La cultura cristiana medieval y el desarrollo de la ciencia
autor: Alfred N. Whitehead
fecha: 1925
fuente: L’influsso della cultura occidentale, cristiana e medievale, sullo sviluppo della scienza moderna
de Science and the Modern World, Nueva York 1925
traducción: María Eugenia Flores Luna

El lógico-matemático inglés, fundador de la filosofía del proceso y co-autor de los Principia con Bertrand Russell sustenta la importancia de la matriz medieval-cristiana en el desarrollo de la ciencia moderna, adquiriendo simplemente el dato histórico y fenomenológico, más allá de cada interpretación apologética o instrumental. «No quiero afirmar que la fe europea en la posibilidad de escrutar la naturaleza fuera lógicamente justificada por su misma teología. Sólo trato de entender como ella haya surgido. Mi tesis es que la fe en las posibilidades de la ciencia, nacida antes del desarrollo de la teoría científica moderna, es un derivado inconsciente de la teología medieval…»

La tesis que quiero desarrollar es que el desarrollo tranquilo de la ciencia ha dado virtualmente un nuevo estilo a nuestra mentalidad, tanto que modos de pensar excepcionales en otros tiempos ahora son difundidos en todo el mundo civil. Pero el nuevo estilo ha tenido que progresar lentamente por varios siglos entre los pueblos europeos antes de brotar en el rápido desarrollo de la ciencia, que por lo tanto, con sus cada vez más explícitas aplicaciones, lo ha consolidado ulteriormente. Sin embargo la nueva mentalidad es hasta más importante que la nueva ciencia y la nueva técnica. Ha modificado los presupuestos metafísicos y las facultades imaginativas de nuestro espíritu, de modo que los viejos estímulos provocan reacciones nuevas. Quizás mi metáfora de un nuevo estilo es un poco excesiva. Lo que quiero afirmar es sólo aquel simple cambio de matiz que pero determina una absoluta diversidad. Eso se expresa exactamente en una frase de una carta de aquel genio maravilloso que fue William James. Mientras estaba acabando su gran tratado sobre los Principios de psicología, quiso escribirle a su hermano Henry James: «Debo forjar cada afirmación a pesar de hechos irreducibles y obstinados».
Este nuevo matiz del espíritu moderno está precisamente en el interés apasionado y resuelto en investigar las relaciones entre los principios generales y los hechos irreducibles y obstinados. En el mundo entero y en todas las épocas han existido hombres de mentalidad práctica, ocupados en la observación de tales hechos; en el mundo entero y en todas las épocas ha habido hombres de temperamento filosófico atentos a tejer la trama de los principios generales. Es justo de la unión del interés apasionado por los particulares materiales con una no menor pasión por las generalizaciones abstractas que mana la novedad característica de nuestra actual sociedad. Anteriormente una tal unión se había verificado, pero esporádicamente y como por casualidad.
Este equilibrio del espíritu ya se ha vuelto una tradición que caracteriza al pensamiento culto. Es la sal, el sabor de la vida. La tarea principal de las universidades es transmitir esta tradición, como una herencia que tiene que acrecentarse de una generación a otra.
La otra característica que distingue la ciencia de los otros movimientos europeos del decimosexto y decimoséptimo siglo es su universalidad. La ciencia moderna ha nacido en Europa, pero su ambiente natural es el mundo entero. En el curso de los últimos dos siglos ha habido una persistente y conturbante incidencia de los modelos occidentales sobre las civilizaciones de Asia. Para los sabios de Oriente ha constituido y constituye un rompecabezas localizar la misteriosa regla de vida que pudiera ser transmitida por el Occidente al Oriente sin destruir vandálicamente aquella herencia espiritual que los orientales con derecho estiman y quieren. Ahora parece cada vez más evidente que el Occidente puede dar al Oriente, sin alguna dificultad para ello, la propia ciencia y la propia mentalidad científica. Ellas son en efecto transferibles de un país a otro y de una raza a otra, allí donde exista una sociedad pensante racionalmente.

