La familia /1
autor: Alexander Van Der Does De Willebois
Holanda, Neurólogo
Alberto Methol Ferré
Uruguay,Consulente del CELAM y miembro del equipo Teológico Pastoral
Zépbryn Goma
Congo Brazzaville
Carlo Caffarra (moderador)
Italia, Director del Instituto «Juan Pablo II» en la Pontificia Universidad del Laterano
fecha: 1982-08-24
fuente: La familia
acontecimiento: Meeting per l’amicizia tra i popoli: "Le risorse dell' uomo", Rimini, Italia
(Meeting para la amistad entre los pueblos: "Los recursos del hombre")
traducción: María Eugenia Flores Luna
siguentes: /2 /3

CARLO CAFFARRA:
Queridos amigos, esta tarde estamos invitados a reflexionar sobre uno de los más importantes recursos del hombre: el matrimonio y la familia.
¿En la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio, desde el inicio el Santo Padre Juan Pablo II afirma que la Iglesia es «consciente de que el matrimonio y la familia constituyen uno de los bienes más preciosos de la humanidad» (n.1) y que «el bien de la sociedad está profundamente ligado al bien de la familia» (n.3) De dónde deriva esta singular «preciosidad» del matrimonio y de la familia? ¿De dónde deriva esta profunda interdependencia entre el bien de la sociedad y el bien de la familia?

I. La singular preciosidad del matrimonio y la familia

Matrimonio y familia pertenecen a aquellos valores que participan de la preciosidad misma de la persona humana: el matrimonio, en efecto, es uno de los modos fundamentales con los que el hombre y la mujer realizan la verdad más profunda de su ser personal y la familia - como tendremos modo de ver - es el lugar originario y primero del constituirse de lo social humano en el orden de la creación (prima societas in coniugio) y, en el orden de la salvación, del constituirse de la comunión eclesial (ecclesia domestica). Y esta unión profunda entre matrimonio y familia por una parte y el hombre por la otra, debe ponerse a la base de cada reflexión en ellos. «No está bien que el hombre esté solo»: no está «bien». Pues, el ser humano, la humanidad del hombre, no alcanza su bondad, es decir la plenitud de su ser. De eso derivan dos consecuencias sobre las que quisiera atraer la reflexión de Ustedes.
1. Cada concepción del matrimonio y de la familia siempre implica una concepción del hombre como tal, de ella depende estrechamente y coherentemente. Al final, el hecho cultural que involucra matrimonio y familia no es sino un momento de aquél que involucra al hombre como tal.
2. En cuanto llamados a expresar la verdad de la persona humana, matrimonio y familia son confiados a la libertad de la misma. Eso equivale a decir que la dimensión ética de la vida matrimonial y familiar es una dimensión esencial. El reclamo a la ética, a los valores morales, que cada comunidad conyugal y familiar debe encarnar, reclamo que hoy es de singular urgencia, tiene una doble valencia. De una parte la dimensión ética impide que la comunidad conyugal y familiar sea gobernada por la ley de la utilidad y el placer, de la otra asegura a la verdad de la comunidad conyugal y familiar ser reconocida y cumplida. Preciosidad, pues, unida a una profunda fragilidad, como es la de todas las realidades más preciosas.

II. El matrimonio y la famiglia como recurso del hombre

De estas breves reflexiones ya podemos intuir cómo en la comunidad conyugal y en aquella familiar el hombre encuentra un indispensable recurso para su humanización.
Y la comunidad conyugal es, ante todo, un recurso fundamental de la humanización del hombre. Lo que la página bíblica citada ha expresado simbólicamente queda permanentemente verdadero. El hombre que no es capaz de abrirse libre y personalmente, por amor y en el amor, al don de sí mismo al otro, no ha alcanzado la plenitud de su ser personal. Y todavía, el hombre lleva escrito dentro de sí mismo esta capacidad, posee este recurso: es su recurso. Una capacidad que se realiza en la comunión conyugal; un recurso del cual sacar continuamente para poder rehacer siempre más profundamente la misma comunión conyugal. «Prima societas in coniugio», ya decía la sabiduría antigua. Primera no en sentido principalmente cronológico, sino de valores: el originario constituirse de la comunión inter personal.
