¿Quién es el prójimo?
autor: Mauro Giuseppe Lepori OC
fecha: 2010-05-15
fuente: Chi è il prossimo?
acontecimiento: Extraído de un encuentro de Médicos Católicos en la Abadía de Hauterive, Friburgo (Suiza)
traducción: Carolina Velez

La pregunta fundamental

Para este encuentro, me fue propuesto meditar sobre el evangelio del buen Samaritano (Lc 10,25-37). Se trata de una parábola de Jesús, relatada sólo por el evangelista Lucas. Ahora, cada parábola es insertada ante todo en el contexto en el que se cuenta, porque normalmente Jesús crea una parábola para responder a una pregunta, a un problema que sus interlocutores le plantean. En efecto es raro que el Señor conteste con una respuesta puramente teórica, como una respuesta de catecismo. La parábola es un texto narrativo, una imagen, que, antes que a entender y a aprender, invita a meditar, y a meditar sobre la propia vida. En efecto, a menudo la parábola ofrece un cuadro de vida en el que el interlocutor de Jesús puede situarse, porque se trata de imágenes y situaciones ordinarias, de la vida cotidiana de las personas de su tiempo. ¿Quién, en tiempos de Jesús, no perdía de vez en cuando una oveja que luego tenía que ir a buscar? ¿Quién, en todos los tiempos, no pierde una moneda que debe ir a buscar bajo un armario? ¿Quién, en todos los tiempos, no se confronta con momentos de rebelión de un hijo, de un amigo, de una pareja? ¿Quién, también en nuestras ciudades modernas, no cultiva al menos una plantita de un apartamento, que necesita de algún cuidado para crecer y mantenerse en forma? ¿Pero sobre todo, quién no tiene un corazón humano para confrontarlo con lo que Jesús quiere enseñarnos sobre el sentido de la vida, sobre la libertad, sobre el amor, sobre la responsabilidad, sobre la verdad, sobre nuestro límite?

Las parábolas siempre son una escuela de humanidad y fe. No hace falta leerlas para aprender de agricultura, crianza, contabilidad, arquitectura, medicina, etc. Si ustedes fueran médicos católicos fundamentalistas, después de haber escuchado la parábola del buen Samaritano deberían ponerse a cuidar a sus enfermos con aceite y vino. No es que no sea una buena idea, pero quiero decir que si bien es en cuanto médicos que me piden meditar con ustedes, sobre la parábola del buen Samaritano, tratándose de una parábola de Jesucristo, Redentor y Salvador del hombre, el objetivo no es la medicina sino la verdad y plenitud de nuestra humanidad. Pero si uno acoge un poco más esta verdad, también será un mejor médico.

¿A cuál pregunta contesta la parábola del buen Samaritano? De inmediato, ella responde a la pregunta del doctor de la Ley: “¿Y quién es mi prójimo?” (Lc 10,29). Pero no hay que olvidar que esta pregunta es la consecuencia de otra: “Maestro, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?” (10,25).
Si bien esta primera pregunta, fue formulada por el doctor de la Ley para poner a prueba a Jesús, es la pregunta fundamental, porque es la pregunta sobre el sentido de la vida y sobre nuestra responsabilidad con respecto a nuestro destino. Cada hombre lleva dentro de sí el deseo de una plenitud de vida, el deseo de vivir bien, de alcanzar el objetivo de la vida, una vida eterna. Aquí Jesús remite al hombre a la tradición en la que creció y de la cual hasta es doctor. En efecto, Dios reveló al pueblo hebreo el camino de la vida eterna que consiste esencialmente en amar a Dios y al prójimo.
El hombre lo sabe, conoce su catecismo como a la palma de su mano: “Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda tu alma, con toda tu fuerza y con toda tu mente y al prójimo como a ti mismo.” (10,27)

Basta con vivir esto para ser felices. Pero este hombre que quería poner a prueba a Jesús, es puesto a prueba también. Debe confesar que entre la fórmula del catecismo y la vida concreta las cosas no son tan simples como se quisiera. Ciertamente, bastaría con amar a Dios y al prójimo, pero de hecho, en práctica, el amor del prójimo es puesto a menudo a prueba por las personas que están cerca. ¿No habría una definición de prójimo que nos permita amarlo sin demasiados problemas? Este hombre está obligado a salir de los límites de su catecismo y a formular una pregunta que no viene sólo de su corazón sediento de vida eterna, sino de su vida de todos los días, de la realidad de su existencia: “¿Y quién es mi prójimo?”.

