Juan de la Cruz, la poesía
autor: Laura Cioni
fecha: 25-04-01
fuente: La poesia di Giovanni della Croce
traducción: María Eugenia Flores Luna

Juan de la Cruz no es solamente santo y doctor de la Iglesia; es también uno de los más grandes poetas de la literatura española, florecida en el siglo XVI, el siglo de oro de la península ibérica.

Nace cerca de Ávila, en la Vieja Castilla entorno al 1540 y queda huérfano de padre ya a tierna edad; obligado a cambiar de ciudad en ciudad con la madre, no puede hacer más que estudios irregulares en lugares siempre diversos. Manifiesta desde pequeño la inclinación a la caridad hacia los pobres y a la oración contemplativa. Carpintero, sastre, pintor y tallador, enfermero, en 1563 entra a la Orden Carmelita, pidiendo vivir sin atenuantes la rígida y antigua regla no más observada. Completa los estudios teológicos y filosóficos en la universidad de Salamanca, en 1567 viene ordenado sacerdote y conoce a Teresa de Ávila, empeñada en la reforma del Carmelo. Es el encuentro decisivo de su vida: conquistado por la personalidad y las ideas de la santa monja, apoya en pleno el proyecto, ganándose numerosos enemigos, sobre todo en el seno de la Orden.

Por diez años se prodiga por la reforma del Carmelo, entre sufrimientos físicos y espirituales. Sobresale entre ellos el arresto y la encarcelación sufridas en el convento de Toledo, por un incidente del cual por error viene considerado responsable. Queda encerrado por más de ocho meses, sometido a maltratos y torturas físicas, psicológicas y espirituales: en esa noche oscura él encuentra la inspiración para componer algunos de sus poemas místicos más conocidos. Logra huir de la prisión en 1578 en modo muy peligroso y retoma gradualmente diversos encargos importantes en la Orden reformada, pero en el último periodo de su vida viene abandonado por la mayor parte de sus secuaces. En 1591, depuesto de las funciones directivas de la Orden, llega enfermo a Ubeda, donde muere a la edad de 49 años.

Los contemporáneos han transmitido un retrato bien definido. Diminuto de estatura - santa Teresa lo llamaba su pequeño Séneca – bien proporcionado, oscuro de tez, cara redonda de ojos negros, comportamiento calmo y reservado, no obstante la aparente fragilidad resistente a las fatigas y privaciones. Linealidad moral, sereno equilibrio y severa dulzura fueron las dotes que le consintieron ejercitar una gran fascinación sobre los monjes que quisieron seguirlo en la reforma. Probablemente eran estos los rasgos del carácter y del pensamiento que lo acercaban, al menos a los ojos de la Santa reformadora del Carmelo, al filósofo romano nacido en la silenciosa Córdoba y por tanto coterráneo de ambos. María Zambrano, que ha estudiado la obra, ha dado de él y de su aporte al pensamiento antiguo un precioso juicio: “Es la filosofía la razón lastimosa de la condición desamparada del hombre. Es, en cierto sentido, el ingreso de la misericordia y de la piedad en la razón antigua”.

El mil quinientos es para gran parte del mundo de entonces el tiempo de las conquistas: el amor a la grandeza connota aquel siglo, sobre todo en España; sea que se proyecten hacia la vastedad del mar en búsqueda de nuevas tierras, sea que se metan al servicio de las armas, sea que combatan por la gloria de Dios como Ignacio de Loyola, sea que se comprometan en la ascesis, en la desnudez de la clausura como Teresa y Juan, los hombres no se conforman con una vida gris. En la poesía misma de san Juan de la Cruz están presentes imágenes que reclaman la aventura de sus contemporáneos a la conquista de las Indias, señal de cuánto la mística se sitúe en el corazón del esfuerzo humano activo, no relegando de hecho el ánima a un limbo desencarnado: Mi Amado es las montañas, / los valles solitarios nemorosos, / las ínsulas extrañas, / los ríos sonorosos, / el silbo de los aires amorosos. El poeta enumera los aspectos más sugestivos de una naturaleza misteriosa y secreta, donde la imagen de las islas remotas reclama la atracción suscitada entonces por tierras lejanas y desconocidas, hacia las cuales se embarcaban montones de hombres ávidos de riqueza, pero también empujados por los avances de la misión.

Esta presencia en el mundo, original y vigilante, se nota en la poesía de Juan de la Cruz en modo más bien evidente. Su producción es condicionada en efecto por el singular modo de poetizar propio de la España de su siglo. Lo hace notar con riqueza de argumentos la amplia Introducción a las Poesías de san Juan de la Cruz, publicadas por Editorial Liguori bajo el cuidado de Giovanni Caravaggi.