La comunidad conyugal está interiormente disciplinada a volverse comunidad familiar, no como un instrumento útil para un objetivo, sino como una semilla que tiende naturalmente a convertirse en fruto. Y en la comunidad familiar el hombre encuentra la escuela más completa y más rica de su humanización (cfr. Gaudium et Spes 52). Eso es verdadero desde muchos puntos de vista. Sólo señalo algunos.
La relación social humana, en toda su extensión e intensidad, alcanza la plenitud de su verdad sólo cuando es expresión de una comunión que excluye sea la regla utilitarista sea cada forma de totalitarismo: cuando - en fin - se da una relación de «hermandad». Una relación que tiene su origen en la fraternidad familiar. Además es posible vivir una experiencia de fraternidad sólo cuando hay en la base una común experiencia filial que el hombre aprende en la comunidad familiar. Y es la comunidad familiar, en fin, el primer sujeto que transmite la cultura de un pueblo a través de la misión educativa. Son éstas algunas reflexiones que introducen al debate de esta tarde.

El primero en tomar la palabra será el profesor Alexander van der Does de Willebois.
El profesor ha nacido en Utrecht en una familia de médicos y él mismo ha seguido los estudios de medicina y filosofía en la universidad de Utrecht, de Rotterdam, de Montreal, de Gronigen y de París. Sucesivamente se ha especializado en neuropsiquiatría con una tesis sobre «alienación y toxicomanía», publicada luego en Nimega en 1978. Las publicaciones del profesor son diversas, la competencia es única y por tanto a él ahora le doy la palabra.

ALEXANDER VAN DER DOES DE WILLEBOIS:
Queridos amigos, por segunda vez tengo el honor y el gusto de dirigirme a Ustedes. El tema de esta tarde será la familia: «Aquella pequeña Iglesia que es la familia», como dice el texto de la «Lumen Gentium».
Un tiempo la familia, en cuanto tal, era una cosa obvia. Pero hoy formar una familia se ha convertido en una elección consciente, ya las bases mismas de la sociedad son sacudidas por la proclamación de la autonomía del hombre en cuanto individuo, el hombre sin Dios que, como el número siempre creciente de niños sin familia, empieza a errar sobre la Tierra, sin padre ni madre.
El derecho incondicional y una autodeterminación desmedida han prevalecido hasta hacer olvidar que nadie puede vivir sólo para sí mismo sin volverse estéril al punto de destruir a su semejante. He aquí porque la santificación interior de nuestras sociedades tendrá necesariamente que empezar con la restauración de aquella «pequeña iglesia» que es la familia. Ahora, en esta «iglesia doméstica» falta a menudo en la sociedad moderna un padre, en el verdadero sentido de la palabra. Y éste es un primer aspecto de la familia del que quiero hablar.
Hoy la voz de las feministas nos habla mucho de la mujer, se necesita por lo menos que alguien se acuerde de que el hombre también existe. He aquí porque, en segundo lugar, les hablaré del equilibrio hombre-mujer.
Ante todo, para introducir el tema, deseo hacer un panorama sobre el rol del padre a través de la historia. Desearía empezar con el antiguo Egipto, este inicio lejano de la historia, al que el Señor ha querido confiar el pueblo electo, por un período de aprendizaje de 400 años. La sociedad egipcia tiene que ser considerada como un matriarcado, en el sentido que el niño recibía el nombre de la madre y que la idea de un padre fundador de grandes familias era desconocida. De este modo, la madre, desde el punto de vista jurídico y económico, era igual al marido. Sin embargo el padre representaba una importante autoridad, en el sentido que en el seno de la familia su voz era el instrumento de la tradición. Era la voz por la que, de una generación a la otra, venía transmitido, desde los sagrados tiempos del Origen, la sabiduría de las reglas divinas, gracias a las cuales se había aprendido a vivir en armonía con la sociedad y con la propia civilización.