Jesús obtuvo ya un resultado importante: obligó a este hombre a hacer el vínculo entre la pregunta de la vida eterna y la pregunta sobre el amor del otro. Probablemente, hasta ahora, el doctor ligaba la cuestión del sentido de la vida únicamente a la del amor de Dios. El amor del prójimo era un problema accidental, al lado de la cuestión religiosa sobre la que se concentraba, también porque era su oficio.

“¿Y quién es mi prójimo?”: da la impresión que esta pregunta se le escapó, sin quererlo al doctor de la Ley, que se muerda la lengua después de haberla expresado. Pero ya es demasiado tarde: Jesús ya ha empezado a contar su parábola.
Y al final de la parábola, Jesús sorprende a este hombre con otra pregunta: “¿Quién de estos tres te parece que haya sido el prójimo de aquel que cayó en manos de los bandidos?” (Lc 10,36). E inmediatamente le propone que sea él el prójimo misericordioso que el Samaritano fue para el hombre herido: “Éste respondió: ‘Quien tuvo compasión de él’. Jesús le dijo: ‘Vete y haz tú lo mismo’.” (10,37) Lo cual significa: También tú, sé el prójimo de tu prójimo, preocúpate por ser el prójimo de los demás.

Así, este doctor de la Ley fue conducido por Jesús a evolucionar, pasando de una pregunta a otra, hacia la verdadera cuestión que debemos plantearnos si queremos “heredar la vida eterna”. La primera pregunta que este hombre se hacía y que le hacía a Jesús era: “¿Qué debo hacer?”. Era una pregunta sobre sí mismo, pero a nivel del hacer, no del ser. La segunda pregunta era: “¿Quién es mi prójimo?”. No es más solo un “¿qué?”, sino un “¿quién?”. Pero el “¿quién?” son aún los demás, no él. El Evangelio no cita explícitamente la tercera pregunta, pero la leemos en el pensamiento del doctor de la Ley, si realmente escuchó a Jesús. Debería ser: “¿Soy yo, el prójimo de los demás?”. Es la pregunta esencial, porque concierne al sujeto que la formula. Es una modalidad de hacerse la pregunta: “¿Quién soy yo?”, que es una cuestión fundamental para ser conscientes de la propia identidad, pero hecha frente a los demás, en relación con los demás. Jesús conduce a este hombre a intuir y reconocer que no puede plantearse más el problema del camino de la vida, de su destino de plenitud y eternidad, ni el problema de los demás, sin hacerse ante todo la pregunta sobre sí mismo con respecto a los demás, con relación a sí mismo. Los demás, sobre todo los pobres, los heridos, las víctimas del mal, de la maldad, los abandonados, hacen parte de la definición de nuestro “yo”.

Jesús conduce a este hombre a entender que la cuestión sobre el sentido de la vida no debe ser formulada sólo con respecto al propio “yo”, ni sólo con respeto al otro, a los demás. No debe ser ni egoísta, ni altruista.
La cuestión del sentido de la vida se afronta de manera adecuada sólo si no se abstrae al “yo” del otro, pero tampoco al otro del “yo”. Decir yo, yo, yo, y decir los demás, los demás, los demás, es igualmente equivocado. Jesús lleva al hombre a centrar de nuevo y a reequilibrar el problema de la vida eterna preguntándose si su yo es prójimo del otro. Redefinirse a sí mismo como prójimo del otro pone al yo en su verdadero ámbito, en el ámbito de su verdad y a los demás en el ámbito de su verdad.