Las fuentes de la poesía de san Juan de la Cruz son de una parte los Salmos y el Cantar de los Cantares, de la otra la componente bucólica que remonta a Sannazaro y aún los varios filones de la poesía musical de tipo folclórico. Era esta última una moda creciente en la España de Felipe II. El análisis de las líricas lleva a identificar en la vuelta a lo divino la técnica con la cual vienen dispuestos motivos profanos y bíblicos ya orientados en aquella dirección por la exégesis medieval, en particular los 86 Sermones sobre el Cántico de san Bernardo de Claraval, que Juan conocía al menos en parte. A través de leves variaciones a los textos amorosos de los cuales disponía, Juan de la Cruz transforma la poesía erótica en la dimensión espiritual del deseo del alma de la unión con Dios. En esta aventura la esperanza cristiana en la gracia de Dios se sustituye al esfuerzo y al vanagloriarse del amante.

El método de la vuelta a lo divino se nota de modo evidente en una de las canciones más famosas de Juan de la Cruz, En una noche oscura. Él adopta aquí las modulaciones melódicas de la lira, estrofa de cinco versos que alterna septenarios y endecasílabos, que trata de reproducir en castellano los ritmos de las odas de Horacio, gracias a un modelo que provenía de Bernardo Tasso. La lírica está compuesta por ocho estrofas que corresponden, según el comento del poeta mismo, a los momentos esenciales del recorrido místico, la vía purgativa, iluminativa y unificadora.
Particularmente eficaz es el tema de la noche, iluminada por una luz interior que asegura la orientación:

En una noche oscura,
con ansias, en amores inflamada
¡oh dichosa ventura!,
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.

A oscuras y segura,
por la secreta escala, disfrazada,
¡oh dichosa ventura!,
a oscuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada.

En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.

Aquésta me guiaba,
más cierto que la luz del mediodía,
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.

¡Oh noche que guiaste!
Oh noche amable más que la alborada!
Oh noche que juntaste
Amado con amada,
amada en el Amado transformada!

En mi pecho florido,
que entero para él sólo se guardaba,
allí quedó dormido,
y yo le regalaba,
el ventalle de cedros aire daba.

El aire de la almena,
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería
y todos mis sentidos suspendía.

Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el amado,
ceso todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.

El contraste entre oscuridad y luz es inmediatamente evidente en las primeras estrofas: es de noche, el mundo está inmerso en el sueño y aún más en el secreto y en el ocultamiento. Todos los adjetivos se refieren a la imagen de un misterio en el cual el alma sola sale de la casa guiada por la luz que le quema el corazón. El externo es oscuro y pasivo, sólo el alma activa se dirige hacia el amado. Las últimas estrofas tratan de describir con el lenguaje de lo inefable la unión de amor: las caricias, la briza, los cabellos, el cuello y el seno, el rostro y las flores. El autor sabe que no puede describir completamente la experiencia del fenómeno místico, pero su “no saber” no es el rechazo a comunicar, cuanto la consciencia de los límites del lenguaje humano racional. Se trata por tanto de exponer una intuición indecible y secreta de paz interior, absorta en el gustar un conocimiento que va más allá de los sentidos, un tipo de docta ignorancia.

Eso es aún más evidente en el Cántico espiritual, nacido durante el cautiverio en Toledo y desarrollado en los años sucesivos. Un sentimiento de soledad y de abandono tenía afligido al recluso, que tenía como único recurso la memoria de sus lecturas, en particular la Biblia y aquellos versículos del Cantar de los Cantares que se adaptaban a su desolación: “…per noctes quaesivi / quem diligit anima mea; / quaesivi illum et non inveni…” (noches y noches he buscado a aquel que mi alma ama; lo he buscado y no lo he encontrado).

Respecto al modelo bíblico, la lírica de san Juan de la Cruz expone con mayor libertad los paralelismos del texto de la Escritura la historia íntima de una esposa que busca al esposo amado, lo encuentra con gozo y se propone no separarse nunca más de él. Son 39 estrofas de cinco versos cada una, en las cuales se alternan la voz de la Esposa que busca al amado y aquella del Esposo que al final se deja encontrar.

¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.

Pastores, los que fuerdes
allá por las majadas al otero:
si por ventura vierdes
aquel que yo más quiero,
decidle que adolezco, peno y muero.

Buscando mis amores,
iré por esos montes y riberas;
ni cogeré las flores,
ni temeré las fieras,
y pasaré los fuertes y fronteras.

