Tierra incógnita. El insondable Misterio es una realidad
autor: Marco Bersanelli
fecha: 1998-02-01
fuente: Terra incognita L'insondabile Mistero è una realtà

En los extremos límites de la realidad física, hay un velo que la naturaleza tiende sobre sus últimos confines. Condición necesaria para que emerja la vida y el hombre. Desde el mundo de la ciencia una hipótesis fascinante.

Es innegable, existe algo ignoto.
Los geógrafos antiguos esbozaban casi una analogía de este misterio con la famosa "tierra incógnita" en la cual se acababa su gran mapa;
en los márgenes de la hoja escribían "tierra incógnita". En los confines
de la realidad que el ojo abraza, que el corazón siente, que la mente imagina, hay un desconocido.
(Luigi Giussani)

Hasta aquí llegarás y no más allá,
y aquí se quebrantará el orgullo
de tus olas.
(Job 38, 1.8-11)

Como los navegadores de un tiempo se procuraban las mejores embarcaciones para surcar rutas desconocidas, hoy los investigadores utilizan para sus investigaciones los instrumentos más potentes que la tecnología les pueda ofrecer. Mucho de aquello que podemos conocer del mundo natural depende de la idoneidad de los medios que utilizamos para observarlo. El reverso de la medalla es que científicos y pioneros de cada época tienen que tener en cuenta la imperfección de los instrumentos que en su momento se tienen a disposición. También la más robusta carabela o el más potente acelerador de partículas prestan ayudas limitadas, y este límite señala a su vez el umbral de lo que es posible explorar. Cada límite instrumental aparece sin embargo provisional, seguido por nuevas y más potentes tecnologías, desarrolladas con ritmos crecientes. En el campo de la ciencia, el confín de lo desconocido queda –sistemática e inexorablemente- bajo los golpes de la investigación, de la razón, armada fuertemente por tecnologías cada vez más sofisticadas. Tanto que el así llamado hombre moderno pensó que, en el fondo, no había ninguna limitación al conocimiento de la naturaleza, y que hasta una "conquista final" fuera posible y estuviera a su alcance. Fueron muchos, los que a mediados del siglo XIX aplaudieron el difundido triunfalismo cientista, expresado por ejemplo en palabras lapidarias del químico francés Berthelot: "El universo no esconde hoy ningún misterio."
Pero en este siglo han surgido algunos "escollos" de naturaleza diferente. No ya barreras debidas a limitaciones instrumentales, sino límites que aparecen escritos en la naturaleza misma. Los ejemplos más famosos de este tipo de límite fundamental han surgido en el ámbito lógico-matemático, por ejemplo con el teorema de la incompletad de Goedel y el teorema de no-computabilidad de Touring. También la física ha tocado situaciones análogas, en particular con el principio de indeterminación de Heisenberg y el límite de la velocidad de la luz de Einstein, que señalan las nuevas fronteras, las columnas de Hércules en los confines extremos de la realidad física: "el infinitamente pequeño" y "el infinitamente grande."

Partido de tenis

Ivanisevich, el famoso campeón de tenis, es capaz de sacar lanzando la bola a una velocidad que supera los 200 Km. por hora. Se entiende que, un golpe de este tipo está destinado a producir un ace incluso cuando en la otra parte haya un gran jugador.
Imaginemos ver la acción en cámara lenta. Si paramos el fotograma después del saque podemos valorar cuidadosamente, a lo mejor con la ayuda de un computador, la posición y la velocidad de la bola, y prever si también esta vez Ivanisevich se adjudicará un saque ganador. No obstante los límites técnicos e instrumentales de la observación, podemos conocer de modo exacto la posición y la velocidad de la bola en cierto instante, y de aquí prever perfectamente la dinámica de la acción.
Sin embargo en el mundo de las partículas elementales las cosas se comportan de modo más variado e imprevisible. En particular los partidos de tenis, en los cuales se utiliza un electrón como bola, capturan continuamente la atención de los espectadores. En el 1927 Werner Heisenberg demostró, en efecto, que no es posible conocer simultáneamente la velocidad y la posición de un electrón o cualquier otra partícula elemental. Hay un pacto inevitable que el espectador tiene que aceptar: si quiere conocer mejor la posición de la "bola", tiene que perder algo en la precisión con la que conoce la velocidad, y viceversa. En último término, el conocimiento exacto de la posición condiciona la ignorancia absoluta de la velocidad. No se trata de un problema "técnico": aunque nuestra tele cámara fuera perfecta, no seríamos capaces de prever si nuestro tenista subatómico va a hacer otro ace.

