Sócrates. Una meditación
autor: Stanislaw Grygiel
fuente: Meditazione su Socrate

"¿Qué hiciste a ellos, Sócrates, en Atenas, si te han levantado un monumento de oro, después de haberte envenenado?…" (C.K Norwid, Qué, Sócrates)

¿Quién es competente respeto al hombre?
Sócrates fue un aristócrata, amaba cosas inútiles, lejanas, las que las masas y los políticos desprecian. Daba, en cambio, escasa importancia a los objetos de los que la gente hace depender su propio destino. Por eso Sócrates era libre como pocos lo son. No se dobló delante de la fuerza de las cosas inmediatas. El veredicto de los jueces, con el que lo condenaron a muerte, les destruyó a ellos y no al Sabio de Atenas. Ellos estaban conscientes de eso ya desde el principio; el proceso y la condena de Sócrates tienen que haber sacudido a los atenienses, puesto que desde el 399 Las Nubes de Aristófanes ya no se pusieron en escena.
Sócrates se daba perfectamente cuenta de vivir en la caverna de los esclavos, alegoría de los que, atados a sus opiniones y a sus pre-juicios, reducen el conocimiento a los razonamientos que identifican con los cálculos.
Ésos, no estando seguros del valor cognoscitivo de tales operaciones, aceptan como verdad en la vida social lo que resulta del sorteo o bien de la votación. Calculan hasta al hombre, como si fuera un objeto entre los otros objetos: aceptando como norma inviolable el veredicto de la "mayoría" se saca la energía indispensable para poder seguir calculando…. En tal modo, ya que en la cueva la verdad de los seres es reemplazada por sus sombras, todo degenera en política, que a su vez se vuelve demagogia de quien aspira al poder. En la cueva política dominan los que son capaces de conquistar el así llamado consentimiento; para poderlo conseguir, se conforman a las ganas más inmediatas de las masas o de los fuerte en calcular. A menudo esta relación social "demagogo-pueblo" es llamada democracia.
Donde no existe la verdad, cuyo conocimiento daría razón a quien la conoce aunque estuviera solo contra todos, la cantidad gobierna cada cosa y todo es medido con el criterio de la cantidad.
Donde no existe la verdad, no existe ni siquiera el bien, reemplazado por la fuerza como principio de solución de las controversias.
En la cueva no somos conducidos, o bien educados, por los que Sócrates habría definido competentes, es decir por los que conocen bien al hombre como hombre. Quien quiere adiestrar un caballo, no lo confía al zapatero o bien a la opinión de la mayoría, sino al que es experto de caballos. Sin embargo en el caso del hombre, decía Sócrates, nosotros nos portamos como si fuera la opinión actual de la mayoría quien decide qué sea el hombre y qué cosa él tenga que ser. En la condición de la cueva, la cantidad se ha vuelto divinidad estatal. Así ocurre frecuentemente que unos doblen delante de ella hasta sus teologías. Sócrates, que no le sometió su propia conciencia moral, y por esto tuvo que morir, tendría mucho que decirles a muchos teólogos de hoy.
"Pues, óptimo amigo mío, no tenemos que hacer caso para nada de lo que acerca de nosotros diga el mundo, sino de lo que diga quien es experto de lo justo y de lo injusto, él solo y la verdad misma" (Critón 48 a).

Para que uno pueda servir al hombre, debería saber antes quién sea el hombre. El zapatero conoce la esencia de los zapatos, los demás sólo saben usarlos. El que no conoce al hombre, sólo sabe usarlo.
¿Quién es competente respeto al hombre? ¿Quién sabe cuál es su verdad? ¿Qué significa conocer al hombre, así que uno pueda estar libre de la opinión de la mayoría actual y no ser juzgado por ella, aunque ésta lo condenara a muerte? Sólo un hombre así, si existe, es experto de justicia, de como devolverla a la verdad del ser humano. Él descubre dentro de sí algo que le permite juzgar todo; sólo el hombre instruido en la verdad es juez de la realidad. Quien luego no sigue a un tal competente respecto al hombre, señala Sócrates, se destruye a sí mismo (Critón, 47 d).