Libertad responsable

Definirse como prójimo, o al menos hacer coincidir la pregunta sobre nosotros mismos con la pregunta si somos prójimos del otro, nos permite reconocer a nuestra persona como libertad responsable. No basta con ser libres para ser hombres verdaderos. Se es hombres verdaderos si la libertad es responsable, si responde, por consiguiente si se sitúa frente a la pregunta del otro, si se abre a la pregunta del otro, a la pregunta que es el otro. La pregunta del otro, es decir la necesidad del otro, nos ofrece el regalo de poder volvernos responsables, por lo tanto de ser en verdad libres, libres hasta el final, hasta la caridad.

Ser prójimo no sólo quiere decir estar al lado, estar cerca. También el sacerdote y el levita de la parábola pasan cerca del hombre herido. “También un levita que llegó a aquel lugar (“cum esset secus locum”), lo vio y siguió derecho”. (10,32). El levita está cerca localmente, pero no es prójimo, porque no responde a la necesidad del otro, no es responsable. Lo mismo el sacerdote.

El Samaritano contesta, y esto lo vuelve prójimo, vuelve prójimo su “yo”. Para él, el hecho de estar allí no es más un accidente, como lo es para los otros dos. “Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquella misma calle” (10,31). Está allí por casualidad, en latín “accidit autem…”. Es un accidente, es una casualidad, el hecho que esté allí. También para el Samaritano es una casualidad, pero él se detiene, y entonces ya no está allí por casualidad, por accidente, porque está para volverse prójimo: “Se le acercó” (10,33).

La libertad que se juega en la responsabilidad, transforma todos los “casos” en acontecimientos de vida eterna. Y es justamente el arranque de la responsabilidad que define la identidad de los actores del acontecimiento.

Es a esto que Jesús quiere llevar la pregunta sobre la plenitud de nuestra vida y la pregunta sobre quiénes son los demás, y sobre todo sobre quién soy yo. La verdadera cuestión es quién soy yo para los demás, si soy prójimo de los demás, si respondo a la necesidad del otro. Es sobre esto que Jesús quiere que concentremos el examen de nosotros mismos, el dictamen sobre quiénes somos, y el compromiso efectivo de la vida.
Jesús atribuye a propósito el papel principal a un Samaritano, a uno en desorden y en ruptura con la religión judía, tanto que para los Judíos, los Samaritanos eran quizás peores que los paganos. Lo hace para hacernos entender que la pregunta sobre nuestra responsabilidad hacia quien es necesitado debe venir antes que aquella de si somos o no hombres “religiosamente correctos”.

Porque de la pregunta “¿Quién soy yo?” formulada correctamente, es decir formulada en el ámbito de verdad y realidad de las relaciones que tejen nuestra vida, renace también el “hacer”, el actuar, el “¿qué debo hacer?” de la primera pregunta del doctor de la Ley. Cuando la hizo al principio, la idea de compromiso, de hacer, de amar, era demasiado abstracta, era una fórmula, era un problema teórico, todavía no era la vida de aquel hombre. Después de la parábola de Jesús, el hecho de definir el propio “yo” frente al otro, en relación con el otro, con el necesitado, vuelve verdaderamente concreto y real el “deber hacer”, el compromiso. Es diferente preguntarse ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna? en abstracto y preguntárselo frente a alguien, tirado, medio muerto a mis pies, por quien si no hago nada muere del todo. El otro al que permito convertirse en la definición de mi “yo” (“Yo soy su prójimo”), hace que el amor pueda volverse vida, realidad.