No trataré aquí particularmente de los descubrimientos científicos. Mi tema es el desarrollo riguroso de un determinado estado espiritual en el mundo moderno, su vasta generalización y su incidencia sobre otras fuerzas espirituales. Hay dos modos de leer la historia: del antes al después y del después al antes. En la historia del pensamiento necesitamos de ambos métodos. El clima ideal, para usar la feliz expresión de un escritor del decimoséptimo siglo, para ser entendido exige el examen de sus antecedentes y resultantes. Consecuentemente en este capítulo examinaré algunos antecedentes de nuestro modo de estudiar la naturaleza.
Ante todo, no puede existir alguna ciencia viviente sin la convicción instintiva y generalizada que existe un Orden de las Cosas y más precisamente un Orden de la Naturaleza. He usado deliberadamente el término “instintivo”. Poco importa lo que los hombres expresan con palabras mientras que sus actividades son gobernadas por instintos estables. Las palabras pueden en definitiva anular la acción de los instintos. Pero, hasta que eso no ocurra, ellas no tienen importancia. Notarlo es particularmente importante cuando se considera la historia del pensamiento científico. Podemos observar en efecto que, con y después de Hume, la filosofía científica en auge ha tendido a negar la racionalidad de la ciencia. Esta conclusión salta enseguida a los ojos en Hume. Si consideras por ejemplo el siguiente paso del cuarto capítulo de su libro Investigaciones sobre el intelecto humano: «En una palabra, pues, cada efecto constituye un evento distinto y separado de su causa. Por consiguiente no podría ser descubierto en la causa; y la primera invención o concepción de ello tiene que ser, a priori, absolutamente arbitraria». Si la causa en sí misma no revela algún conocimiento del efecto, de modo que el primer descubrimiento de esto tiene que ser necesariamente del todo arbitraria, consigue enseguida que la ciencia establece relaciones absolutamente arbitrarias, no justificadas por nada que sea intrínseco a la naturaleza sea de las causas sea de los efectos. Alguna variante de esta filosofía de Hume ha prevalecido bastante difusamente entre los hombres de ciencia. Pero la fe científica se ha demostrado a la altura de la situación y ha movido silenciosamente las montañas de la filosofía.
En presencia de esta extraña contradicción del pensamiento científico es muy importante tomar en consideración los antecedentes de una fe inaccesible a las pretensiones de racionalidad coherente. Tenemos que localizar pues el origen y el desarrollo de esta fe instintiva en la existencia de un Orden de la Naturaleza cuya huella puede ser descubierta en cada evento circunstancial. Por supuesto todos nosotros participamos de esta fe, y además creemos que la razón de tal fe resida en nuestra intuición de su verdad. Pero la formación de una idea general, como la idea del Orden de la Naturaleza, la capacidad de entender su importancia y la observación de sus manifestaciones en una gran variedad de circunstancias, no es para nada consecuencias necesarias de la verdad de la idea en cuestión. Eventos comunes y usuales ocurren sin que la humanidad se preocupe. Hace falta un espíritu de excepción para emprender el análisis de las cosas evidentes. Me propongo por lo tanto de examinar los estadios por los que ha pasado este análisis antes de volverse explícito y de imprimir en fin, inalterablemente, las mentes cultas de la Europa occidental.
Claramente el repetirse de los principales fenómenos de la vida es demasiado persistente para huir de la percepción aun en el menos racional de los humanos; incluso antes del brotar de la racionalidad, este repetirse se ha impuesto a los instintos de los animales. Es absolutamente superfluo insistir sobre el dato de hecho evidente que, en su complejo, ciertos estados generales de la naturaleza se repiten y que nuestra misma naturaleza se ha adaptado a estas repeticiones.
Hay sin embargo un dato de hecho complementario, que resulta no menos cierto y evidente: nada se repite exactamente en los mínimos detalles. No existen dos días ni dos inviernos exactamente iguales. Lo que ha pasado ha pasado para siempre. Por consiguiente, por siglos y siglos la filosofía práctica del género humano ha consistido en el esperar la repetición de las cosas en sus rasgos generales, y en el admitir que los particulares emanen de la inescrutable matriz de las cosas imposible para la racionalidad. La humanidad se esperaba el surgir regular del sol, pero también “que el viento sopla donde quiere”.