Está claro que ser competente respeto al hombre significa ser un sujeto, un sujeto que juzga: los objetos, en cambio, son juzgados. La subjetividad del hombre se expresa en esta competencia. Por tanto, para que sea posible ser un sujeto, hace falta que exista la verdad del hombre. Sin la verdad, en efecto, no es posible la competencia como tal. Ser experto del hombre significa ser experto de la verdad que lo constituye. En consecuencia, sólo el que se convierte en lo que él es, o sea sólo el que es un sujeto, un ser libre, es experto del hombre. "¡Conócete a ti mismo!" significa: ¡conviértete en ti mismo! ¡Sé un sujeto! ¡Sé juez! ¡Juez de los jueces!

El verdadero filósofo reza y pregunta

No es fácil para el hombre conocer al hombre. Nosotros cristianos sabemos bien que sin la revelación de la Persona Divina de Cristo seríamos condenados a construir opiniones, muchas hipótesis acerca del tema de nosotros mismos. Seríamos todo, siendo nada. Sócrates admitía honestamente que no conocía al hombre; "sé que no sé nada". Pero Sócrates deseaba conocerlo. Y este deseo ya debía tener un valor cognoscitivo, porque Sócrates era libre de las opiniones acerca del problema del hombre; la libertad deriva de la verdad.
¿Pues, el deseo socrático sería un conocimiento? ¿Por tanto, qué es la verdad del hombre, si el deseo de ella ya nos vuelve libres? ¿Sería esta verdad quizás así grande que sólo podemos desearla? ¿Sería más grande que nosotros mismos?

Quien desea, busca. En Sócrates, después de que escuchó el veredicto del oráculo de Delfos, ocurrió un cambio esencial. El oráculo en efecto había dicho que nadie era más sabio que Sócrates. El filósofo de Atenas se asombró, porque tenía la certeza de no saber nada. Sólo esto sabía. Nada más. Pero deseó mucho más. En consecuencia su deseo de la verdad, su sed de ella, se expresó en el modo particular de poner preguntas sobre el hombre.
Sócrates vivía unas preguntas acerca de aquellos bienes, que si faltan el hombre deja de ser sí mismo; trató así de conocer la esencia de la justicia, la esencia del coraje (sin el que el hombre no puede ser justo), la esencia de la política (no del juego de poder entre los partidos) etcétera. Ponía preguntas sobre la verdad y sobre el bien sin el cual el hombre puede ser todo excepto sí mismo; y justo a estas preguntas no sabía dar respuestas. No sabía qué había dentro del hombre. Y solo este saber pensaba que mereciera el título de sabiduría. ¿Pues, qué quería decir el oráculo al afirmar que Sócrates era el más sabio entre los hombres? No mentía, no podía tomarle el pelo; la mentira y las bromas no convienen a la divinidad.
Sócrates, indirectamente obligado por el oráculo, empezó a visitar a sus conocidos invitando a los que creían saber algo, para definir la esencia de aquellas cosas cuyo conocimiento constituye la sabiduría de la persona humana. ¿Y qué ocurrió? Las definiciones de los "expertos" eran también construcciones, lejanas de la realidad que querían evocar. Los "expertos" conocían solamente lo que ellos mismos, como habría dicho Kant, habían producido; conocían sus propias opiniones.
Cada uno de nosotros es el más sabio entre los hombres, sólo que son pocos los que contestan con las preguntas socráticas a esta obligación de convertirnos en lo que somos. En efecto, poco son los que quieren escuchar la voz que surge de lo que está dentro del hombre.
Sócrates veía la necedad de someterse a las opiniones. No sometiéndose a ellas, es decir no siendo esclavo, Sócrates no se rebelaba; él no reaccionaba a los estímulos, sino convivía con la realidad. Precisamente por esto él no escapó de la prisión. Sócrates era libre.
Pues, nadie de los conocidos sabía qué es el hombre; pero Sócrates fue el solo entre ellos quien sabía de no saberlo. En consecuencia los otros no deseaban conocer la verdad, a ellos les bastaba la opinión de moda que imponía en qué hoy el hombre tenía que convertirse. Sólo Sócrates, deseando este conocimiento, pudo poner sensatamente las preguntas sobre el hombre.
Lo que su deseo sabía, podía sólo ser expresado en preguntas. No sólo las preguntas preguntan cómo son las cosas, sino también rezan. El verdadero filósofo piensa con la ayuda de ellas; pregunta y ruega, porque toca el misterio de la realidad misma. El filósofo que no pone tales preguntas no piensa. El pensamiento débil es un pensamiento falto de preguntas que rezan; ello no nace del asombrarse del hombre pontífice frente a la presencia del infinito en lo que existe, sino es construido por el "simple obrero" en su relación de flirteo con el tiempo y con el efecto inmediato.
Platón contraponía al "simple obrero" el pontífice, es decir, aquel hombre que construye un puente entre el tiempo y la eternidad, entre lo inmediato y lo escatológico. Sólo el pontífice, que en lo finito pregunta lo infinito, piensa adecuadamente en la realidad.
El pensamiento débil no pregunta; el hombre débil no pregunta y no reza, creyendo poder construir todo e imponer sí mismo a la realidad.

