Tolkien, el Homero cristiano del siglo XX
autor: Andrea Sciffo
fuente: Tolkien: l’Omero cristiano del XX secolo

John Ronald Reuel Tolkien es el autor del “mejor libro del siglo veinte”. Así ha sido establecido en 1997 por los lectores anglosajones, en el curso de un sondeo realizado en todas las librerías de Gran Bretaña. Tolkien autor del siglo, es opinión del ensayista Tom Shippey, docente en Leeds en la cátedra que ya fue del escritor.
He hablado de eso con Pablo Gulisano, que del corpus tolkieniano ha dado recientemente una lectura cristiana en su Tolkien Il mito e la grazia (Ancora edizioni, 2001): ha surgido una conversación al término de la cual parece claro - pero no lo es para los críticos de profesión - que "El Señor de los Anillos" es una obra extraordinaria, con la estatura de un verdadero clásico.

"Una leyenda es una historia contada para la belleza y la edificación"
(Hilaire Belloc)

Y pensar que en 1961 el crítico de l’Observer, Philip Toynbee, proclamó el fin de cada interés del público por El señor de los anillos: en resumen, sostenía, que habría caído en un piadoso olvido. Desde entonces, fueron cerca de cincuenta millones las copias de volúmenes vendidos en decenas de millares de ediciones en cada lengua del mundo.
Quizás el destino de cada gran autor es el de ser tergiversado: y Tolkien no es la excepción. Él ha sido por decenios objeto de numerosas tentativas de apropiación indebida. Afortunadamente, por cada mentira susurrada se han levantado, fuertes y claras, las voces de cuantos, queriendo de verdad la obra del filólogo de Oxford, han puesto de relieve las características y las motivaciones fundamentales. Que son aquellas de un ferviente católico armado de un realismo despiadado: cosa que le permitió hablar, a través de la peripecia de los Hobbits, al corazón mismo del hombre. No es arriesgado por lo tanto, al principio del siglo Veintiuno, mirar a Tolkien como a un verdadero clásico, como al Homero cristiano del 1900 que supo conjugar el mito y la gracia.
Le he pedido a Pablo Gulisano hacer el punto de la situación, mientras transcurre el primer año dedicado a la difusión de "El señor de los Anillos" para el gran público, gracias a la primera de las tres películas dedicadas a la Trilogía. Gulisano es autor de Tolkien. Il mito e la grazia (Ancora, 2001).
“Nos hemos interrogado mucho si tras este gran interés por Tolkien que no parece desaparecer”- explica Gulisano- “hubiese una determinada ideología. La respuesta es seguramente negativa: resulta reductiva cualquier etiqueta del profesor de Oxford, ya que lo que inspiró y dio sentido a su vida y a su obra no es atribuible a una ideología, sino a una visión de la vida, una concepción del ser, del hombre, de la historia que es mucho más que una ideología: es una filosofía. Tolkien posee incluso la que podríamos definir una visión teológica de la historia, a través de la cual juzga, con la autoridad de un filósofo o de un profeta los hechos humanos.
Tolkien debe ser visto entonces también como crítico de la modernidad, del mundialismo, de la homologación masificante, a la cual contraponía la cultura de la pertenencia y del arraigamiento. Vamos a leer su voluminosa recopilación de cartas, del título La realtà in trasparenza (Bompiani, 2000): las ideas están claras y fecundas. En una sociedad "multiétnica y multicultural" como la de la Tierra Media, los pequeños hobbits defienden su Condado, su pequeño mundo pacíficamente rural y rico en tradiciones". Nuestra conversación se ha articulado enseguida, y aquellos que siguen son una parte de los apuntes.

