Max Planck. Ciencia y fe
autor: Max Planck
fecha: 1930
fuente: Ciencia y fe
traducción: Carolina Velez

En La conoscenza del mondo fisico, tr. it. de E. Persico y A. Gamba, Bollati Boringhieri, Turin, 1993, pp. 260-264.

Cada día, y también por los inauditos progresos de los medios de comunicación y tráfico, nuevas impresiones llegan de cerca y en muchedumbre de lejos a golpear nuestros sentidos. Nosotros las olvidamos en la mayoría de los casos con la misma rapidez con que han llegado, y de cada una de ellas ya no hay huella el día siguiente. Y es mejor que sea así. De otro modo el hombre moderno se ahogaría bajo el número y el peso de las variadas impresiones que cargan sobre él. Pero por otro lado quienquiera que no quiera pasar a través de su existencia como un insecto efímero, frente a esta continua sucesión de imágenes mnemónicas, siente mucho más fuerte, la necesidad de algo permanente, de una posesión espiritual duradera que le ofrezca un firme apoyo en el mar agitado de la vida cotidiana y sus múltiples exigencias. Este deseo se manifiesta en los adolescentes y en los jóvenes como una auténtica hambre de una concepción del mundo posiblemente comprensiva, y se descarga improvisando exploraciones en direcciones muy distintas, para encontrar en algún lugar paz y alivio al espíritu sediento.
La Iglesia, que por primera tiene la tarea de satisfacer estas necesidades, hoy ya no puede contar, con su exigencia de absoluta dedicación a una fe, los ánimos dudosos. Por tanto éstos a menudo recurren a subrogados muy sospechosos y se tiran con entusiasmo en brazos a alguien de los numerosos profetas presentadores de nuevos seguros mensajes de salvación Asombra ver cuántas personas justo de las clases cultas estén en tal modo involucradas en la órbita de estas nuevas religiones, que salpican en todos los matices, desde la mística más incomprensible hasta la más recia superstición.
La obvia idea de intentar una concepción del mundo sobre base científica generalmente es rehusada por éstos con el pretexto que la concepción científica del mundo ya habría hecho quiebra. Hay algo de auténtico en esta afirmación: ella es más bien plenamente justa si se da a la palabra ciencia, como a menudo ha sucedido y sucede todavía, un sentido puramente racional. Pero quien hace así demuestra solamente de estar interiormente lejos de la verdadera ciencia. Las cosas en efecto están de otra manera. Quien realmente ha colaborado a construir una ciencia sabe por experiencia propia interior que sobre el umbral de la ciencia está una guía aparentemente invisible: la fe que mira adelante. No hay principio que haya pasado mayor daño, por la equivocación a la que se presta, que el de la ausencia de premisas en la ciencia. Los fundamentos de cada ciencia son fundados por el material que la experiencia provee, es cierto, pero es igualmente cierto que solo el material no basta, como no basta su elaboración lógica, a hacer la verdadera ciencia. El material está siempre incompleto y no consiste que de trozos separados aunque sean numerosos. Estos valen para los tableros de las medidas en las disciplinas naturales como para documentos en las ciencias del espíritu. Por tanto hace falta completarlo y perfeccionarlo llenando las lagunas y esto se puede hacer a través de asociaciones de ideas que no nacen de la actividad intelectiva, más bien de la fantasía del científico, sea que se quiera definir con el nombre de fe o con la más prudente expresión de hipótesis de trabajo. Lo esencial es que su contenido supere en alguna manera los datos de la experiencia. Como del caos de masas aisladas sin fuerza organizadora no puede surgir el cosmos, así de los materiales aislados de la experiencia, sin la obra consciente de un espíritu invadido por una fe fecunda no puede nacer una verdadera ciencia.