Sócrates no imponía sí mismo a nada y a nadie. Y justo en eso consistía su competencia acerca de la persona humana y de sus problemas. Su "ignorantia" fue "docta". Mucho más "docta" cuanto más se daba claramente cuenta de que el hombre no se identifica con ninguna definición humana. Definir las cosas y a mayor razón definir al hombre constituye un proprium de Dios. Cuanto mejor lo sabía, tanto más estaba cerca de la verdad y por lo tanto de sí mismo: y cuanto más le estaba cerca, tanto mejor se daba cuenta de ser casi condenado a la "ignorantia". Viendo al hombre así, Sócrates descubría su propia soledad en un mundo dominado por los "expertos", es decir por posesores de conocimientos, pero en el mismo tiempo se sentía emancipado de sus artificios gracias a su deseo de estar en la verdad. Este deseo constituía su libertad.

Sócrates era el pedagogo de la esperanza y de la libertad

Cada hombre en cuanto es el más grande entre los hombres vive en la soledad que es su libertad, porque quien desea la verdad trasciende el mundo actual y el propio pensamiento calculador, buscando el Pensamiento de Dios. Y el pensamiento de Dios no es débil; ello es creativo. El hombre socrático piensa fuertemente, es decir creativamente, porque piensa con la ayuda del deseo de conocer aquel Pensamiento fuerte como es aquello de Dios.

Ésta es la subjetividad del hombre! Una tal competencia acerca del hombre, aquel deseo, aquel querer estar en la verdad del Pensamiento fuerte, obligaba a Sócrates a buscarlo. Al hombre la sabiduría de Sócrates se vuelve accesible, cuando todas las otras así llamadas sabidurías, las sabidurías del pensamiento débil, lo decepcionan. Justo cuando se fragmenta todo lo que hemos pensado débilmente de nosotros mismos, empezamos a preguntar acerca de nuestro futuro, o bien, en otras palabras, empezamos a preguntar quiénes somos. Preguntando así, rezamos.

Poner estas preguntas significa re-nacer; enseñar a los otros a ponerlas significa ayudarlos a su vez a re-nacer. Sólo Re-nace quien piensa y sólo piensa quien busca aquel Pensamiento fuerte que es el Pensamiento creador. Entonces renacer significa acordarse de sí mismos, acordarse es decir de la definición divina que nos permite ser nosotros mismos y nos defiende contra la posibilidad de ser todo y nada. Tal es, en mi opinión, el sentido de la anámnesis platónica y el método mayéutico de Sócrates. La pregunta "¿quién eres?” que resulta de la obligación del "¡conócete a ti mismo!" les provoca en los hombres el renacimiento del Hombre del que cada uno de nosotros es grávido. Esta pregunta les provoca en los hombres la epifanía del sagrado del cual cada uno es deseo.

En tal modo Sócrates enseñaba a pensar paradójicamente en lo que es paradójico, es decir, pensar en el hombre. Para él pensar significaba buscar con las preguntas la realidad presente en el deseo del hombre, sin la cual el hombre ya no es hombre. En cierto sentido Sócrates buscaba lo que ya había encontrado, de otro modo no habría podido buscarlo. La verdad del hombre, de aquella paradoja, de aquella “coincidentia oppositorum”, cual es la coincidencia de finito e infinito, puede ser conocida sólo en cuánto es deseada y buscada, porque ella no nos pertenece, somos nosotros que le pertenecemos, por eso la verdad del hombre no puede nunca ser instrumentalizada, es decir ideologizada. Es lo finito que vuelve a lo infinito y no viceversa; la reducción de lo infinito a lo finito, que hacen los políticos que sólo son políticos, destruye al hombre; ella destruye su pensar y su desear.