Es sólo en el momento en el que la libertad de una persona se deja definir y mover por la responsabilidad frente al otro, frente a la necesidad del otro, que se vuelve posible afrontar adecuadamente todas las demás cuestiones y preguntas que la vida formula. Lo importante es que la responsabilidad arranque, y es cosa de un instante. De los tres personajes que pasaron por aquella calle, fue en un instante que se decidió el camino de sus vidas, y su identidad. El sacerdote y el levita, rechazando, por mil razones, el arranque de la libertad en responsabilidad, siguieron su camino sin volverse prójimos. Aparentemente no cambió nada en sus vidas, pero ontológicamente siguieron viviendo las mismas cosas siendo menos prójimos que antes, o sin serlo del todo si antes no lo eran ya. Siguieron viviendo las mismas cosas, pero con un “yo” más pobre en humanidad, más egoísta, menos libre, menos vivo, menos amante del hombre, y por lo tanto más estéril, más triste.

Para el Samaritano, el libre arranque de responsabilidad determinó un cambio de vida, del cual Jesús describe el principio, pero que es como el alba de un nuevo día. También él, probablemente siguió viviendo como antes: familia, trabajo, amigos, etc. Pero con un “yo” vuelto más prójimo que el hombre, y por lo tanto más libre de seguir un camino de vida no predeterminado, no recluido en el propio proyecto.

En la parábola, Jesús describe los primeros pasos de esta nueva vida, y vale la pena que meditemos sobre ellos un poco porque nos ayudan a entender mejor lo que significa el arranque de responsabilidad y por lo tanto ser prójimos del otro. Lo que equivale a entender qué quiere decir amar a Dios y al prójimo, como nos lo pide Dios, y por lo tanto qué quiere decir heredar la vida eterna, vivir la vida eterna.

La compasión

¿Qué provoca, qué despierta la responsabilidad? ¿Qué hizo que en el Samaritano hubiera un arranque de responsabilidad al contrario que en los otros dos? ¿Por qué él, se hizo prójimo del hombre herido y no los demás?

En la parábola de Jesús la razón de este “arranque” es la compasión, la misericordia: “En cambio un Samaritano, que estaba de viaje, pasándole cerca lo vio [hasta aquí también llegaron los otros dos; hasta aquí no había arrancado nada; hasta aquí la libertad no hacía más que padecer las cosas que se presentaban; hasta aquí no había diferencia entre el hombre medio muerto tirado en la tierra y las piedras de la calle o los árboles que la bordeaban…] y le tuvo compasión”, (Lc 10,33). El arranque, o el salto, son todo en la compasión. La diferencia está en la compasión. Es la compasión que cambia todo, que ya distingue al Samaritano de los otros dos. Es la compasión la que en la parábola hace arrancar la responsabilidad del Samaritano y lo vuelve prójimo del hombre herido y abandonado. En efecto, ya en el texto, su “hacerse cercano”, su “hacerse prójimo”, sigue inmediatamente el movimiento de compasión que siente por el otro: “… lo vio y tuvo compasión de él. Se le acercó…” (10,33-34).

La expresión “tuvo compasión de él” es la misma utilizada en la parábola del hijo pródigo para describir el movimiento interior del padre cuando ve de lejos al hijo que está volviendo a casa: “El padre lo vio y movido por la compasión corrió a su encuentro, se le lanzó al cuello y lo besó.” (Lc 15,20).
En sustancia es la misma escena, la misma situación: alguien ve a un desgraciado, a un “medio muerto”, se mueve por compasión, y se acerca a él hasta el contacto físico: el abrazo del padre, los cuidados del Samaritano.

Ahora, el padre de la parábola del hijo pródigo es una imagen de Dios, un icono de la misericordia de Dios, es un retrato del Padre del Cielo. En el fondo, también en el Samaritano, Jesús se describe a sí mismo. Pero sobre todo describe al hombre llamado a imitar a Dios, porque creado a su imagen y semejanza.

Esto quiere decir que el arranque de responsabilidad frente a la miseria del prójimo tiene la consistencia de la imagen de Dios inscrita en nuestro corazón, una imagen que el pecado ensombreció, pero que, en cierto modo, se activa y se reconstituye sobre todo en la misericordia. La compasión hacia el otro es como un despertar de la imagen de Dios en nosotros, y nada cumple el “yo” como el ser realmente imagen del Creador, del Dios que es Amor, Misericordia.