La belleza que conserva un anuncio

Otra definición restrictiva que ha sido dada de Tolkien es la de "conservador"; todo sumado el profesor no se ofendió, pero sólo si se entiende tal término en el sentido de conservador de todo lo que es bello, puro, pequeño, ordenado, interesante, importante. "Los grandes absorben a los pequeños y todo el mundo se vuelve más plano y aburrido", escribió una vez.
Esta aversión de Tolkien por las torpezas y los errores de la modernidad no es ideológica ya que es realista, es decir, no nace de una idea de mundo o de un proyecto más o menos utópico sobre ello, sino de la constatación de la naturaleza y de la condición humana, marcada indeleblemente por la Caída,( en términos cristianos del Pecado Original), al punto que el Enemigo que hay que vencer es sí el adversario malvado, Sauron o Saruman, pero es sobre todo el mal que se anida peligroso en cada uno de nosotros.
Tolkien fue un escritor cristiano que buscaba hablar al corazón de las personas para invitarlas a no ceder a la tentación del desaliento, del cinismo, de la fealdad y del mal. Éste es el gran secreto de su obra, como tuvo que explicar su hijo Michael: "Al menos para mí, no hay nada misterioso en la entidad del suceso ocurrido a mi padre, cuyo genio solamente contestó a la invocación de personas de cada edad y carácter, cansadas y mareadas por la fealdad, por la inestabilidad, por los valores no verdaderos, por las filosofías poco importantes que han sido vendidos como tristes sustitutos de la belleza, del sentido del misterio, de la exaltación, de la aventura, del heroísmo y de la alegría, cosas sin las que el alma misma del hombre seca y muere dentro de él."
El retorno a lo Bello y a lo Verdadero deseado por el escritor de Oxford fue después realizado poéticamente, a través del recurso y el retorno al Mito, para volver a dar salud y santidad al hombre moderno. "El mito es algo vivo en su conjunto y en todas sus partes, y que muere antes de poder ser analizado", dice Tolkien hablándoles a sus estudiantes de una de sus obras preferidas, el Beowulf. El mito es necesario porque la realidad es mucho más grande que la racionalidad. El mito es visión, es nostalgia por la eternidad. El mito no es metáfora o alegoría, sino símbolo, o sea signo que remite a un significado último que el hombre debe reconocer e interpretar. El mito, en la historia de la humanidad, no ha sido contrapuesto nunca, como ocurre hoy, a la realidad; el mito siempre ha sido verdadero por su misma naturaleza, expresión de la verdad de las cosas. En el mito se venía a contacto con algo auténtico que se manifestó plenamente en la historia, y esta manifestación podía fundar sea una estructura del real que un comportamiento humano. El mito es un medio para dar respuestas a cuestiones fundamentales como el origen del hombre, el bien, el mal, el amor, la muerte y para dar explicaciones a los fenómenos de la naturaleza. Si el mito es el nexo, la unión que el hombre siempre ha buscado con el sentido de la vida, ello no puede por lo tanto que ser considerado una expresión natural y antiquísima del sentido religioso que vive en el corazón del hombre.
El elemento religioso está arraigado en las historias de Tolkien y en su simbolismo. Su misma pasión por el contar nace del deseo de comunicar la Verdad, a través de símbolos y visiones. "El Evangelio - explicaba - es el más grande Fábula, y produce aquella sensación fundamental: la alegría cristiana que provoca las lágrimas porque cualitativamente es parecida al dolor, porque proviene de aquellos lugares donde alegría y dolor son una cosa sola, unidos, tal como egoísmo y altruismo se pierden en el amor."
En esta intensidad épica y espiritual de la obra de Tolkien está el secreto de la extraordinaria actualidad de un autor de narrativa fantástica que se hace vehículo de valores inmutables, connaturales con el corazón del hombre: sus sueños, sus esperanzas. Y pensar que el gran poderoso río de la narrativa tolkieniana nació por casualidad un día, en los años treinta, con la primera frase del cuento para niños Lo Hobbit (Bompiani) 2001: "En una cueva bajo tierra vivía un hobbit."