Buscar el infinito, perdido y olvidado – la anámnesis de Platón - constituye la esencia del trabajo. "¡Conócete a ti mismo!" significa: ¡trabaja! ¡piensa! ¡desea! El pensamiento débil sólo es un vaivén movido por los caprichos y nunca un trabajo.
Sócrates supo que la verdad está arraigada en lo divino y que entonces definir las cosas significa esforzarse en vislumbrarlas desde el punto de vista divino, no nuestro. Por consiguiente buscar la verdad significa ante todo disponerse a la escucha; quizás la Divinidad podría decidir soberanamente revelar la verdad sobre nuestra propia realidad. "¿Qué es la sabiduría del hombre ", escribió Goethe (Ifigenia 2, 1 VI, 169) "si no escucha atento la voluntad del otro?".

Los hombres del pasado escuchaban encinas, pájaros y manantiales. Sócrates, que no se interrogaba acerca del arché del cosmos sino acerca de aquella del hombre, estaba con las orejas tensas hacia sí mismo. Así escuchando estaba presente en sus palabras y por esto ellas no eran trampas sino regalos.
Estaba a la escucha esperando que alguien dentro de él hablara de la verdad del hombre. Esta voz podría ser una especie de huella de lo Divino anhelado por el hombre. El cazador mirando las huellas de un animal, vive la obligación de ir en ésta y no en aquella otra dirección.
"En mí se verifica algo divino y demoníaco…. Y esto, que se ha manifestado en mí ya desde niño, es como una voz que cuando se hace oír siempre me disuade de lo que estoy a punto de hacer, pero no me empuja nunca a actuar" (Apol. 31 g). Esta voz se opuso a la participación de Sócrates en la vida política, dejándole abiertas todas las otras posibilidades, que constituyen lo que Sócrates llamó actuar en privado. Sin una tal "suerte privada" elegida en el silencio de la sabiduría (cfr. el mito de Er en la República) antes o después el hombre se perderá en el juego de los partidos.
La conciencia, disuadiéndolo del desear algunas cosas y del cumplir algunas acciones, por eso mismo obligaba su libertad a buscar la verdad. Es así que la libertad se vuelve sí misma, es decir libertad. En efecto la sabiduría de Sócrates se manifestó en sus preguntas que siempre eran las más clarividentes. Con la ayuda de esas, Sócrates salía de la cueva de las opiniones; se volvía libre gracias y para la realidad deseada…. La verdad era dada y confiada a su esperanza presente en su deseo. A través de la esperanza caminaba sobre la vía de los pequeños bienes realizados cotidianamente por él en vista de una definitiva plenitud. Conducido por la esperanza de esta futura plenitud, es decir libre de lo inmediato, conducía a otros hacia ella; despertando la esperanza en los otros, despertaba su libertad. Sócrates era el pedagogo de la esperanza y de la libertad. Haciendo pequeños bienes se acostumbraba y acostumbraba a los otros a aquel gran Bien de la eternidad.
La esperanza quizás no razona, pero ella sin duda com-prende la verdad abrazándola, como la tierra com-prende el trigo puesto en ella. La esperanza de lo finito, en el que ha caído el trigo de lo infinito, está llena de Futuro a pesar de las tinieblas actuales; sólo la esperanza las disipa expresándose en aquel deseo y en aquellas preguntas que escandalizan cada Atenas. Sólo la esperanza sabe qué hay dentro del hombre.
Es a la esperanza, parece decirnos el mismo Sócrates, que se revela la Divina Definición del hombre y del cosmos, la Definición, que el hombre no es capaz de repetir, aunque en cierto sentido es capaz de ella. El hombre sólo puede caminar hacia la Definición Divina de sí mismo. Es un camino hacia lo infinito; yendo hacia ello, el hombre es libre de lo finito. Justo en esta libertad por la Definición Divina del hombre y del cosmos se constituye la subjetividad de la persona humana. Ella se revela en la vida cotidiana del hombre, no en fugaces y privilegiados momentos, sino en la totalidad de su ser y actuar; la subjetividad del hombre resplandece en la totalidad de su vida como un cielo alumbrado por un rayo de oriente hasta occidente.