¿Puede una tal manera más profunda de entender la ciencia producir una visión del mundo inútil para la vida? La más segura respuesta nos es ofrecida por aquellos hombres de la historia que entendieron la ciencia justo en aquel modo y de la cual ella ha dado efectivamente este favor. Entre los numerosos investigadores que la ciencia ayudó a tolerar y a iluminar una pobre existencia terrenal recordamos ante todo a Johannes Kepler, del cual el mundo ha conmemorado el 15 de noviembre de este año (1930) el tricentésimo centenario de la muerte. Su vida, considerada exteriormente, pasada entre casos pensativos, a graves desilusiones, a tristes preocupaciones pecuniarias, en un continuo malestar económico. Incluso en su último año de vida se vio obligado a dirigirse al régimen de Ratisbona, para que le fueran pagados los atrasos de la jubilación asignada a él por el emperador. Su más grande dolor fue el tener que defender su madre de la acusación de brujería. Lo que sin embargo lo sustentó y le dio la fuerza de trabajar fue su ciencia, pero no las cifras de las observaciones astronómicas, sino su fe en leyes racionales que sujetan el universo. También su maestro Tycho Brahe fue docto como él y disponía del mismo material de las observaciones científicas, pero le faltó la fe en las grandes leyes eternas. Por tanto Tycho Brahe quedó uno entre los muchos merecedores científicos, pero Kepler se convirtió en el creador de la astronomía moderna.
Otro nombre tiene que ser recordado a este respeto, aquel de Giulio Roberto Mayer; que ya mismo se recordará el centenario de su descubrimiento del equivalente mecánico del calor. Este científico no tuvo que padecer preocupaciones materiales, pero sufrió porque su doctrina de la indestructibilidad de la energía no fue tomada en consideración por el mundo científico, que fue muy desconfiada por todo lo que hacia la mitad del siglo pasado tuviera señal de filosofía natural. Pero tampoco la conjuración del silencio contra él le quitó el ánimo, él encontró consuelo y satisfacción no solo en lo que sabía, sino también en lo que creía, hasta que después de muchos difíciles años de luchas incesantes, tuvo la alegría de ver públicamente reconocida su obra de la Sociedad alemana de los médicos y naturalistas en la reunión del 1896 a Innsbruck, a la cual Hermann Helmholtz participó también.
En estos casos y en otros parecidos la fe es la fuerza que da eficacia al material científico reunido, pero se puede ir todavía un paso adelante, y afirmar que también en recoger el material, la previsora y presenciante fe en nexos más profundos puede devolver buenos favores. Ella indica el camino y agudiza los sentidos. El historiador que busca documentos en archivo y estudia los que encuentra, el experimentador que construye un plan de búsquedas en laboratorio y examina a la lente las imágenes fotográficas conseguidas, encuentra en muchos casos más fácil el trabajo, especialmente el trabajo de separación de lo que es esencial de lo que es secundario, de un cierto particular planteamiento más o menos consciente del pensamiento con que disponen las búsquedas e interpretan los resultados conseguidos. Sucede a ellos como al matemático, que encuentra y formula un nuevo teorema antes de ser capaz de demostrarlo.
Pero aquí está en acecho un serio peligro, el más grave que pueda amenazar a un científico, y del cual no se puede callar: el peligro que el material del cual se dispone en lugar de ser interpretado correctamente sea interpretado de modo parcial o hasta ignorado. Entonces la ciencia se transforma en pseudociencia, en una construcción vacía que se derrumba al primer violento golpe. Frente a este peligro que ya ha hecho innumerables víctimas entre jóvenes y viejos científicos entusiastas de sus convicciones científicas, y que aún en nuestros días no ha perdido todavía nada de su importancia, no es más que una defensa eficaz: el respeto de los hechos. Cuanto más un pensador es rico en ideas y de fantasía, tanto más es necesario que se ponga en mente que los hechos son el fundamento sin el cual la ciencia no puede existir, y mucho más concienzudamente tiene que preguntarse si él los aprecia como se debe.
Sólo cuando sentimos bajo los pies el firme terreno de la experiencia de la vida real nos es lícito darnos sin temor a una concepción del mundo basada en la fe en un orden racional del universo.

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