Lo extremadamente pequeño

Así la naturaleza muestra una barrera a nuestra posibilidad de determinar los aspectos más profundos. En términos cuantitativos esta barrera está expresado por la constante de Planck: es su valor que señala, por decir así, el grado de esta indeterminación. El valor de la constante de Planck es extremadamente pequeño (en el sistema más usado en física, basado sobre los gramos, los centímetros y los segundos, ella equivale a una parte sobre 6,6 billones, de billones, de billones), y esto explica por qué sus efectos no son perceptibles en nuestra experiencia ordinaria. Sin embargo, aunque sea pequeño, el valor de la constante de Planck no es nulo: este hecho limita, no sólo en práctica, sino también en principio, nuestra posibilidad de medir, y imaginar y describir adecuadamente las propiedades físicas de los elementos fundamentales que constituyen la materia. "Cuando se trata de átomos, el lenguaje puede ser usado sólo como en poesía", palabras de Niels Bohr, uno de los padres de la mecánica cuántica.
Las técnicas actuales nos permiten medir la velocidad de la luz con gran precisión: 299.792 Km. al segundo. Se alcanza la Luna en algo más de un segundo, Marte en el tiempo de un café. La teoría de la relatividad, hoy corroborada por una multitud de evidencias experimentales, nos indica que esta velocidad marca un récord definitivo, invencible: ningún mensaje físico puede propagarse con una velocidad superior a la de la luz.
Trescientos mil kilómetros por segundo quiere decir más de mil millones de kilómetros por hora. Es una velocidad inconcebible a nuestra imaginación, sin embargo se trata de una velocidad determinada. Este hecho tiene una consecuencia radical sobre nuestras posibilidades de observar el cosmos. Numerosas evidencias astrofísicas acumuladas en estas décadas muestran que el universo tiene una historia finita en el pasado, una historia que ha empezado desde un estado de extrema densidad y temperatura y también de extrema sencillez, en una época que se remonta hasta hace unos 15 mil millones de años. Si la velocidad de la luz es determinada, y también es la máxima velocidad posible en naturaleza, esto significa que en todo el transcurso del tiempo de la historia del universo cualquier mensaje físico pudo haber cubierto sólo cierta distancia: enorme pero limitada.

Horizonte cosmológico

¿Cuál es la consecuencia para nosotros? La consecuencia es que hay un límite último e irrevocable en la profundidad del espacio que podemos observar, tal como hay un límite temporal en la edad de cada realidad física. No importa qué tan potente sean nuestros telescopios o los que podremos construir en futuro: no es un problema de tecnología, sino de como la naturaleza está hecha. Se puede estimar que la máxima distancia de la cual podemos recibir "algo" es de unos 1023 Km. (cien mil millones de mil millones de kilómetros). Hoy nuestras observaciones se acercan a este "horizonte cosmológico" (como está definido técnicamente) pero no podremos nunca mirar más allá de tal horizonte. Hay una cortina que la naturaleza tiende sobre sus confines. La región del universo accesible a nuestra observación está limitada inexorablemente por el valor determinado de la velocidad de la luz.
"El universo no esconde hoy ningún misterio", se decía hace un siglo. Pero parece prehistoria. El valor finito de la constante de Planck (pequeñísimo, pero no igual a cero), y de la velocidad de la luz (muy grande, pero no infinito) testimonian el carácter "inalcanzable" de la realidad física. La ciencia moderna nos confía que ni siquiera instrumentos perfectos nos permitirían llevar nuestras observaciones más allá de ciertas orillas. La búsqueda científica promete continuar indómita su aventura, pero siempre dejando incompleto su pintura del mundo físico. Así, precisamente como los navegadores de un tiempo, en los márgenes de nuestros mapas del universo accesible siempre trazaremos el dominio de una "tierra incógnita", analogía fascinante del más allá, signo potente del insondable Misterio que abraza todo y cada cosa.

Las columnas de Hércules

Pero hoy hemos también empezado a darnos cuenta de otro hecho fundamental. Los valores asumidos en virtud de la velocidad de la luz y de la constante de Planck desarrollan un papel crucial en la estructura y en la evolución del universo físico. El valor de estas constantes determina la importancia relativa de las fuerzas fundamentales que controlan la cadena incesante de acontecimientos cósmicos que llevan, en último término, a las particulares condiciones físicas necesarias para el surgir de la vida y del hombre. Desde luego, una diferencia aunque fuese minúscula en el valor de una o de la otra habría tenido consecuencias catastróficas sobre la evolución de la estructura del universo, funestas por la posibilidad de mantener seres vivientes en su interior. El valor finito de estas dos constantes, por una parte "vela" los factores últimos del mundo físico y por otra parte es indispensable para que nosotros podamos estar aquí, admirados, hablando de ello. Como ha escrito el cosmólogo John Barrow, "la finitud de la velocidad de la luz es uno de los elementos que hacen posible la vida en el universo, y podría ser uno de los elementos que hacen posible el universo mismo. Irónicamente también es uno de los elementos que impiden a los seres vivientes conocer los secretos últimos". Estamos pues encaminados a una fascinante paradoja: las mismas circunstancias físicas que vuelven el universo acogedor para el hombre, implican al mismo tiempo un nivel insuprimible de incompletud en nuestra posibilidad de medir y sondear el universo mismo. Así inesperadamente, la presencia de aquellas míticas columnas “donde Hércules marcó sus límites / para que el hombre más allá no fuera" (Infierno, XXVI, 107) se revela estar en una relación misteriosa y profunda con la posibilidad misma de nuestra vida de criaturas conscientes. Un universo vivible tiene que necesariamente tener una "tierra incógnita."

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