No hay libertad donde no es posible adorar a Dios

Tal es nuestra libertad. Ella no existe donde no hay lugar para adorar a Dios. Y la posibilidad de adorar a Dios no existe donde no hay un puesto para la conciencia moral, que constituye el lugar primordial del diálogo con Dios. Justo en este diálogo se realiza la libertad del hombre. El que no dialoga con Dios, dialoga con el faraón, o bien con la mayoría parlamentaria, que se precian a veces de poder decidir acerca del bien y del mal, de lo verdadero y de lo falso.
Sócrates se había encomendado plenamente a la Divinidad presente en la conciencia; justo gracias a eso, no siendo un puro político, era un ciudadano mejor que los otros. Era diferente de ellos, porque moraba más lejos. Al orden "¡deja de filosofar! ¡Vive como nosotros vivimos! ¡Únete a nosotros! ¡Cállate"! contestaba: "Atenienses, yo les quiero muchísimo; pero obedeceré al Dios más bien que a ustedes; y hasta que tenga aliento y fuerza, no dejaré de filosofar, de exhortarles, de exponer mi pensamiento a cada uno de ustedes que yo encuentre, diciéndole como hago siempre: o el mejor de los hombres, tú, ateniense, perteneciente a la ciudad más grande y más ilustre por sabiduría y vigor de ánimo y de mente, ¿no te pones rojo de vergüenza por ocuparte de las riquezas, como tenerlas cuanto más puedes, y del crédito y de los honores, mientras de la inteligencia, de la verdad y del alma, para hacer que sea lo mejor posible, no te cuidas para nada ni te das ningún pensamiento?" (Apol. 29 d).
Sócrates era mejor que los atenienses porque vivía en Atenas, pero no vivía según Atenas. Vivía según el Futuro de Atenas hoy inútil, cuya presencia en lo que es hoy prohibe el camino hacia la nada.

Ser libre, soñar con cosas bonitas, pero políticamente inútiles, consagrarse a la verdad y no a la nada, nos expone al riesgo mortal. Ante todo nos condena a una vida difícil, porque nos obliga a tener menos y a ser más. Tranquilamente Sócrates miraba su casa "descuidada" y les presentó a los jueces a "un testigo digno de fe… mi pobreza" (Apol. 31 c). La verdad no se vende y no se compra. Ella no es una mercancía; exige del hombre la esperanza y excluye el cálculo que aspira al útil inmediato.

Vivir en la verdad, y es esto que Sócrates nos enseña, significa ver todo en el horizonte delineado por la esperanza que puede ser cumplida solamente por un acto de soberana libertad de lo Divino. Aquí, en la corte, dijo Sócrates, "yo me he dejado coger por falta, es verdad, pero no de discursos, sino de osadía y de impudencia" (ibidem 38 d). Lo difícil es "no ya esquivar la muerte, sino mucho más difícil es sustraerse a la maldad, que corre más veloz que la muerte" (ibidem 29 b). "Sé que muy pocos tienen y tendrán la misma opinión”, decía a Critón, pero "continuamos por este camino, ya que es aquello por el cual Dios nos conduce" (Critón 49 d, 54 e). ¿En cuantas universidades llamadas católicas este pensamiento de Sócrates sería tomado en serio?
A veces quien es más rico en el ser tiene que morir para dar testimonio a la Definición Divina del hombre, obedeciendo a las "leyes no escritas", pero presentes en él. La conciencia no disuade el hombre del dar este extremo testimonio. Se trata por lo tanto de una "buena muerte". La conciencia de Sócrates se callaba en presencia de la corte, aunque supiera lo que lo estaba esperando. Acusado de ser ateo, porque no reconocía divinidades estatales, sino sólo a Dios presente en la conciencia, acusado de corromper en tal modo a los jóvenes, fue condenado a muerte y murió.
Para un hombre de conciencia era y sigue siendo difícil vivir en un Estado que tiende a divinizar sus estructuras legislativas o bien el propio liberalismo. En tal Estado cada Sócrates será acusado de "ateísmo", porque entra en estas estructuras o en este liberalismo no solo, sino con aquel daimonion, el diálogo que, desarrollado en la conciencia, lo hace libre, es decir sagrado e inviolable. En la medida en que vive en el encuentro con Dios presente en su conciencia, el hombre juzga los dioses estatales. Al Estado no le gusta ser juzgado.
No conociendo la conciencia y reemplazándola con la así llamada voluntad de la mayoría o con aquella del más fuerte, acusa a los Sócrates de introducir "un dios desconocido" que no reconoce los dioses ya conocidos y reconocidos por el pensamiento puramente político en que degenera el pensamiento débil, falto de esperanza.

