Los “Novísimos” /3. Morir, la última obediencia
autor: Enzo Bianchi
fecha: 2013-10-28
fuente: Ma il Paradiso non è un sogno
traducción: María Eugenia Flores Luna
previos: 1. La hora del juicio
2. Pero el Paraíso no es un sueño
siguentes: 4. Infierno. Aquel fuego que nuestra ...

Muerte, juicio, infierno, Paraíso: así sonaba la respuesta del Catecismo a la pregunta sobre los novísimos, es decir sobre las realidades últimas que esperan a cada hombre. En estas columnas ya hemos tratado sobre el juicio y el Paraíso, pero en estos días que preceden la memoria de los muertos quisiéramos intentar hablar de la muerte como evento humano y cristiano, sabiendo que hoy vivimos en una atmósfera cultural que de la muerte ya no quiere saber nada. Es hasta banal esta constatación: la muerte es eliminada, se ha convertido en la única realidad concretamente «obscena», es decir que no debe ser vista, contemplada, considerada.

Hoy queremos evitar ser testigos de la muerte, que sin embargo sigue estando presente en nuestras vidas familiares y de relación; sobre todo, queremos evitar pensar en nuestra propia muerte, que es el único evento cierto que tenemos delante. Es significativa una invitación hecha por André Comte-Sponville a su lector, justo en un libro que quiere ser una "sabiduría" para todos: « ¡Lector, ánimo! Para la muerte tienes todo el tiempo. ¡Ante todo empéñate en vivir!». No es casualidad que también el diccionario de la muerte sea poco frecuentado. Nos cuesta hablar de «muerto, muerte»; se prefiere decir: «Se ha ido. Ha pasado al más allá. Ya no está con nosotros»… Esto también ocurre en los funerales, que se dicen aún cristianos, pero que a menudo, sobre todo en el caso de alguna persona importante o de una desgracia pública, son «eventos» con visos de espectáculo. En ellos, en lugar de acoger el misterio de la muerte, se habla del difunto, se dirigen a él como si aún estuviera vivo, se intenta casi una reanimación del cadáver, a lo mejor haciendo escuchar a todos alguna palabra suya o - si era un cantante - una canción suya. Así se borra la muerte de nuestra vida y de la perspectiva tan necesaria en la búsqueda de un sentido, de una dirección hacia la cual caminar. Pero lo que parece locura es el hecho que, junto a esta eliminación de la muerte, ocurra su espectacularización en los medios de comunicación. En éstos la muerte parece reinar, en un flujo de imágenes que la exhiben, la muestran, insisten en ella para «dar la noticia» eficaz de catástrofes, guerras, torturas, homicidios…

Non queremos ver la muerte, y luego ralentizamos en el auto para mirar los efectos de un accidente y ver las víctimas. Acostumbrándonos a las imágenes de la muerte en escena, creemos alejar la posibilidad de nuestra propia muerte. Entonces, también para el cristiano la tentación es aquella de hacer callar los novísimos, de olvidarlos, y entre ellos en particular la muerte. Sin embargo la muerte continúa teniendo la última palabra en nosotros, al menos en la realidad visible, sigue siendo una meta, una meta que nos espera: es la única dirección (sentido) de la vida que no podemos cambiar, porque la vida va siempre hacia la muerte. Martin Heidegger en esta lectura ha llegado a afirmar que el hombre «vive para la muerte». Mi generación aún ha recibido de la gran tradición cristiana el consejo espiritual del prepararse para morir, de prepararse al evento final, de vivir la muerte. La muerte era un tema de meditación, no funéreo, no sólo de dolor, sino había que pensarla como «hora» que nos espera, hora del juicio de Dios a cada uno de nosotros, encuentro con el rostro de Dios tan buscado. En la memoria mortis había una tristeza, aquella del deber morir; existía el temor de Dios (¡cosa diferente del miedo!), por su juicio que es misericordia, pero también justicia; existía el consuelo para el encuentro definitivo con el Señor, la vida eterna. En la memoria de la muerte era necesario sobre todo prepararse para pensar que el propio morir tiene que ser «un acto». Eso me era de difícil comprensión cuando era niño, pero en la madurez luego he entendido.