El movimiento de compasión que uno siente frente a la miseria ajena no es sólo un sentimiento. O más bien: es un sentimiento, pero no es puramente sentimental. Es una posición del corazón y de la libertad que se basa en cómo estamos hechos por Dios, que mana de la ontología más radical de nuestra naturaleza humana, porque en origen somos creados a imagen y semejanza del Dios compasivo y misericordioso.

Pero este movimiento queda como sentimental si de ello no arranca la responsabilidad. Si nos detenemos en el sentimiento de compasión, es como sentir por un instante la nostalgia de la propia infancia. Si arranca la responsabilidad, es como si eso de lo que tenemos nostalgia se hiciera presente de nuevo, se volviera a convertir en una experiencia presente.

Hay una estupenda descripción de esto en el capítulo 21 de Los novios de Manzoni, cuando el Innombrado secuestra a Lucía por cuenta de Don Rodrigo, y el Nibbio, el “bravo” encargado del secuestro, cuando vuelve con Lucía al castillo del Innominado, le dice que Lucía le “dio mucha compasión”. Y el Innominado queda como herido, obsesionado por esta palabra, y seguirá repitiéndose: “¡Compasión al Nibbio!”.

Vale la pena leer por completo esta página porque es también, una parábola de verdadera humanidad:

“Entretanto el Innombrado, erguido en la puerta del castillo, miraba hacia abajo; y veía venir la litera paso a paso como antes el coche, y delante de la litera, a una distancia cada vez mayor, al Nibbio subir corriendo. Cuando éste llegó arriba, el señor le hizo señas de que lo siguiera; y fue con él a un aposento del castillo.
– ¿Y bien? – dijo, deteniéndose allí.
– Todo muy bien, – respondió el Nibbio, haciendo una reverencia: - el anuncio a tiempo, la mujer a tiempo, nadie en el lugar, solamente un grito, ningún aparecido; el cochero listo, los caballos briosos, ningún tropiezo: pero…
- ¿Pero qué?
- Pero… a decir verdad, me hubiera alegrado más que la orden hubiese sido darle un escopetazo en la espalda, sin oírla hablar, sin mirarla a la cara.
- ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué quieres decir?
- Quiero decir que todo aquel tiempo, todo aquel tiempo…. Me hizo sentir demasiada compasión.
- ¡Compasión! ¿Qué sabes tú de compasión? ¿Qué es la compasión?
- Nunca lo había entendido tan bien como esta vez: la compasión es una historia, un poco como el miedo: si uno la deja tomar posesión, ya no es más hombre.
- Oigamos un poco cómo hizo esa para hacerte sentir compasión.
- ¡Oh ilustrísimo señor! ¡Tanto tiempo…! Llorar, suplicar, y hacer ciertas miradas, y volverse blanca blanca como muerta, y luego sollozar, y suplicar de nuevo, y ciertas palabras…
“A esa no la quiero en casa, - pensaba mientras tanto el Innombrado.
- Fui una bestia al haberme comprometido; pero lo prometí, lo prometí. Cuando esté lejos…” Y levantando la cabeza, en actitud de mando, hacia el Nibbio, - ahora, - le dijo, - pon de lado la compasión: monta el caballo, lleva un compañero, dos si quieres; y ve de prisa a casa de aquel don Rodrigo, tú sabes. Dile que envíe… pero pronto, pronto porque de lo contrario…
Pero otro no interior más imperioso que el primero le prohibió terminar. - No, - dijo con voz resuelta, casi para expresar a sí mismo el comando de aquella voz secreta, - no: ve a descansar; y en la mañana… ¡harás lo que te diré!
"Algún demonio tiene esa dentro, - pensaba luego, habiéndose quedado solo, erguido, con los brazos cruzados sobre el pecho, y con la mirada inmóvil en una parte del suelo, donde el rayo de la luna, entrando por una ventana alta, dibujaba un cuadrado de luz pálida, cortada a cuadros por las gruesas rejas, y entallada más minuciosamente por los pequeños compartimentos de las vidrieras. - Algún demonio, o… algún ángel que la protege…. ¡Compasión al Nibbio!… Mañana por la mañana, mañana temprano, fuera de aquí; a su suerte, y no se diga más, y, - proseguía consigo mismo, con aquel ánimo con el que se manda a un joven indócil, sabiendo que no obedecerá, - y no se piense más en eso. Que aquel animal de don Rodrigo no me venga a fastidiar con agradecimientos; que… no quiero oír hablar más de esa. Le he servido porque… porque lo prometí: y lo prometí porque… es mi destino. Pero quiero que ese, me pague bien por este servicio. Veamos un poco…”
Y quería fraguar sobre qué habría podido requerirle algo escabroso, por remuneración, y casi por pena; pero se le atravesaron de nuevo por la mente aquellas palabras: ¡compasión al Nibio! “¿Cómo puedo haber hecho esa? – seguía, arrastrado por aquel pensamiento. - Quiero verla…. ¡Ah! no…. Sí, quiero verla”.
Y de un aposento a otro, encontró una escalerilla, y encima a tientas, fue a la habitación de la anciana, y golpeó a la puerta con una patada”. (Los novios, cap. XXI)

