Libertas Ecclesiae, un derecho inalienable porque es natural
autor: Alfredo Valvo
fecha: 2008-05-05
fuente: «Libertas Ecclesiae»: un diritto inalienabile perché naturale
traducción: Carmína Vasquez

En las circunstancias en la cual la Iglesia está llamada a expresar un juicio sobre la autoridad civil y a tomar partido sobre propuestas políticas, como puede ser el caso de elecciones políticas o un referéndum, los criterios a los que se inspira y que privilegia son dos: el respeto de la propia libertad de proclamar la fe católica y la certeza que el obrar de la política sea dirigido a la consecución del bien común.
Para comprender las razones de esta posición tradicional de la Iglesia católica hace falta alguna aclaración. El recurso a la expresión "libertas Ecclesiae", que sintetiza bien la posición descrita arriba, es una invitación a la reforma de las costumbres eclesiásticas realizada por Papa Gregorio VII, subido al pontificado en 1073. En realidad, la reforma de las costumbres perseguidas con firmeza por el pontífice quería sobre todo devolver a la Iglesia su espiritualidad, y "libertas Ecclesiae" fue el principio en nombre del cual los reformadores invocaron el cese de la tutela y las injerencias del poder laico.

Libertad y exigencia de verdad

Es una señal, no buena, de nuestros tiempos que se tenga que corroborar la libertad de la Iglesia de ser aquello para el que fue creada: la respuesta a la petición de definitividad y de salvación que, no obstante lo que se introduce en las conciencias con los medios más variados, queda una meta alcanzable por el hombre gracias a la Fe. Sin embargo, la libertad de la Iglesia y, en general, la libertad de culto, pertenece al hombre como un derecho natural ya que ella es necesaria para satisfacer el sentido religioso que le es connaturalizado, como emerge de muchas páginas de Autores de la edad clásica definidos "cristianos anónimos" es decir ignorantes asertores de contenidos y verdades cristianas, a testimoniar que el cristianismo no es una “superestructura” sino la respuesta a las exigencias más profundas, y naturales, del hombre. Cicerón, por ejemplo, localiza en la ratio, es decir la razón, el medio entregado por la divinidad a los hombres para acercarlos a sí mismos, y por lo tanto a la verdad (Sobre las leyes, libro I); Platón considera la búsqueda de la Verdad la más digna del hombre, pero añade que la balsa echada por los dioses - es decir la revelación divina - en su socorro la hacen más fácil (Fedón o de la inmortalidad del alma). San Pablo, dirigiéndose a los Atenienses del Areópago y recordando con admiración el secular camino de acercamiento a la Verdad cumplida por filósofos y pensadores del mundo griego, anuncia que ha conocido aquello que hasta entonces era un "dios desconocido" y para confirmar la bondad de sus intuiciones por ejemplo cita los versos del poeta Arato (Hechos 17). Esta exigencia de verdad, que solicita y alimenta en el hombre la exigencia de libertad, hace evidente que la libertad, y por lo tanto también (y sobre todo) aquella de culto, "precede cualquier jurisdicción estatal" y ningún hombre puede ser privado de ella. Según los griegos, la libertad humana puede ser sólo conculcada por el hado, que a veces supera también la voluntad de los dioses, pero las leyes escritas y las leyes no escritas - aquellas indelebles porque escritas sólo en el corazón humano, como lo recuerdan Sófocles en la Antígona y Pericles (en Tucídides, II 37) - consideran la libertad como un derecho inalienable (naturalmente en línea de principio, ya que la libertad de la cual se habla concierne solamente a los que han nacido libres y gozan la plenitud de los derechos). En Roma, la vida asociada de la civitas era considerada la máxima expresión de libertad, y no hubo nada que acercara mucho más los hombres a los dioses cuanto la fundación o la defensa de la civitas (Cicerón, Sobre el estado, libro I). . Benedetto XVI afirma que reconocer que en el corazón de cada hombre están imprimidos "valores que se basan en la esencia del hombre y que son inviolables" remite al Creador como el hecho que existan "valores que no son modificables por nadie es la verdadera garantía de nuestra libertad y de la grandeza humana" (Sin raíces, p. 67).
Una acreditada y explícita confirmación, si fuera necesario, de todo lo que se ha dicho proviene de la Declaración de independencia de Estados Unidos de América [1776]: "Nosotros creemos que las siguientes verdades son de por sí mismas evidentes: Que todos los hombres han sido creados iguales, que ellos han sido dotados por su Creador de algunos derechos inalienables, entre estos son la Vida, la Libertad y la búsqueda de la felicidad".