Para un cristiano la muerte no puede ser un evento pasivo: no es posible dejarse morir, sino es absolutamente necesario poder hacer un acto de aquel evento final al cual no se escapa. Ciertamente, en la fe, y quizás también con muchas dudas y en la angustia, pero hace falta poder decir al Señor: «Padre, aquella vida que tú me has dado y por la que te agradezco, te la doy en este momento, te la ofrezco en sacrificio viviente (cf. Rom 12,1), sólo esperando en tu misericordia». En tal modo la muerte se convierte en un acto, y se muere así en la obediencia, a lo mejor acogiendo las palabras de quien acompaña al moribundo, que - si es inteligente - sabe decirle al momento justo: «Vete, anda al Padre, en el nombre del Padre que te ha creado, en el nombre del Hijo que te ha redimido, en el nombre del Espíritu santo que te ha santificado». Quizás esta manera de hacer de la muerte un acto es lo que nos perdona los pecados, como afirmaba con osadía Marco el monje (fin del V - principio del VI siglo). Quizás es la extrema posibilidad de «obediencia de la fe» (Rom 1,5; 16,26) para el cristiano, que así confiesa que cree en la misericordia infinita de Dios. Justo para predisponer todo para que esto sea posible, haría falta que quien está enfermo fuera advertido, si lo quiere, de su situación de hombre o mujer llegado/a a los umbrales de la muerte, al final de la vida. Operación delicada, que no debe ser hecha siempre, en todo caso y para todos, sino sólo cuando hay una cierta madurez de fe, y entonces el creyente moribundo desea ser consciente del encuentro ya próximo con su Señor. La muerte por lo tanto se vuelve "acción", acto preciso, verdadera operación de "adoración" del Creador, de reconocimiento de ser una criatura querida por Dios en su amor y que vuelve a Dios el cual es para siempre amor (cf. 1Jn 4,8.16; 1Cor 13,8). Es en esta fe que el hombre confiesa que no es propietario de la propia vida, que no decide él mismo su propio fin, sino que lo acoge ofreciendo a Dios su aliento, su espíritu (cf. Sal 31,6; Lc 23,46). Al cristiano - hace falta recordarlo - no se le pide sufrir y tampoco acoger los padecimientos físicos como si fueran queridos por Dios. Dios no nos pide tampoco expiar nuestros pecados con tormentos físicos, porque sólo él sabe cómo restaurar la justicia que hemos ofendido y violado con nuestros pecados. Es tarea suya, no nuestra: dejamos que sea él el Señor en nuestra vida y en nuestra muerte. Por eso hace falta que los sufrimientos físicos sean evitados lo más posible al enfermo moribundo, de modo que pueda atravesar la hora de la muerte simplemente contestando a lo que es su humanización y que es cumplimiento de la voluntad de Dios: pueda vivir, es decir, la enfermedad y la muerte continuando a amar a quien queda y aceptando ser a su vez amado. Nada más.

Este es el mandamiento último y definitivo: amar hasta al final, hasta el extremo (cf. Jn 13,1), cuanto es posible a un humano. La vida es un don de Dios, más bien es el don de Dios por excelencia, y este don debe ser reconocido y dado de nuevo al que es Padre. Sí, hoy sobre el evento de la muerte - lo debemos decir - se juega la fidelidad de los cristianos a su Señor: los cristianos saben, porque en el bautismo han sido inmersos en la muerte del Señor, han «con-muerto con Cristo», que resurgirán con Cristo (cf. Rom 6,4-5.8; Col 2,12) y que este télos está delante de ellos como una promesa para quien siempre persevera, incluso cayendo en pecado, en la secuela del Señor. Justo por eso no juzgarán a otros que no tienen la luz de la fe, aunque, justo por el camino de humanización que corresponde a todos, mostrarán y dirán que la muerte puede ser un acto, el acto ápice de la humanización recorrida con toda la vida. Ya Platón hablaba de la necesidad del meléte thanátou (Fedro 81a), del «prepararse para morir», y toda la tradición cristiana ha pensado e indicado en qué puede consistir eso. La muerte no puede ser privada del morir, y cada uno de nosotros tiene que tener el coraje de decirse a sí mismo: «Yo moriré». Llegando a la vejez, tiene que pensar más en la muerte, evento que puede ser la última gran acción de nuestra vida. Ninguno de nosotros puede prever la propia muerte, si es improvisa o después de una larga enfermedad, si en la paz y en la dulzura de quien muere sin graves sufrimientos físicos o en el tormento de quien sufre padecimientos que casi no se pueden aliviar con las medicinas. Ninguno de nosotros puede saber, a pesar de las declaraciones hechas al respecto, si morirá en la duda o en la fe. No es un caso que en la oración más simple y más conocida entre los católicos, el Ave María, se pida (y eso ocurre repetidamente en el rosario): «Ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte». Creer que tenemos a quién en la muerte intercede por nosotros como una madre, e intercede al Cristo que encontramos, es una buena preparación para sentir a la muerte como hermana y alabar a Dios «por nuestra hermana muerte corporal».

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