Ciertamente, a partir de la civilización clásica griega ha habido hombres y también grupos de hombres que se han emancipado de esta aceptación de una irracionalidad final. Tales hombres se han esforzado por explicar todos los fenómenos como consecuencias de un orden de las cosas que se extiende a cada particular. Genios como Aristóteles, Arquímedes o Bacon tuvieron que ser dotados de aquella mentalidad científica completa, que considera instintivamente que todas las cosas, grandes y pequeñas, son concebibles como manifestaciones de principios generales que reinan en todo lugar en el orden natural.
Hasta el final del Medievo, en cambio, el mundo culto, en su complejo, no sentía respecto a esta idea ni la íntima convicción ni el interés circunstancial necesario para producir en continuidad hombres capaces de conducir y alimentar una investigación coordinada, dirigida al descubrimiento de los principios hipotizados. Los hombres dudaban de la existencia de tales principios, o dudaban de la posibilidad de encontrarlos, o no se daban el trabajo de pensar, o no se daban cuenta de su importancia práctica cada vez que habían sido encontrados. La investigación, por una razón o por otra, languidecía, y esta estasis es aun más notable si se tiene cuenta de las oportunidades ofrecidas por el alto nivel de civilización y el largo período de tiempo de la época en cuestión. ¿Por qué el impulso ha venido y se ha acelerado en el decimosexto y decimoséptimo siglo? Con el fin del Medievo se entreabre una nueva mentalidad. Las invenciones estimularon el pensamiento, el pensamiento aceleró la especulación acerca de la física, los manuscritos griegos revelaron lo que los antiguos habían encontrado. Al final, mientras en 1500 Europa sabía menos que Arquímedes, que había muerto en 212 a. C., en el 1700 habían sido escritos los Principios de Newton y el mundo entraba en la época moderna.
Ha habido grandes civilizaciones en las que el equilibrio peculiar del espíritu necesario para el progreso de la ciencia ha aparecido sólo ocasionalmente y ha producido muchos resultados muy poco consistentes. Por ejemplo, más conocemos el arte chino, la literatura china y la filosofía china aplicada al conocimiento de la vida, más admiramos la altura alcanzada por esta civilización. Por millares y millares de años ha habido en China hombres cultos, de espíritu penetrante, los cuales han consagrado toda su vida a los estudios. Considerada la masa de población interesada en el arco de su historia, China constituye la más grande civilización que el mundo haya visto nunca. No hay razón para dudar de las capacidades intrínsecas del chino, tomado individualmente, de perseguir la conquista de la ciencia. Sin embargo la ciencia china es prácticamente irrelevante. No hay alguna razón para suponer que China, abandonada a sí misma, habría, antes o después, conseguido cualquier progreso científico. Lo mismo se puede decir de la India. No hay tampoco razones válidas para creer que, si los persas hubieran conquistado Grecia, la ciencia hubiera florecido en algún otro país de Europa. Los romanos, a este respeto, no han demostrado alguna particular originalidad. De otra parte los mismos griegos, que dieron incluso al movimiento científico el primer impulso, no lo sustentaron luego con el interés concentrado del cual ha dado prueba la Europa moderna. No aludo, refiriéndome a ésta, a las últimas generaciones de pueblos europeos de las dos riberas del Océano, sino a la Europa más limitada del período de la Reforma, incluso toda empeñada como estaba por las guerras y las luchas religiosas. Consideramos el mundo del Oriente mediterráneo, desde Sicilia al Asia occidental, durante el período de cerca de mil cuatrocientos años que va desde la muerte de Arquímedes (212 a. C.) hasta la invasión de los mongoles. Hubo, en este período, guerras, revoluciones e importantes cambios de religiones; eventos pero no más graves que las guerras de los siglos decimosexto y decimoséptimo en Europa. Hubo en tal período grandes civilizaciones: la pagana, la cristiana, la islámica. La ciencia se enriqueció de muchas aportaciones. Pero, en general, el progreso fue lento e incierto, y, a excepción por lo que concierne a las matemáticas, los hombres del Renacimiento prácticamente partían del punto al cual había llegado Arquímedes. Hubo cierto progreso en el campo de la medicina y en aquel de la astronomía. Pero el resultado total fue mínimo en comparación al maravilloso desarrollo que debía caracterizar al siglo diecisiete. Si comparas por ejemplo, el progreso del saber científico entre 1560, poco antes del nacimiento de Galileo y Kepler y 1700, cuando Newton era ya al apogeo de su celebridad, a aquel largo período anterior del que hemos hablado, durado exactamente diez veces más.