De este modo el padre era revestido de una autoridad que no le pertenecía, aquella de la tradición, a la cual él era sometido como sus hijos. El hecho de que luego correspondía al padre transmitir el patrimonio cultural significa que, desde el principio, su rol específico ha sido aquel de precursor: preparar para los hijos la sagrada vía del futuro, la vía hacia la realidad histórica y cultural.
Trasladémonos, ahora, al antiguo Israel. Nos encontramos aquí en un mundo patriarcal por excelencia, completamente basado en el principio genealógico y caracterizado por las grandes dinastías de los padres fundadores que habían dado su nombre a las doce tribus del pueblo electo. Sin embargo también en esta estructura patriarcal la posición de la mujer en el seno de la familia era igual a aquella del marido. La madre era honrada cuanto el padre, ya que ellos eran una sola carne «Escucha, hijo mío, la enseñanza de tu padre, no desprecies la enseñanza de tu madre» (Pro.1,8).
Es sólo con el imperio Romano que encontramos la «patria potestas», el poder absoluto del «pater familias», que, en teoría, no era responsable de sus actos ante nadie y cuya autoridad duraba toda la vida. Jefe-familia, con un poder sagrado, tiene sobre su mujer y sobre sus hijos derecho de vida y de muerte.
No sé cuál fuera el verdadero rol del padre de familia en el Medievo. Sin embargo una cosa es cierta: durante este período la soberanía absoluta del pater familias romano fue mitigada de modo saludable sobre todo por la Regla de San Benito. El padre, o el abad de la Comunidad monástica no reina como un soberano monárquico como el pater familias romano. Al contrario él tiene que escuchar a sus monjes, es responsable de ellos ante Dios y sobre todo, como sus hermanos, él está sujeto a la misma Regla del Padre fundador, norma por la cual él es juzgado del mismo modo que sus hijos, que, en base a ella también son sus hermanos. En el Cristianismo somos siempre contemporáneamente padres e hijos, ya que la imagen última a la cual, bien o mal, se remite cada padre terrenal, es siempre aquella del padre «de la cual cada paternidad en el cielo y en la tierra deriva el propio nombre».
Después de la moderación del Medioevo, es sólo con el siglo XVII que se advierte un cierto retorno al derecho y, por tanto, al patriarcado romano. La propiedad vuelve a ser monopolio del padre; la mujer es obligada a asumir el apellido del marido; sólo después del Concilio de Trento el consentimiento de los padres se ha hecho necesario para el matrimonio de los hijos. También la mayoría de edad, que era de 12 años para las chicas y de 14 para los chicos, es aumentada a los 25 años.
Citamos, por ejemplo, el caso de la Alemania luterana al principio del siglo XVIII: último baluarte del patriarcado, hace pensar en un tipo de restauración semi-feudal, semi-burgués del pater familias romano. A la época un dicho establecía la escala «Gottwater Landesvater-Hausvater», que exigía la obediencia absoluta de las mujeres, de los criados y de los hijos. En esta estructura autoritaria, está presente una analogía tan marcada entre el “Hausheer” divino y su homólogo terrestre que, faltando una regla benedictina que lo reorganizara, el «Hausvater» podía olvidar fácilmente la analogía y confundirse con el Dios Padre mismo. Mentalidad autocrática que ha señalado, hasta nuestros días, bastantes generaciones de jefes, de autoridades municipales, de directores de escuela, de asilos y de empresas. Reinaba el sentido del Deber y la Obediencia y cada uno tenía que ocupar su justo lugar.
Louise Weiss, ex miembro francés del Parlamento Europeo, no sabía evidentemente cuál era su lugar. Al inicio de nuestro siglo, ella se preparó, a escondidas de su padre, para la libre docencia en letras. Su gran problema era cómo hacerle saber al padre que ella, una mujer, había sido aceptada. Afortunadamente para ella, el momento propicio se presentó el día en que fue anunciada la movilización del 1914, ya que, como decía su madre: «una desgracia puede hacer olvidar otra».