El Estado tiene unas teologías, Sócrates tiene solamente una de ellas, la teología. Por tanto tendría mucho que decirles también a los teólogos de hoy, que reemplazan el pensar en el diálogo con Dios presente en la conciencia con las opiniones hechas por su razón. Quizás no se den cuenta que en tal modo someten todo, hasta el mismo Dios, al César. En el nombre de él hablan de liberación del hombre. En consecuencia a un faraón dicen "¡no!" y a otro "¡sí! ".
Un día los escribas y los sumos sacerdotes "le enviaron unos espías, que fingieran ser justos, para sorprenderle en alguna palabra…. ‘Maestro, sabemos que hablas y enseñas con rectitud (…). ¿Nos es lícito pagar tributo al César o no?’ Pero él, habiendo conocido su astucia, les dijo: ‘Muéstrenme un denario. ¿De quién lleva la imagen y la inscripción?’ Ellos dijeron: ‘Del César.’ Él les dijo: ‘Pues bien, lo del César devuélvanlo al César, y lo de Dios a Dios.’”
(Lucas 20, 20-25).
Para poder comprender la respuesta de Cristo, recordemos que quien quería hacer una oferta en el templo tenía que cambiar la moneda del Estado en la del Templo. La realidad, toda la realidad, inclusa aquella política, tiene que ser ofrecida a Dios. Pero para poder ser ofrecida a Él, antes tiene que ser cambiada, transfigurada para poder ser homogénea al templo. También la política puede y tiene que ser cambiada así. Si no, quedará algo inhumano, es decir profano que sólo le pertenece al César. Pero César no es el horizonte del hombre, luego tampoco la política no es adecuada a la persona humana. El mundo será destruido, si lo dejáramos en las manos de los políticos cuyo horizonte se encuentra en el César. El mundo, para poder ser salvado, tiene que ser cambiado continuamente, transfigurado por nuestro trabajo, por nuestra metánoia. Sin la metánoia todo les será dado al César y el hombre quedará en Egipto. Si no se arrepienten… si no cambian su pensamiento débil en el Pensamiento Fuerte… ¡perecerán!

La ley de la esperanza

En consecuencia de todo eso, la verdad no debería ser definida como adaequatio intellectus cum re, sino más bien como adaequatio spei et amoris, adaequatio desiderii cum transcendentia Futura; es decir con aquella realidad infinita de la que proviene aquel claror gracias al cual el hombre puede existir no según la lógica de la caverna, sino según lo que le ha sido confiado. "Se ha acercado el Reino de los cielos; está dentro de ustedes” (cfr. Lc 17, 20-21). El Reino de los cielos ha sido confiado al hombre. Su libertad es real.
Hoy diríamos que una tal definición de la verdad indica la persona humana, es decir aquel ser aristocrático, inútil, que ama, espera y cree en las cosas lejanas, hoy justo inútiles…, pero sin esas no existe el Futuro para el hombre. Este Futuro lo alcanzan sólo las preguntas y el deseo del que brotan.
Con preguntas tales que despiertan en los hombres el deseo de un Futuro no útil en el hoy, Sócrates les ayudaba a resucitar, enseñándole a escuchar la Divinidad y a asumir el sentido auténtico del silencio de Dios en su conciencia. El silencio de Dios, que se interrumpe sólo para prohibir el mal y que nunca imponía éste o aquel otro bien, le confirmaba a Sócrates el valor de la libertad del hombre. Quien sabe escuchar el silencio de la conciencia, sabe leer el rostro de Dios en lo que existe. Este rostro se refleja en cada ser como en un pozo profundo del que sacar agua. Es suficiente inclinarse. El agua no brota de la nada; la nada refleja a lo sumo el rostro del hombre. Por esto sólo del árbol de la nada es prohibido comer. La conciencia moral que nos prohibe absolutizar lo finito, nos defiende de los rostros de los hombres, es decir de su despotismo. En tal modo ella revela nuestra pertenencia a la verdad que tiene carácter divino. Las palabras de S. Pablo (Rm 2, 14-15) tienen algo socrático: “Cuando los paganos, que no tienen la ley, por naturaleza actúan según la ley, ellos, incluso no teniendo ley, son ley a sí mismos". Lo que "la ley exige, está escrito en sus corazones como resulta del testimonio de su conciencia". Esta ley deriva del Futuro como de su Principio y está tendida hacia el Futuro como hacia su Fin. Sin la esperanza, el hombre pero no puede leerla. La esperanza constituye por lo tanto el proprium del hombre en cuanto tal. Quien la destruye, destruye el pensamiento volviéndolo pensamiento débil, es decir una divagación que puede ir en direcciones hasta opuestas. El pensamiento débil es un pensamiento sin la ley, porque está sin la esperanza.