Sin embargo la madre de Europa fue Grecia y es a la Grecia que tenemos que referirnos para encontrar los orígenes de nuestras ideas modernas. Todos sabemos que en las costas del Mediterráneo prosperó una florida escuela de filósofos iónicos profundamente interesados en teorías referidas a la naturaleza. Sus ideas han sido transmitidas, enriquecidas por el genio de Platón y Aristóteles. Pero, a excepción de Aristóteles, y hace falta convenir que ésta es una excepción importante, tal escuela de pensamiento no alcanza una mentalidad puramente científica. Desde cierto punto de vista fue mejor así. El genio griego era filosófico, brillante y lógico. Los hombres de tal grupo se ponían cuestiones esencialmente filosóficas. ¿Cuál es el sustrato de la naturaleza? ¿El fuego, la tierra, el agua o una combinación de dos de estos elementos o de los tres? ¿O se trata de un puro fluir que no puede ser reducido a sustancia estática? Las ciencias matemáticas les interesaron enormemente. Descubrieron la universalidad, analizaron las premisas y llegaron a teoremas importantes ateniéndose rigurosamente al razonamiento deductivo. Sus mentes eran dominadas por el deseo de la universalidad. Ellos exigían ideas claras, netas, y un razonamiento concreto que partiera de tales ideas. Todo eso era excelente, significaba genio, constituía un trabajo preparatorio ideal. Pero no era ciencia tal cual la entendemos nosotros […].
Para la ciencia sin embargo es indispensable algo más que el sentido general del orden de las cosas. No hace falta que yo precise como la costumbre al pensamiento claro y riguroso se haya arraigado firmemente en la mentalidad europea bajo el largo predominio de la lógica y la teología escolástica. Queda el hecho de que después del repudio de tal filosofía, quedó la preciosa costumbre de investigar un dato real exacto y, una vez encontrado, de no dejar la presa. Galileo debe a Aristóteles mucho más de lo que su Diálogo no deja superficialmente aparecer: le debe la lúcida razón y espíritu analítico.
Pero no creo todavía haber puesto en evidencia la gran contribución dada por el Medievo a la formación del movimiento científico. Quiero hablar de la fe inexpugnable que cada evento particular puede ser correlacionado, de modo perfectamente definido, a sus antecedentes y fungir de ejemplo de principios generales. Sin esta fe el enorme trabajo de los científicos sería desesperado. En esta fe instintiva, vivamente sustentada por la imaginación, que constituye el principio motor de la investigación: hay un secreto, y este secreto puede ser revelado. ¿Cómo se ha establecido tan firmemente en el espíritu europeo esta convicción?
Si comparamos el “tono” del pensamiento europeo con la actitud de otras civilizaciones tenemos la segura impresión de que el primero sea originado por una sola fuente. No puede en efecto provenir más que de la concepción medieval, que insistía en la racionalidad de Dios, a la cual venía atribuida la energía personal de Iahveh y la racionalidad de un filósofo griego. Cada detalle era controlado y ordenado: las investigaciones sobre la naturaleza no podían desembocar más que en la justificación de la fe en la racionalidad. No hablo, cuidado, de las convicciones declaradas de pocos individuos. Lo que tengo en mente es la huella dejada en el espíritu europeo por una fe secular e incontestada. A esto me refiero con “tono” instintivo del pensamiento y no a un mero credo expreso con palabras.