En fin, durante el período de progresiva secularización, después de la Reforma, había surgido una especie de caricatura de la autoridad paterna, que tenía que conducir inevitablemente a una revuelta. He aquí cómo se anunciaba, hacia el final del siglo XVIII, la actual crisis de la figura paterna. Las dos revoluciones que dominaron esta época, una democrática y la otra industrial, coincidieron con una tercera: la revolución demográfica, que causó, temporalmente, una desproporción de jóvenes. Le siguió una gran movilidad social y geográfica, una fuerte progresión de la urbanización, la pérdida de valores tradicionales y una marcada concepción de competición y progreso, que ha producido, en las generaciones contemporáneas, la convicción de ser mejores y más fuertes que las generaciones anteriores. En general, las nociones de posibilidades inesperadas, de un progreso inevitable y de libertad del hombre autónomo estaban difundidas.
En el tiempo de la toma de la Bastilla, el poeta inglés William Blake, en nombre de la revuelta de los románticos, lanzaba un desafío con una sola palabra: «Nobodaddy». El Dios de los reyes católicos, patrón del Ancien Régime, finalmente destronado después de 6.000 años de - cito - «patriarcado demoníaco», no era nadie y padre de nadie. Del mismo modo, el darvinismo social, prescindiendo de un Dios creador, abandonaba a los hombres en un universo arbitrario y sin padre, y además también daba una justificación moral para poner, aparte de los padres por obra de los hijos, siguiendo su teoría sobre la competencia vital, relacionada a la noción de un progreso inevitable, aunque estos hijos no hayan logrado huir de su complejo de Edipo, como Freud habría descubierto poco después.
Aunque, después de estos primeros ataques, el rol del padre aún estaba presente, su hora había ya llegado. En seguida, todo el proceso de democratización, de emancipación y de secularización, nos ha conducido a lo que se llama, en el libro del psicoanalista alemán Mitscherlich del 1963, «La sociedad sin padre». Uno lo constata con satisfacción, el otro con nostalgia pero el pater familias, en el sentido histórico y cristiano del término, que hemos conocido, ya no existe. El padre de familia no puede reivindicar la autoridad otorgada a él un tiempo. Sin embargo, la destrucción de los símbolos paternos significa un ataque a la estructura jerárquica de la sociedad. Lo que es aún más peligroso, en cuanto no se trata de una estructura cualquiera.
El término «jerarquía» - del griego hieros, sagrado - se refiere a un orden sagrado y por lo tanto elemental. En efecto se puede notar que toda vida, aun sobre el plano biológico, es ordenada de modo jerárquico; sin esta estructura jerárquica ella se disgrega. Por esta razón, la pérdida del principio paterno abre la vía a una vida amorfa y a la anarquía, por consiguiente a la pseudo-paternidad de la dictadura sea ella de un tirano o de un poder socio-político anónimo. En fin, me parece que en orden cronológico la crisis de la figura paterna haya precedido a aquellas actuales de la figura materna y de la familia.
Nuestra época parece obsesionada por la idea de igualdad, y desdichadamente no tanto por un deseo de justicia, sino por un espíritu de competencia. En el plano sexual, esta obsesión llega hasta la voluntad de negar la diferencia misma entre hombre y mujer. Hasta querer hacer del mundo un caos pantanoso, para no tener ya de estorbo la diferencia entre el agua y la tierra. También allí donde no se trata de eliminar la diferencia entre los sexos con la idea de unisex, o lo que es definido el hombre andrógino, existe por lo menos la tendencia a devolver los roles masculino y femenino intercambiables, en lugar de admitir una relación recíproca y complementaria, en la que las identidades masculino y femenino se definen recíprocamente. Por consiguiente la situación está muy confusa, lo que es causa de sentimientos de ansia e incertidumbre y explica, entre las otras tendencias, la crisis de identidad en la que se encuentra de frente la psiquiatría moderna, sobre todo entre los jóvenes.