“¡Compasión al Nibbio!” Es esta palabra, esta realidad que no deja más en paz al Innombrado, porque corresponde infinitamente más a su corazón que todo el mal que hizo, lo arrastra a pesar de él a encontrarse a sí mismo, su verdadera libertad, y también para él arranca una necesidad de proximidad, va donde Lucía, también él se deja herir por compasión a ella, y decide hacerse cargo de su miseria, de cuidarla, de salvarla y protegerla. Y esto cambia toda su vida, y la redime, la renueva.
Por otro lado, es Lucía, quien se lo dice con una fórmula de catecismo popular que debe haber aprendido de memoria desde pequeña: “¡Dios perdona muchas cosas, por una obra de misericordia!”.

Esta compasión es un movimiento del corazón, un sentimiento, que no debería despreciarse nunca, si bien la mayoría de las veces lo transformamos inmediatamente en sentimentalismo. Pero por su naturaleza, este movimiento no es sentimental, porque es ontología, es el corazón de nuestra naturaleza, la sustancia más verdadera y profunda de nuestro corazón creado a imagen de un Dios que es Misericordia, que es Amor. El Nibbio se equivoca cuando dice que si uno se deja llevar por la compasión no es más un hombre. La verdad es exactamente el contrario.

La obra de misericordia

Pero para que este impacto no se degrade en sentimentalismo buenista, es necesario continuar el camino del Samaritano, es decir seguir a Cristo que nos muestra hasta la muerte en la Cruz qué quiere decir hacerse prójimo misericordioso del otro.

Y en esto, la parábola del buen Samaritano nos da algunas indicaciones preciosas. En ella, la compasión se hace proximidad, y la proximidad se hace cuidado, asunción de la necesidad del otro. La libertad responsable se activa en el movimiento de la compasión, se decide en el aproximarse, pero se realiza en la asunción de la necesidad, en el cuidado, en la prontitud caritativa, en la obra de misericordia.

Aquí, como decía, lo importante no son tanto las formas de auxilio rápido hechas por el Samaritano, sino el modo con el que este hombre introduce en su vida la necesidad del otro. Y creo que es sobre este punto que quizás la parábola puede ser una inspiración preciosa para discernir cuál orientación tomar en el laberinto de la medicina contemporánea, a menudo contradictoria en sus ofertas, exigencias y posibilidad de cuidados.

El Samaritano es muy preciso en asumir la necesidad del hombre: suple todo lo que el otro no puede hacer: lo limpia, lo desinfecta y le alivia las heridas, se las faja, lo carga sobre su jumento, lo lleva a cuestas a la primera posada que encuentra, y pasa la noche, ciertamente crítica para el malaventurado, velándolo, cuidándolo. Obedece a la realidad y al realismo de su necesidad.