En Asia los conceptos de Dios concernían a un ser demasiado arbitrario o demasiado impersonal para que tales ideas de ello lograran determinar costumbres instintivas de la mente. Cualquier evento determinado podía ser atribuido al fiat de un déspota irracional o manar de cualquier “origen de las cosas” impersonal e inescrutable. Faltaba aquella confianza que proviene de la idea de la racionalidad inteligible de un ser personal. No quiero sustentar que la fe europea en la posibilidad de escrutar la naturaleza fuera justificada lógicamente por su misma teología. Sólo trato de entender como ella haya surgido. Mi tesis es que la fe en las posibilidades de la ciencia, nacida antes del desarrollo de la teoría científica moderna, es un derivado inconsciente de la teología medieval.
Pero la ciencia no es sólo el resultado de una fe instintiva; ella también exige un interés activo a los simples fenómenos de la vida en cuanto tales.
Esta aclaración, “en cuanto tales”, es muy importante. La primera fase del Medievo era una época de simbolismo. Una época de gran idealidad y técnica primitiva. No había puntos de contacto con la naturaleza, excepto que para arrancarle lo necesario al duro vivir material. Hubo en cambio grandes dominios espirituales que explorar, dominios de filosofía y dominios de teología. El arte primitivo supo traducir en símbolos estas idealidades que impregnaron los espíritus meditativos. La primera fase del arte medieval tiene un atractivo incomparable: su valor intrínseco es aumentado por el hecho que su mensaje, superando la justificación del arte como consecución estética, constituye una representación simbólica de las cosas que estaban tras la naturaleza en sí y por sí misma. Durante esta fase simbolista, el arte medieval se vale de la naturaleza como de un médium para alcanzar otro mundo.

Para comprender el contraste entre el principio del Medievo y la atmósfera necesaria a la existencia de una mentalidad científica, pondremos en comparación el sexto y el decimosexto siglo en Italia. En estos dos siglos, en efecto, el genio italiano puso las bases de una época nueva. La historia de los tres siglos que precedieron al primero de los dos períodos, a pesar de las perspectivas abiertas por el advenimiento del cristianismo, es cada vez más viciado por el sentimiento de la decadencia de la civilización. En cada generación se perdía algo. Cuando leemos los documentos sentimos la amenaza del espectro de la barbarie que avanza. No faltan, cierto, también hombres grandes en la acción como en el pensamiento. Pero su efecto global es sólo aquel de frenar por un poco la decadencia general. En el siglo sexto se toca, por cuanto atañe a Italia, el punto más bajo de la curva. Pero, durante el mismo siglo, varios eventos contribuyeron a poner las bases del prodigioso desarrollo de la nueva civilización europea. El imperio bizantino, bajo Justiniano, determinó en tres modos el carácter del inicio del Medievo en la Europa occidental. En primer lugar sus ejércitos, al mando de Belisario y Narsete, liberaron a Italia de la dominación de los góticos. En tal modo quedó campo libre para el ejercicio del antiguo talento itálico de crear organizaciones, que fueron destinadas entonces a proteger los ideales de la actividad civilizadora. No es posible no probar cierta simpatía por los góticos, sin embargo está fuera de duda que un milenio de Papado ha sido infinitamente más precioso para Europa que cualquier efecto que habría podido derivar de un bien consolidado reino gótico en Italia.
En segundo lugar la codificación del derecho romano estableció la idea de la legalidad que dominó luego el pensamiento sociológico de Europa durante los siglos siguientes. La ley es al mismo tiempo un instrumento para gobernar y una condición que impone límites al gobernar. El derecho canónico de la Iglesia y el derecho civil del Estado deben a los juristas de Justiniano su influencia sobre el desarrollo de Europa. Ellos fijaron en el espíritu occidental el ideal de un poder que debería ser al mismo tiempo legal, capaz de exigir la obediencia a las leyes y tal de representar en sí mismo un sistema de organización regulado de modo racional. El siglo sexto en Italia era la primera demostración de cómo estas ideas, favorecidas por el contacto con el imperio bizantino, se hayan imprimido de modo duradero.