Hoy, época en la que todo está puesto en discusión, hace falta evidenciar el hecho de que el chico y la chica tienen la necesidad de un padre y una madre. El génesis de la identidad, del yo inicia en el niño con la constitución de la imagen experimentada del cuerpo y la experiencia de la identidad sexual. Para saber lo que uno es, hace falta ante todo saber lo que uno es en cuanto hombre o mujer; hace falta estar bien en el cuerpo para estar bien en la sociedad. Para alcanzar eso hace falta poderse identificar con el modelo de los padres que, con su comportamiento y con su educación, proveen una idea claramente delineada de lo que le corresponde al hombre y a la mujer, de lo que es uno y otro. De otra parte los padres, para poderse realizar en cuanto tales, tienen que sentirse sustentados por una sociedad que sea capaz de definir el lugar del hombre en cuanto padre y el lugar de la mujer en cuanto madre.
En psicoanálisis, la imagen del padre está generalmente considerada como el principio estructurante, garante del dinamismo de una sociedad y constituye el elemento indispensable para complementar un modelo puramente materno, en el que cualquier riesgo tiene que ser evitado y en el cual se envicia, protege y comprende hasta llegar a la pérdida de la autonomía y la responsabilidad individual.
En el plano individual se aprende así a conocer la imagen del padre como el modelo del yo-ideal, es decir el modelo en que se plasma la identidad futura del niño; ya que el niño necesita librarse de la unión primordial dada por la unidad madre-hija. El padre, sustenta Gérard Mendel, ha sido «inventado» para independizar al niño en el plano psico-afectivo.
La analogía mitológica de la unidad primordial con la madre es la unión con la Madre - naturaleza. Según Eliade, de eso deriva en las sociedades prehistóricas, una preeminencia de los símbolos maternos, mientras la imagen del Dios creador, por cuanto conocida, era, por así decir, provisionalmente relegada a segundo plano. Y sólo más tarde, al inicio de la historia específicamente, es que los símbolos paternales asumen su significado decisivo, es decir cuando hemos empezado a dominar, a transformar y a explotar la Terra-mater con los utensilios y la ciencia aplicada.
Del mismo modo, en la psicología individual, hace falta darse cuenta que el total de - dependencia de la madre es percibida por el pensamiento mágico del niño como dependencia por una potencia omnipotente. Esta relación necesariamente es ambivalente: si la presencia materna significa la comida, la vida, su ausencia es el abandono y la muerte.
Más tarde una presencia materna demasiado sofocante puede volverse fatal para la autonomía o hasta para la identidad depurada del niño. He aquí porque la total felicidad y la angustia de aniquilamiento necesariamente son los extremos que se tocan en la relación de fusión entre el niño y la madre: omnipresencia materna que se soluciona sólo con la identificación con el padre o con sus sustitutos.
Desde el inicio de los tiempos, esta ambivalencia se ha expresado en el simbolismo acuático. El agua representa sea la vida sea la muerte, nacimiento y disolución. De una parte las aguas primordiales son «fons et origo», el elemento que precede la forma, del cual surgieron la creación, cada forma y estructura, cuando en ellas planeó el Espíritu de Dios (principio paternal). Pero ellas también son las Aguas de la Muerte, el monstruo que devora, el diluvio, donde todo lo que existe se desintegra y cualquier forma es abolida (Eliade). Se podría decir que el equilibrio en la creación es tal que el espíritu paterno es necesario, para que en la psicología humana el principio materno se vuelva señal de gracia y amor.
Por lo que concierne a las consecuencias psiquiátricas de la sociedad-sin-padre, se puede demostrar, mediante diversas tendencias psico-patológicas, que existe una relación causal con la ausencia del padre durante la juventud o por lo menos con una experiencia muy negativa del padre, en cuanto al término «ausencia"» es usado en sentido psicológico y no en el sentido literal: un padre físicamente ausente o también muerto puede estar «presente» de modo intenso. Sin adentrarse en los detalles, es suficiente citar ejemplos de errores en que el fracaso de la identificación con el padre a menudo parece asumir un rol decisivo. Se trata en particular de casos de alcoholismo, de homosexualidad masculina y de una cierta forma de esquizofrenia juvenil.