Sócrates les enseñó a los hombres a pensar fuerte, es decir a leer "la ley no escrita", la ley de la esperanza puesta en lo que es bello y no útil inmediatamente. Sócrates es hermano de Antígona.
Lo que es bonito e inmediatamente no útil es peligroso. Quien ama la belleza arriesga hasta la vida. La ley de la esperanza es una ley diferente de las leyes de las divinidades estatales encerradas en las definiciones humanas que cambian casi cada día. Introduciendo en el Estado la Divinidad que toma la palabra en la conciencia del hombre, y que no permite ser puesta junto a las otras divinidades veneradas por el Estado, Sócrates se volvió peligroso para los políticos de lo inmediato. Ellos, en efecto, no escuchan la conciencia moral y no vislumbran la belleza y la paradójica necesidad de las cosas inútiles por todo lo que es útil. Por consiguiente, ellos son parciales. En cambio la Divinidad que Sócrates despierta en las conciencias de los ciudadanos exige el hombre entero.

La política como "servicio divino"

Sócrates que veía todo a la luz de la conciencia y del diálogo que la constituye, existía en un mundo cambiado, es decir diferente de aquello en el que los otros existían; para él también la política era "servicio divino". Se oponía por tanto a los jugadores políticos no políticamente o ideológicamente, sino espiritualmente. Es el único modo para oponerse victoriosamente a la dictadura de la mayoría faraónica o a aquella de un faraón. La mística del diálogo desarrollado en la conciencia moral constituye la más grande fuerza política justo porque no es política. El "servicio divino" de Sócrates rinde el más gran servicio precisamente a la vida pública. Sin este servicio ninguna forma de gobierno será digna de la persona humana; como Sócrates dijo: " no será digna de una naturaleza filosófica" (Repúbl. VI), es decir del amigo de la sabiduría. Será por lo tanto una estupidez peligrosa. Todo eso no quiere decir que es necesario huir del Estado. Más bien, hace falta entrar en él para cambiarlo. Sócrates habría dicho: para convencerlo. Convéncelo, cámbialo para poder devolverlo a Dios, de otro modo no te queda más que rendirse al César y en tal modo hacer injusticia también a él.
Pocas son las personas que podrían gobernar, porque pocos son aquellos "que se apliquen dignamente a la filosofía" (Repúb. X). En este mundo estas pocas personas viven como si hubieran caído entre fieras que no hacen "por así decir nada sano en la vida política" (ibid.). Sin embargo viviendo la suerte privada (el mito de Er) animados por una bella esperanza, cambian el mundo, porque "conviviendo con lo que es más divino y ordenado" (Repúb. VI, XIII) se vuelven ellos mismos ordenados, es decir divinos y transportan "privadamente y públicamente en las costumbres sociales" lo que ven "allá arriba" (ibid.). Son como "aquellos artistas que se inspiran en el ejemplar divino" (ibid.).