Pero el día después lo deja. Debe partir, continuar su viaje. Debe haber una necesidad, un compromiso, que no puede dejar caer. No puede dejarse absorber completamente por la necesidad de aquel individuo. Hay necesidades familiares, profesionales, o de otro tipo, con respecto a las cuales incluso es responsable. De las otras personas para las que debe ser prójimo, de las cuales debe cuidar. Cierto es, que el hombre herido no tiene más una necesidad urgente de él como durante aquella noche. Y él entiende que no puede asegurar por sí mismo el cuidado de su “estar mal”, la asunción de su necesidad. Entiende que para absolver integralmente las diversas responsabilidades de su vida, necesita también él de ayuda, que no puede administrar todo solo. Pide ayuda al albergador, le pide que participe en su “hacerse prójimo” del hombre herido. No se lo descarga huyendo: asume los gastos, volverá a verlo, y probablemente él lo llevará a casa. Pero él no hace todo.

Pienso que es un poco bajo esta luz que se podrían formular ciertas cuestiones sobre la oportunidad y las modalidades de cuidados, terapias e intervenciones en el ámbito médico, posibles en la práctica, pero que a lo mejor, confrontadas con el conjunto de las necesidades, bien sea de los enfermos que de los médicos, tal vez se muestren irresponsables: de los modos de cuidar que sí parten de una compasión, pero en los cuales la compasión pierde la unión justa con la responsabilidad.

Me impresiona como Jesús, de su descripción del moverse del buen Samaritano, haga emanar un sentido de sensatez, de orden, de organización. Expresa un sentido justo de la necesidad, pero también de la respuesta a ella. Es una caridad ordenada, pensada, bien medida, también en el uso del dinero: dos centavos, ni más ni menos, y si no bastan, lo solucionará, pero calculó y evaluó que deberían bastar.
Hacerse próximo del otro, no quiere decir recortar al otro y a su necesidad del conjunto de la realidad, sino afrontar su miseria y hacerse cargo con una atención global hacia él, a sí mismo, a los demás, a nuestras posibilidades y a nuestros límites.

Un ejemplo de este criterio ordenado y eficaz de la compasión cristiana es el capítulo 36 de la Regla de san Benito, que trata precisamente del cuidado de los enfermos:

“La asistencia a los enfermos debe tener la precedencia y la superioridad sobre todo, de manera que les sirvan verdaderamente como a Cristo en persona, quien dijo de sí: Estuve enfermo y me visitaron”, y: "Lo que le hicieron a uno de estos pequeños, me lo hicieron a mí”.
Pero que los enfermos piensen, a su vez, que les sirven por amor a Dios y que no opriman con pretensiones excesivas a los hermanos que los asisten, pues en todo caso es necesario soportarlos con gran paciencia, ya que por medio de ellos se adquiere un mérito más grande.
Entonces que el abad vigile con la máxima atención para que no sean descuidados bajo ningún aspecto.
Que para los monjes enfermos haya un cuarto adecuado y un enfermero devoto de Dios, diligente y atento. Que se les conceda el uso de los baños, cada vez que sea necesario con fines terapéuticos; en cambio que a los sanos, y especialmente a los más jóvenes les sea permitido rara vez.
Los enfermos más débiles también tendrán permiso de comer carne para poder reponer fuerzas; pero que apenas se recuperen, se abstengan de la carne como siempre.
Pero la preocupación más grande del abad tiene que ser que los enfermos no sean descuidados por el despensero y por los hermanos que los asisten, porque todas las negligencias cometidas por sus discípulos recaen sobre él”.

Me parece una buena ejemplificación de lo que la parábola del buen Samaritano y todo el Evangelio, deberían enseñarnos y de cómo podríamos y deberíamos vivirla cada día, y en cada ocasión, para que el acontecimiento de Cristo Redentor del hombre pueda penetrar cada vez más en el tejido de nuestra vida y de la sociedad, y liberar en nosotros y en el mundo la verdadera humanidad.

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