ordenada para un efecto poético», nos hace entrever toda la profundidad y la verdad de la mirada artística y -hecho aún más importante- nos pone seria y racionalmente frente a la posibilidad de que la Naturaleza tenga algo que decir.

Es impresionante la analogía con una idea central que emerge de los escritos de Fëdor Dostoevskij (1821-1881), según los estudios de Tat’jana Kasatkina (1963-…): la idea de la naturaleza dialógica de la verdad, según la cual, en última instancia, «cada cosa, cada criatura lleva en sí y profiere una cierta verdad respecto a su Creador que no puede ser pronunciada por ningún otro», y la verdad existe sólo en este coro de voces no intercambiables.

Cuando esto ocurre, ya nada es un objeto, porque nos habla. Y este modo participativo de conocimiento es aun al mismo tiempo amor por todo ser. Dostoevskij anota en su cuaderno de apuntes: «Una manzana. Amando una manzana si puede amar al hombre». Pero esto es posible sólo si la nota dominante de la cosa que se conoce es aquella de su presencia, y si el conocimiento se vuelve «de sujeto a sujeto» [21].

Hay dos fragmentos de Max Picard (1888-1965), pensador y escritor suizo muerto justo hace cincuenta años, con el que concluyo, porque dejan entrever como cada fatigoso trayecto de conocimiento, incluso aquel científico, pueda resolverse en el reconocimiento amoroso de la presencia, aquí y ahora, de las cosas: «Hoy en las escuelas se suele mostrar a los niños un documental que describe el desarrollo de una flor partiendo de su semilla. La metamorfosis se desarrolla lentamente bajo los ojos de los niños. Pero el prodigio no consiste en el crecimiento de la flor delante de nosotros, sino más bien en su presencia, en el hecho que la flor está talmente presente como si nunca se hubiera producido, porque en realidad su desarrollo se resuelve en su existencia presente. Este es el milagro, el hecho de que la flor esté aquí, como si nunca se hubiera producido». [22]

Pero, en busca del significado de este estar presentes de las cosas, Picard va más allá, en territorios olvidados: «Las cosas quieren volverse más claras a sí mismas gracias al hombre y su belleza es un apelo dirigido al hombre para que vaya a su encuentro y agregue a su belleza intrínseca la otra belleza, aquella que emana de la verdad que al hombre es permitido descubrir en las cosas» [23].
Espero para mí y para todos poder dar a las cosas una mirada como ésta para guiar nuestra labor de estudio, investigación y enseñanza.

Indicaciones bibliográficas y sitográficas

1. Jacques Monod, Il caso e la necessità, (El azar y la necesidad), p. 33, Mondadori, 1970.
2. Edmund Husserl, La crisi delle scienze europee e la fenomenologia trascendentale (La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental), p. 35, Net, 2002.
3. Giacomo Leopardi, Zibaldone di pensieri (Cuaderno de pensamientos), n. 246-248.
4. Galileo Galilei, Istoria e dimostrazioni intorno alle macchie solari (Historia y desmostración entorno a las manchas solares), (1613) Tercera carta.
Como ejemplificado de estos versos de Gottfried Benn, extraídos de la poesía Io perduto (yo perdido) del 1948:
Yo perdido, disuelto por estratósferas,
víctima de los iones - cordero de los rayos gamma – partícula y campo - quimeras de infinidad en la piedra de tu Notre-Dame.
Se te pasa el tiempo sin noche y día,
los años se te van sin nieve y fruto
ocultando amenazantes el infinito – el mundo es dispersión.
[…]
El mundo disgregado con la mente.
El espacio, el tiempo, la obra del hombre,
funciones de meras infinitudes –
el mito es un engaño.
Como el fin, el origen – ni noche ni mañana,
ni una exclamación ni un requiem,
tu querrías tomar prestado un eslogan –
pero ¿de quién? (tr. it. de Poesie statiche Einaudi 1981)
6. Friedrich Hegel. Prefazione alla Fenomenologia dello spirito (Prefacción a la Fenomenología del espíritu).
7. Eric Voegelin. Science, politique et gnose, p. 58, Bayard, 2004.
8. Olivier Rey, Itinerari dello smarrimento (Itinerario del extravío), p. 72, Ares, 2013.
9. Laurent Lafforgue, La ricerca ha un senso? (¿La investigación tiene un sentido?), en: Communio 235, 2013, p. 14-27.
10. Giorgio Dieci, The elusive life. Incisiveness and insufficiency of mechanistic biology, en: Euresis Journal 4, 2013, p. 57-73.
11. Michel Henry, La barbarie, Presses Universitaires de France, 1987.
12. Ferris Jabr, Why life does not really exist, en: Scientific American, 2 diciembre 2013.
Ver comentario en: Marco Bersanelli, IlSussidiario.net, 25 diciembre 2013
(http://www.ilsussidiario.net/News/Scienze/2013/12/25/LA-VITA-NON-ESISTE-La-speranza-incarnata-in-un-bambino-smonta-lo-Scientific-American/454841/)
13. Benedicto XVI, Caritas in veritate, 2009.
14. Edmund Husserl, op. cit., p. 157.
15. Olivier Rey, op. cit., p. 73.
16. Robert Musil, L’uomo senza qualità (El hombre sin calidad), p. 342-345, Einaudi, 1997.
17. Science and satire, en: Nature 517, 2015, p. 243.
18. Giorgio Israel, La macchina vivente (La máquina viviente), Bollati Boringhieri, 2004.
19. Giacomo Leopardi, Zibaldone di pensieri (Cuaderno de pensamientos), n. 3239-3241.
20. Gabriel Marcel, Il mistero dell’essere (El misterio del ser), p. 117, Borla, 1987.
21. Tat’jana Kasatkina, Dal paradiso all’inferno (Del paraiso al infierno), p. 38-54, Itaca, 2012.
22. Max Picard, Il rilievo delle cose (El relieve de las cosas), p. 50, Servitium, 2004.
23. Ibídem, p. 55.

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