"Y ahora ¿a cuál entre estos dos modos de cuidar al Estado tú me exhortas? Dímelo claramente. ¿A aquello que consiste en hacer cada esfuerzo para que los atenienses se vuelvan lo más posible mejores, como haría un médico; o bien como quien está dispuesto a servirlos y tratarlos de tal manera que se logre ser siempre agradables a ellos? (…)¡Ay! no me repitas lo que ya me has dicho muchas veces: que de otro modo todos los que quieran podrán matarme, para que yo a mi vez no te repita que, más bien, será un bellaco que mata a un hombre honesto. Y no me repitas tampoco que me expoliará, donde incluso encuentre algo que pueda llevarse, para que yo a mi vez no te repita que él no se aprovechará, pero como injustamente me habrá expoliado, así, también injustamente utilizará lo que me hubiera sacado; y si injustamente, torpemente; y si torpemente, malamente". (Gorgias 521 a b c LXXVI).
En los Estados que no nacen de la conciencia de José, de la conciencia de Maria, de la conciencia de Juan, en las que se realiza la coincidencia de los opuestos, es decir de lo finito y de lo infinito, los hombres justos sufren. Sócrates sabía sufrir. "Dolorosamente me acuerdo de cómo Sócrates, sintiendo dolor en los tobillos por las cadenas que lo ataban, trató de aprovechar de esto para indagar la relación del dolor con la vida. Todavía no sabía claramente… que la mayor parte de los sufrimientos vienen para que la verdad y su conocimiento no sean parados" (C.K Norwid, Carta a M. Sokowski, de 2.VIII. 1865).
En la unión con la Divinidad presente en la conciencia, en el caminar por todas las vías de lo que existe, excepto ésta, la sola equivocada que conduce hacia la nada, consistía la eudamonia (felicidad) de Sócrates. Ella le provenía del hecho de encontrarse, en los raros instantes en que la belleza se revela, "en contacto con lo verdadero" (Simposio, 212 a), es decir con la realidad a la que el hombre pertenece y hacia la cual tiene que caminar como si volviera a la casa familiar del Padre. El hombre no pertenece a la nada. La infelicidad del pensamiento débil, en cambio, proviene del hecho que el hombre vuelve sí mismo nihilo adscriptus. Ser feliz significa ser sí mismos, mientras la infelicidad es efecto de la alienación de la propia naturaleza, que siendo una realidad futura, pero ya presente, está confiada a nuestra esperanza, a nuestra fe y a nuestro amor.

La infelicidad por lo tanto resulta de la desesperación, de la falta de la fe y del amor. La infelicidad se viste de muchas apariencias de felicidad.
Una de las señales esenciales que no somos felices es la gana de evitar a toda costa el dolor; los hombres infelices no saben sufrir. Sólo el que mira lejos sabe sufrir porque es feliz; no busca la salvación en lo inmediato útil. En lo más lejano se encuentra el manantial de la belleza con la cual sólo los aristócratas son capaces de medirse. "Quien se ha medido una vez con lo bello incluso será bello para él sufrir cuanto dolor se adhiere" (Fedro 274 a b).

La vida socrática es sumamente dramática. El hombre que busca una sabiduría más grande que las mismas opiniones y la misma reactividad revela la estupidez de todos. Se asume una tarea que lleva en si el riesgo de la muerte. Pero en el ámbito del Estado, repetimos las palabras de Sócrates, no existe un servicio igualmente precioso. Es un "servicio divino". Y es de ello que mana la felicidad, es decir aquella eudamonia del diálogo con el "Dios bueno" presente en la conciencia. Y siempre así, lo finito es cogido de sorpresa por lo infinito y es por esto que lo finito goza de eu-daimonia (buena ventura). Lo finito visitado por lo infinito se alegra; pero cuanto más goza de la amistad de lo infinito tanto más arriesga la muerte. En la eudamonia lo finito tiembla, porque se da cuenta de deber contestar a la llamada de lo infinito, y ser juzgado a la luz de ella. Los que se dejan juzgar por lo finito no tiemblan: los esclavos tienen solamente miedo de los dueños. En cambio el hombre libre tiembla al pensamiento de no estar a la altura de la verdad. Es en este tremor que se expresa el realismo aristocrático de Sócrates, el realismo que echando raíces en la eternidad excluye flirteo con el tiempo.

Los amigos de lo finito, los amantes del tiempo no corren el riesgo de la muerte que es sacrificio.

¿Quién va encuentro a una suerte mejor? Los amantes del tiempo o bien los amigos del infinito? Las últimas palabras de Sócrates condenado a muerte, dirigidas a los jueces injustos, fueron éstas: "Pero ya es la hora de irse, yo a morir, ustedes a vivir. Quien de nosotros vaya encuentro a la suerte mejor, a todos es desconocido, salvo que a la divinidad" (Apol. XXXIII). Y Dios, les dijo Sócrates, no miente y no decepciona, porque es Dios.

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