En un contexto más amplio, el profesor Tellenbach ha notado la ausencia vergonzosa de la figura paterna en la vida de los estudiantes protagonistas de las revueltas del 1968. Padres ausentes sobre todo en la vida de los primeros activistas, salidos, a menudo, de aquellas que se usan definir como «buenas familias». «El padre apesta», escribían sobre los muros de París; lo que reflejaba, por otra parte, toda una literatura socio-cultural que sustentaba, empezando de los Estados Unidos, que el padre está desapareciendo prácticamente. Por ejemplo, Maslow ha podido constatar que, muy amenudo, el marido no teme sólo a la mujer, sino hasta los hijos, sobre los que él no ejerce alguna influencia determinante, en cuanto él mismo no es sino un adolescente. Y para acabar, no es sorprendente el hecho de que algunos autores encuentren una relación directa entre el aumento de la criminalidad juvenil y la ausencia de una presencia paterna constructiva. La hostilidad de sus hijos angustiados y extraviados es el precio que tienen que pagar los padres por la facilidad con que ellos han renunciado a su responsabilidad, han dejado sin respuesta a sus hijos, ávidos de valores normativos.
Estos hechos de crónica socio-psiquiátrica proveen un claro cuadro del universo anárquico y narcisista en la que los hijos pueden ser inmersos cuando el hombre no ocupa bien su lugar en la familia, ni como esposo que sustenta y define el rol de la mujer, ni como punto de apoyo para los hijos. Un abismo de extravío progresivo, de violencia y de desesperación se abre en la familia y en la sociedad, cuando no existe ya alguna forma de autoridad paterna ni una polaridad hombre-mujer clara y equilibrada. Polaridad que es un dato sagrado y elemental de la creación: dualismo entre Cielo y Tierra, entre Espíritu y Naturaleza, entre Cristo y su Iglesia. Hombre y mujer, complementarios y equivalentes pero esencialmente diferentes y por lo tanto en la obligación de hacer manifiesta esta diferencia, sea con el vestuario que con su comportamiento y rol social.
No se crea que yo tenga la intención de hacerme promotor de una restauración del absolutismo patriarcal, porque todavía esto no tenía nada que ver con una verdadera presencia paterna. El hombre como la mujer, necesita un aliado en la otra orilla. Él elige, en el mejor de los casos, la mujer que hará de él lo que él debe ser y viceversa. Para realizar plenamente una reciprocidad intersubjetiva, no existirá nunca una forma más noble - ni más difícil - que la unión interpersonal del matrimonio monógamo. Una alianza entre dos personas que puede ser sólo concebida en una civilización - como lo es en línea de principio la civilización cristiana - que da a los dos sexos la medida real de su dignidad humana.
Cuando en el Upanishad, el esposo abraza a la mujer, exclama: «Yo soy el cielo, tú eres la tierra». Con esta afirmación el hombre y la mujer se introducen enseguida en el orden sagrado de la creación y su unión sexual se vuelve lo que Eliade llama una «ierofanía», es decir una manifestación de lo sagrado; en el pensamiento mitológico, por lo tanto religioso, esta unión está valorizada como una nueva actualización del acto creador y su matrimonio se vuelve una reanudación de la ierogamía cósmico primordial, es decir el matrimonio entre el Dios-cielo y la Tierra - Madre. A la luz de una tal simbología se da cuenta cuánto en nuestras sociedades secularizadas, el acto sexual sea reducido a su pura función fisiológica de satisfacción carnal. Y de cuánto la «partnership» moderna sea sólo una caricatura del matrimonio: un matrimonio se hace entre esposo y esposa, no entre partners.
En términos muy generales, podemos reasumir la diferencia hombre-mujer sobre el plano psico-cultural en el modo siguiente.