Hay aquí una alusión al paso decidido del alma que, queriendo al Señor, no se demora en captar los bellos placeres de la vida y no teme los más serios peligros de la naturaleza y de la sociedad.
En la cuarta y quinta estrofa la esposa pide noticias del amado a las criaturas que acompañan su búsqueda y obtiene su respuesta, que tiene el efecto de aumentar el deseo. El Señor es tan atractivo que todas las criaturas reconocen el pasaje que aporta la belleza.

¡Oh bosques y espesuras,
plantadas por la mano del Amado!
¡Oh prado de verduras,
de flores esmaltado!
Decid si por vosotros ha pasado.

Mil gracias derramando
pasó por estos Sotos con presura,
e, yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de su hermosura.

¡Ay, quién podrá sanarme!
Acaba de entregarte ya de vero:
no quieras enviarme
de hoy más ya mensajero,
que no saben decirme lo que quiero.

Y todos cuantos vagan
de ti me van mil gracias refiriendo,
y todos más me llagan,
y déjame muriendo
un no sé qué que quedan balbuciendo.
….

Aquí aún está presente el tema de la inefabilidad. Hay que notar que el “no sé qué” es locución estimada por Torquato Tasso.

Descubre tu presencia,
y mátame tu vista y hermosura;
mira que la dolencia
de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura!

A este punto, al interno de la estrofa, interviene finalmente El Esposo

Vuélvete, paloma,
que el ciervo vulnerado
por el otero asoma
al aire de tu vuelo, y fresco toma.

La Esposa

Mi Amado, las montañas,
los valles solitarios nemorosos,
las ínsulas extrañas,
los ríos sonorosos,
el silbo de los aires amorosos;

la noche sosegada
en par de los levantes del aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena que recrea y enamora.

Sería bello continuar hasta el final la lectura del Cántico, cuyas imágenes se aglomeran siempre nuevas, en modo leve y casi silencioso. Pero estas dos últimas estrofas parecen constituir el culmen de la poesía de Juan de la Cruz, con un cúmulo de símbolos que a menudo usan del oxímoron para repetir conceptos de otro modo no expresables. La conclusión celebra las bodas:

Entrado se ha la esposa
en el ameno huerto deseado,
y a su sabor reposa,
el cuello reclinado
sobre los dulces brazos deI Amado.
……
El aspirar del aire,
el canto de la dulce Filomena,
el soto y su donaire,
en la noche serena,
con llama que consume y no da pena

Entre les sucesivas composiciones poéticas de Juan de la Cruz, una sobresale por la particularidad de aludir al Sacramento de la Eucaristía. Se titula Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, está compuesta por 14 estrofas, que terminan todas con la locución aunque es de noche. Estamos por tanto en un área semántica querida por el poeta. Después de haber indicado el misterio de la Trinidad como fuente del amor, la antepenúltima y la estrofa conclusiva dicen:

Aquella eterna fonte está escondida,
que bien sé yo do tiene su manida,
aunque es de noche.

Aquesta viva fuente que deseo,
en este pan de vida yo la veo,
aunque es de noche.

El reclamo es evidentemente el episodio del encuentro con la Samaritana, pero el agua que salta hasta la vida eterna prometida, el agua del Espíritu, se vuelve el más común de los alimentos, accesible a todos, don extremo del amor de Jesús a los hombres.
Las poesías de Juan de la Cruz fueron leídas y releídas en los siglos al interno de los monasterios carmelitas y a menudo también en el mundo, contribuyendo a formar una espiritualidad fundada menos sobre la ética y más sobre la capacidad de dejarse atraer y custodiar por la belleza de Dios. Gracias a la ramificación de la Orden carmelita, la obra de Juan sobrepasa los confines de España y se difunde en Europa. En mil Ochocientos sus poesías, aún más de prosa, se convierten junto a la Biblia, en la lectura preferida de santa Teresa de Lisieux, que considera al santo reformador del Carmelo como su padre espiritual. En sus escritos recurre a menudo a las citaciones de las poesías de Juan, pero aún más se revela la consonancia de dos espiritualidades que han extraído del tesoro de la Iglesia la vía para su camino a Dios.

Bibliografía esencial.
San Juan de la Cruz, Poesía, por G. Caravaggi, Editorial Liguori, Napoli, 1995.
S. Teresa del Niño Jesús, Los escritos, Roma, Postulaciones de los Carmelitas Descalzos, 1979.
María Zambrano, Séneca, Bruno Mondadori, Milano, 1998.

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