¿La novela? Una "subcreación" en la realidad

La obra maestra tolkieniana, "El Señor de los Anillos" (Bompiani 2000), es el cuento épico de un período de transición y representa por analogía un auténtico manual de supervivencia entre los errores y los horrores del espíritu de Modernidad.
¿"Cómo puede el hombre juzgar lo qué debe hacer en tiempos como estos"? pregunta un personaje; le contesta Aragorn, el hombre destinado a ser Rey justo: "como siempre ha juzgado: el bien y el mal no han cambiado en un año y no son una cosa donde los elfos y los enanos y otra entre los hombres. Toca a cada uno de nosotros discernirlos."
La novela de Tolkien, que no quiere ser para nada un simple cuento para niños o una historia fantástica de evasión, es el cuento intenso y fascinador de una lucha iniciada a las alboradas de los tiempos, escrito por un hombre con una biografía aparentemente simple y tranquila, que en cambio fue entre los mayores escritores del 1900, y que volviendo a dar dignidad al arte humano de la subcreación nos ha enseñado a buscar la Belleza y la Verdad. Hace falta, sobre todo en este último campo - según Tolkien – volver a iniciar de la realidad, de su verdadero sentido, y someterla a un proceso de "sub-creación."
En marzo de 1939 él tuvo una conferencia sobre el tema de las historias fantásticas en St.Andrews, en Escocia. El texto de esta extraordinaria conversación se volvió luego un ensayo, On Fairy Stories, traducido al italiano con el título Sulle fiabe, en el volumen Albero e foglia (Bompiani, 2000). En eso él reivindica este papel de la fantasía subcreatriva como derecho humano: creamos a nuestra medida y de modo derivativo en cuanto hemos sido a nuestra vez creados, y además a imagen y semejanza del Creador. La fantasía es un medio de recuperación del frescor de la visión de la realidad, como remedio a la obviedad con que tratamos el vivir cotidiano. La fantasía - y por lo tanto el cuento fantástico - tiene para Tolkien una triple función: descanso, evasión, consuelo.
El descanso o bien el retorno y la renovación de la salud, consisten para el Profesor de Oxford en hallar una visión clara de la realidad, en "ver las cosas como estamos destinados a verlas". El mismo Tolkien declaraba no querer robar la profesión a los filósofos exponiendo sus tesis, prefiriendo el camino chestertoniano de lo imaginario, de la paradoja, de la imagen velada, para liberarnos de los varios oropeles que, en la vida ordinaria, disfrazan el rostro de la verdad.
En "El Señor de los Anillos" en el momento crucial en que se decide la expedición al Monte Hado y se constituye la Compañía del anillo, Gandalf proclama: "es sabiduría reconocer la necesidad cuando todas las otras vías han sido sopesadas, aunque pueda parecer locura a quien se agarra a falsas esperanzas. Ahora bien, ¡qué la locura sea nuestro manto, un velo delante de los ojos del Enemigo! Él es muy sabio, y sopesa cada cosa con extremo esmero sobre la balanza de su maldad. Pero la única medida que conoce es el deseo, deseo de poder, y él juzga todos los corazones de la misma manera. Su mente no aceptaría nunca el pensamiento que alguien pudiera rechazar el tan anhelado poder, o que, poseyendo el anillo, quisiera destruirlo. Ésta debe ser pues nuestro objetivo, si queremos confundir sus cálculos."
La paradoja: confiar una desmesurada hazaña, cual tampoco brujos y caballeros sienten asumirse, a los pequeños y frágiles hobbits; y la locura: rechazar las seducciones del poder y del placer para recorrer un camino de sacrificio y renuncia, contra cada aparente lógica racional; son las características de la fantasía sanadora, reparadora, que consiente la evasión de la cárcel de una existencia vivida entre formalismos, convenciones, condicionamientos y mentiras.

¿Final feliz o perdón?