Desde el inicio, el hombre ha sido comparado al Cielo, al Espíritu, al Logos, principio limitativo y de base. La mujer, por otro lado, es comparada a la Naturaleza, a la Tierra Sagrada, a las Aguas primordiales, es un abundante manantial de vida ilimitada. En resumen, yo creo que en sentido ontológico, se podría decir que la mujer es el Ser y el hombre es el Hacer. Me parece que sólo partiendo de este punto ontológico, se puede iniciar a repensar al rol del hombre y de la mujer, del padre y de la madre.
El hombre es el explorador y el conquistador, representa el progreso, la ciencia y la máquina, en resumen, toda la tecnología con la que, con su deseo de reinar, ha dominado, explotado y, a veces, casi sofocado a la Madre-naturaleza; ya que el dinamismo masculino se vuelve fácilmente ávido y destructor. Por tanto, las mujeres tenían razón cuando se irguieron contra la sociedad de los hombres, viendo que las cosas estaban estropeándose y que el equilibrio se había partido. Del resto, se puede explicar con otras razones más secundarias porque es preferible que el hombre quede formalmente a la cabeza en el equilibrio entre los sexos. Una de estas razones es que la mujer es, en general, la más fuerte. Las feministas enfadadas tienen un bonito dicho, para reforzar su posición, que la mujer en su rol tradicional es sólo un ser dócil y obediente, sumiso e inferior. ¡Pero en realidad, enteras generaciones de esposos tienen una experiencia bien diferente!
Si recurro a mi experiencia profesional, puedo decir que para cada mujer que teme a su marido hay al menos 10 hombres que temen a su mujer. A menudo los respetos que el hombre tiene hacia la mujer son inspirados por la voz dominante de la esposa que Chesterton llama: «The dreadful voice of love» (La pavorosa voz del amor). En todo caso, es evidente que existe un exceso en el feminismo actual, que es sustentado por un tipo de odio por el hombre y que mira a la hegemonía de la mujer, más que a un equilibrio entre los sexos.
Donde nosotros, en los Países Bajos, característico es el eslogan «Nosotras mujeres exigimos». En general, los hombres piden o ruegan. Las mujeres al contrario exigen y son, como siempre, dócilmente seguidas por los hombres acostumbrados a hacer lo que la madre-esposa dice. Si, por lo tanto, nos esforzamos por sacar, de modo estrecho, de las costumbres y de la legislación la prioridad del hombre, temo que se estropee el equilibrio que se ha establecido de modo empírico entre los sexos. Equilibrio que se expresaba en el dicho popular: «En casa, el patrón soy yo, pero quien manda es mi mujer». De este modo, todo iba de lo mejor: las mujeres, en general, decidían y el prestigio masculino estaba a salvo, porque formalmente las decisiones importantes eran tomadas por el marido.
En la fase del estatismo creciente en que vivimos, el estado tiene ampliamente usurpada la autoridad del padre. Pero el estado está bien lejos de ser un válido sustituto del verdadero padre, está bien lejos de poder asumir un rol de promotor del yo-ideal. Como Mendel ha evidenciado:
«El Poder Social en la sociedad industrial representa, para el alma colectiva, a los dos padres confundidos». Así el estado omnipresente y omnipotente se acerca a la imagen de aquel ser tembloroso y ambiguo que se llama hombre andrógino. De este régimen tecnológico deriva, para el individuo infantil, un sentido de impotencia y frustración que lo empuja hacia un nihilismo regresivo y destructor.
Si es verdad, como se dice, que las sociedades prehistóricas estaban caracterizadas por una cultura matriarcal y que ésta se ha desarrollado hacia la estructura patriarcal hoy desprestigiada, es lícito preguntarnos hacia qué dirección van nuestras tecnocracias modernas. O bien, dadas las chiquilladas de los grupos de acción y los medios de comunicación que actualmente tienen en mano el poder social, hace falta entrever que no hay la posibilidad ni de un matriarcado, ni de un patriarcado, sino de un «infantearcado». Por otra parte, es lo que Isaías ha predicho (3:4): «Darán a ellos unos chicos como príncipes, / los dirigirán. /… y el joven contra el viejo, / el plebeyo contra el noble». Se siente cercana la dictadura del proletariado. Una cosa es cierta: la “hermandad” proclamado por la Revolución francesa para reemplazar un patriarcado odiado y degenerado, no tendrá lo mejor, ya que, al prescindir de cualquier reflexión psico-cultural e histórica, ¿dónde se encontrará una comunidad de hermanos si no hay más padres?