Religión de estado y libertad de culto

La libertad es por su naturaleza indivisible: ser libre quiere decir ante todo poder expresar y realizar la propia humanidad, y no se puede ahogar una parte de la propia humanidad sin perderla completamente. Del resto, la libertad es la suma de muchas libertades individuales que coexisten. Acerca de esto, todavía Cicerón, que constituye el punto más alto de la reflexión sobre el estado romano, añade que la libertad habita solamente donde el gobierno de la ciudad es dejado al pueblo, que no es un revoltijo de hombres que se han encontrado por casualidad sino un conjunto de personas que se han reunido libremente y que comparten dos elementos esenciales de su alianza (societas): el derecho (consensus iuris) y la búsqueda del bien común (utilitatis communio).
En el mundo antiguo, sobre todo según los griegos y romanos, que conocemos mejor, todos los momentos de la vida política fueron compartidos con los dioses, que eran plenamente solidarios con los hombres: en efecto, a ellos se atribuía la presencia constante en las ciudades (las civitates) que los elegían a ellos protectores y cada actividad civil, política, judiciaria era precedida por la solicitud de su consentimiento. Todo el peso que tuviera eso sobre la vida asociada lo conocemos por los testimonios de las obras más antiguas de la literatura occidental: Hesiodo y Heródoto cuentan que hubo un tiempo en que los dioses habitaron la tierra junto con los hombres, y Virgilio espera su regreso, casi en una nueva creación que el tiempo de Augusto dejaba presagiar, a ulterior comprobación que el tiempo de la paz se identificaba con la presencia divina sobre la tierra.
Esta estrecha unión entre hombres y los dioses, regulada por normas rígidas, al punto que se recurría a términos lexicales distintos para indicar conceptos análogos en ámbito sagrado y en ámbito profano, impidió que se llegara a garantizar autonomía al culto: imposible concebir un “libre culto en un libre estado". En Roma, en edad republicana, al pontífice máximo, suprema carga religiosa de elección popular, era reconocida la soberanía indiscutida sobre el ejercicio del culto y existía un colegio sacerdotal designado para la tutela de los cultos tradicionales y eventualmente para la admisión de cultos extranjeros. Todo esto confirma la importancia que se atribuía al vínculo entre los dioses y las instituciones romanas. En edad imperial el emperador asumió progresivamente la primacía también en el culto, a menudo asociándose con el de la Ciudad (por ejemplo, Roma y Augusto) dando de esta forma la impresión de una investidura divina de su poder.
Sin embargo, el principio de la edad imperial coincide aproximadamente con los principios del Cristianismo. La predicación de Cristo y su muerte y resurrección ocurrieron al tiempo de Tiberio, el inmediato sucesor de Augusto. La difusión rápida del Cristianismo, entendido inicialmente como una secta del Judaísmo, pone en discusión si ello tuviera que ser considerado una religión lícita o no, es decir si pudiera ser tolerado por la autoridad romana o bien no. En el Apologeticum de Tertuliano (libro V) tenemos noticias de una deliberación del Senado de los últimos años del reino de Tiberio que habría declarado al Cristianismo superstición ilícita, no obstante Tiberio se hubiera manifestado favorable a la admisión de la doctrina cristiana entre los cultos permitidos. Este Senado Consulto está con mucha probabilidad a la base de todas las persecuciones siguientes padecidas por los cristianos.
Solamente con el edicto de Milán, emanado en 313 por Constantino, los cristianos y "todo los demás" podían profesar la religión que preferían, libremente, sin injerencias externas del estado (al menos en las intenciones): "Ut daremus et christianis et ómnibus liberam potestatem sequendi religionem quam quisque voluisset" (nos ha parecido que fuera justo) darles a los Cristianos y a todos los otros la libertad de seguir la religión que cada uno prefiriera (Latancio, Sobre la muerte de los perseguidores, 48).
El edicto de Constantino permite la libertad de culto a los Cristianos y a todos los otros y es por tanto una medida de grande alcance bajo el perfil del derecho y bajo el perfil histórico porque, por primera vez, es afirmada la posibilidad para los varios cultos de coexistir pacíficamente con la autoridad política y entre ellos. Sin embargo aquello recibe, una vez más, del poder político el derecho a la propia existencia. Solamente la afirmación de principio que intervendrá siete siglos más tarde podrá decirse realmente "libertas Ecclesiae" porque será afirmada la autonomía de la Iglesia, es decir su “capacidad” de darse propias leyes y ante todo el derecho propio a existir.
Que el peligro de la injerencia del estado no hubiera sido removido lo demuestra el así llamado Edicto de la Fe, emanado por el emperador Teodosio en 380, en el que se afirma: "Nosotros queremos que todos los pueblos gobernados por la clemencia nuestra sigan la religión que el santo apóstol Pedro reveló a los romanos"; contextualmente todas las otras religiones fueron tildadas de herejía. A esta medida siguieron otros, pesadamente restrictivos respecto a los cultos paganos, con el objetivo de defender la Iglesia y la doctrina cristiana.

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