En tercer lugar, en las esferas no políticas del arte y el saber, Constantinopla reveló modelos de realización que, en parte incitando a una imitación directa, en parte por inspiración indirecta consiguiente del simple conocimiento de su existencia, constituyeron un estímulo constante para la civilización occidental. La sabiduría de los bizantinos, en el modo en que golpeó la imaginación de la mentalidad medieval en la primera fase, desarrolló una función análoga a aquella que tuvo la sabiduría de los egipcios para los griegos de la época arcaica. En los dos casos, los conocimientos efectivos probablemente eran la justa medida para ser útiles a los interesados. Ésos poseían bastante para saber qué modelos podían alcanzar, pero no tanto de quedar trabados en formas de pensamientos estáticos y tradicionales. Por eso, en ambos casos, se pudo proceder con plena independencia y se hizo lo mejor. Ninguna explicación del origen de la mentalidad científica europea puede omitir de tener en cuenta este influjo de la civilización bizantina. En el siglo sexto, sin embargo, se verifica una crisis en las relaciones entre lo bizantinos y el Occidente; y en contraposición a esta crisis tiene que ser puesta en resalto la influencia de la literatura griega que incidirá luego en el pensamiento europeo del decimosexto y decimoséptimo siglo. Los dos hombres de primer plano, que pusieron en el siglo sexto los fundamentos del futuro, fueron san Benito y Gregorio Magno. Solamente considerando a éstos podemos medir hasta qué punto hubiera decaído la mentalidad relativamente científica que había sido alcanzada por los griegos. Se estaba ya al cero del termómetro científico. Pero la obra de Gregorio y Benito contribuyó a la reconstrucción de Europa con elementos que encerraron la garantía de una mentalidad científica futura más real y eficiente que aquella del mundo antiguo. Los griegos eran ultrateóricos. Para ellos la ciencia no era sino una rama de la filosofía. Gregorio y Benito eran hombres prácticos, que no perdían de vista la importancia de las cosas ordinarias, y llevaban esta concreción suya en las actividades religiosas y culturales. Debemos de modo particular a san Benito que los monasterios hayan hospedado a hábiles agricultores no menos que santos, artistas y eruditos. La alianza entre ciencia y tecnología que ha conservado el contacto entre el saber y “los hechos irreducibles y obstinados”, deben mucho a la índole práctica de los primeros benedictinos. La ciencia moderna deriva por lo tanto de Roma no menos que de Grecia, y es a esta componente romana de su lenguaje que ella debe la incrementada energía del pensamiento tenido en íntimo contacto con el mundo de la realidad.
El influjo del contacto entre los monasterios y los hechos de la naturaleza se mostró en un primer momento en el arte. El naturalismo, surgió en el Medievo tardío, representó el ingreso en el espíritu europeo del último elemento necesario para el nacimiento de la ciencia. Con ello nació el interés por los fenómenos naturales en sí y por sí mismo. La hojarasca típica de las selvas de la región fue tallada hasta en puntos secundarios y remotos de los edificios por el mero placer de reproducir cosas familiares. La entera atmósfera de cada arte expresaba la alegría espontánea de percibir y fijar la comprensión de las cosas que circundan a los hombres. Bajo este aspecto los artesanos que ejecutaron las esculturas decorativas medievales del último período no son disímiles de Giotto, Chaucer, Wordsworth, Walt Whitman y del poeta del Nuevo England, nuestro contemporáneo, Robert Frost. Los simples hechos inmediatos son objetos de interés y se encuentran luego en el pensamiento científico bajo el aspecto de “hechos irreducibles y obstinados”.
El espíritu de Europa estaba ya preparado para la nueva aventurosa hazaña de su pensamiento. No es necesario tratar detenidamente los varios eventos y hombres que han contraseñado la llegada de la ciencia: el aumento de la riqueza y el tiempo para el otium, el desarrollo de las universidades, la invención de la prensa, la caída de Constantinopla, Copérnico, Vasco de Gama, Colón, la realización del telescopio. Sol, clima, semilla, todo estaba listo, y la selva nació y creció.

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