Me pregunto si en realidad se pueda hacer una distinción tan radical, como se hace habitualmente, entre las culturas así llamadas patriarcales y aquellas matriarcales. Ciertamente existen matices, pero me parece que, en general, las dos tendencias coexistan. Depende un poco desde qué punto de vista se mira una determinada sociedad. Últimamente nuestros ministros y juntas de administración evocan, sin duda, una idea patriarcal. Pero al mismo tiempo, se encuentra en las casas la máxima ya citada sobre la mujer que, al fin y al cabo, decide qué hacer. Una supremacía femenina de la que se encuentran ejemplos en toda la historia. Quien encuentra que con mi insistencia sobre la paternidad he dado demasiada importancia al hombre, recuerde que al final siempre son las madres y las mujeres que sustentan a la sociedad y le otorgan al hombre el sentido de su dignidad. Son ellas que conservan, protegen y transmiten la vida; ellas son la fuerza amorosa que nos conserva de la desintegración.
Sólo si las mujeres abandonaran en masa su destino materno y su honor virginal debemos temer realmente el fin del matriarcado universal, que es innato en cada forma de vida social. Pero entonces lo mismo sucedería para el patriarcado que es el contrapeso natural y necesario del matriarcado. Después de que realmente estaríamos a merced de la tecnocracia; en otras palabras, en manos de los funcionarios de un régimen sin Dios.
Queridos amigos, en el folleto de este Meeting, se hace la pregunta: ¿qué puede aún separarnos de la barbarie que cada día nos amenaza? Y efectivamente, Europa, que ha nacido de una élite de bárbaros, amenaza con perderse por una barbarie de élite. La élite de los bárbaros, y por ella los pueblos europeos, se han formado en la escuela de los monasterios benedictinos que han conservado y renovado la civilización después de la caída del imperio Romano. He aquí porque San Benito es reconocido como Padre y Patrón por uno que se ha formado en la escuela de la iglesia.
Si por lo tanto, Europa, para regenerarse, quiere hallar el camino del padre, debe volver hacia el seno de nuestra Madre Iglesia como el hijo pródigo. Esta iglesia que siempre nos da la imagen de un padre tangible: un Santo Padre, hoy, en la persona de Juan Pablo Il, bajo los hábitos de un hombre de Dios, que con toda la energía de su fuerte personalidad, se ha empeñado por la dignidad de la persona humana. «Hace falta continuamente convertir al hombre a su propia grandeza», ha escrito Antoine de Saint Exupéry. Y la Iglesia no se ha cansado nunca de insistir sobre el hecho de que la dignidad del hombre está decidida por el destino de la familia, que es la materia prima con que está tejida la sociedad humana. Sin ella sólo habría una masa solitaria, una multitud desarraigada. Por lo tanto para huir de la barbarie amenazadora nos volvemos a nosotros, a cada uno de nosotros: para construir pacientemente aquella pequeña iglesia que es nuestra familia. Y el lugar por excelencia en el cual encontrar esta unidad entre nosotros, por la que Cristo ha rogado. Y estamos listos, cada vez que eso no logre aún, sustentar, como un honesto sufrimiento, la fatalidad de la discordia, como Cristo ha sufrido por nuestra discordia, sin nunca endurecer nuestros corazones.
Si el desaliento es la tentación más grande de nuestra época, nuestra esperanza está en la alegría de vivir. Alegría de vivir en familia. ¡Alegría de vivir en comunión y libertad de la que Italia es aquí testigo, haciéndonos compartir la vida alegre y creyente de esta bonita y grande familia de Rímini!

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