Luego por lo que concierne la tercera finalidad del cuento fantástico, también aquí Tolkien aporta profundos cambios en esta concepción que impregnaba desde hace tiempo la narrativa realista, así como el género aventurado, caracterizados por la falta de finalidad, por la casualidad de los acontecimientos y por la ausencia de un elemento de justicia, por lo tanto de moralidad, en la historia.
Decía Chesterton a propósito de la finalidad de los cuentos, y el mismo Tolkien lo retoma en sus escritos, que los niños son inocentes y aman la justicia, mientras que la mayor parte de nosotros es mala y naturalmente prefiere el perdón. Por esto los primeros - y con ellos todos los que tienen un corazón puro de niño - quieren que las historias se concluyan con un "final feliz". A. tal propósito, Tolkien introduce el concepto de "eucatástrofe": el cuento eucatastrófico, es decir que contiene un juicio moral sobre los acontecimientos y una conclusión apropiada, es la verdadera forma de cuento y constituye la función suprema. Cuando en un cuento fantástico hemos encontrado un vuelco, una interrupción del curso negativo de los acontecimientos, un cambio radical de la inexorable y agobiadora realidad, tenemos también una asombrosa visión de la alegría, de la aspiración del corazón que supera los límites del cuento por un instante, desgarra la telaraña del hecho, permite que un resplandor la traspase.
"Alegría aguda como un dolor" dice Tolkien, felicidad perceptible a pesar de las derrotas y las quiebras, ya que ella desmiente la universal derrota final, a pesar de las muchas apariencias contrarias evidentes en el tiempo presente. La alegría conserva una huella de esa extraña calidad mítica del cuento de que se ha dicho en precedencia. Es ciertamente esta triple función del cuento y del cuento fantástico, que siempre se encuentra plenamente respetada en cada obra tolkieniana - al punto de hacer enojar a algunos críticos, que juzgan como irritante esta recomposición de los varios pedazos del mosaico de las varias historias, que reconducen siempre a un significado, a un fin que no es siempre aparentemente feliz pero es en todo caso propedéutico para los singulares personajes implicados o por el resultado del caso, para otorgarle a Tolkien una absoluta originalidad sea respecto a la atmósfera y a las tramas de las sagas antiguas, que incluso tanto quería y tan profundamente conocía, pero también respecto a los otros autores de la narrativa fantasy.
Gulisano ha recogido otras ideas alumbrantes, la propósito de esto, en Mappa della Terra di Mezzo (Bompiani, 2001) que él hizo y comentó.
El júbilo que Tolkien ha puesto como señal del verdadero cuento fantástico merece una consideración más atenta; la eucatástrofe, que es más del así llamado el "final feliz" de los cuentos tradicionales, representa una lejana vislumbre, un eco del Evangelium en el mundo real. En el estudio sobre los cuentos fantásticos Tolkien escribía, retomando una vez más el punto de la conversación nocturna que había tocado el corazón del amigo Lewis: “me arriesgaría en afirmar que, acercándome al Hecho Cristiano bajo este punto de vista, largo rato he tenido la sensación, (una sensación alegre) que Dios había redimido las corrompidas criaturas productoras, los hombres, de manera apta a esto como incluso a otros aspectos de su singular naturaleza. Los Evangelios contienen un cuento o mejor un hecho de un género más amplio que incluye la entera esencia de los cuentos. Los Evangelios contienen muchas maravillas, de una artisticidad particular, bellas y conmovedoras, "míticas" en su sentido perfecto, en si concluido: y tras las maravillas está la eucatástrofe máxima y más completa que se pueda concebir. Sólo que este hecho ha penetrado de sí la Historia y el mundo primario; el deseo y el anhelo a la subcreación han sido elevados al cumplimiento de la Creación. El nacimiento de Cristo es la eucatástrofe de la historia del hombre; la Resurrección, la eucatástrofe de la historia de la encarnación. Este hecho se inicia y se concluye en alegría y muestra de manera inequívoca la "íntima consistencia de la realidad". No hay ningún cuento jamás contado que los hombres puedan encontrar más verdadero que éste y ningún cuento que tantos escépticos hayan aceptado como verdadero por sus propios méritos. Porque el arte tiene el tono de esto, supremamente convincente, del arte Primario, es decir de la Creación. Y refutarla lleva o a la tristeza o a la furia."

El poema de la alegría fuerte como un dolor

Tolkien introduce al sentido de la alegría cristiano, cuyo nombre es Gloria: "el arte ha tenido su verificación. Dios es el Señor de los ángeles, de los hombres - y de los elfos. Leyenda e Historia se han encontrado y fusionado."
El Evangelio no ha eliminado las leyendas, dice el profesor de Oxford, pero las ha santificado. "El cristiano debe todavía obrar, con la mente como con el cuerpo, sufrir, esperar, morir; pero ahora puede darse cuenta que todas sus inclinaciones y facultades tienen un objetivo, el cual puede ser redimido. Tan grande es la liberalidad con la que ha sido tratado, que ahora puede permitirse con razón de creer que con la Fantasía puede asistir efectivamente al desarrollarse y al múltiple enriquecimiento de la creación. Todas las narraciones se pueden realizar; incluso al final, rescatadas, pueden resultar no menos similares y al mismo tiempo no similares de las formas dadas por nosotros, de cuanto el hombre, finalmente rescatado, será similar y no similar al mismo tiempo al hombre caído que conocemos bien."

Los acontecimientos de una vida común

Se tiene que hablar por lo tanto de Tolkien como escritor religioso, pues, y más precisamente se puede localizar la fuente de su visión religiosa en la fe intensamente experimentada. Hechos biográficos bien contados por Humphrey Carpenter en "Tolkien. Una biografía" (Ares, 1991).
Tolkien fue recibido en la Iglesia de Roma cuando tenía nueve años, después de la conversión de la madre. La Iglesia católica en Inglaterra al principio del 1900 era una comunidad pobre, compuesta en gran parte de inmigrantes irlandeses, que había vivido tres siglos de persecuciones. La ciudad de Birmingham, donde la familia Tolkien vivía, fue sin embargo iluminada en aquellos años por la presencia de aquel gran genio cristiano que fue John Henrio Newman. El rostro delgado y asurcado de arrugas profundas en que resplandecían dos ojos empapados de ideal escrutaron por años en aquella difícil Inglaterra. Elevado a la púrpura cardenalicia por León XIII al umbral de los años ochenta, nombrado Fellow honorario del Trinity College di Oxford, (era de los tiempos de la Reforma, tres siglos antes, que un reconocimiento del máximo instituto académico inglés ya no se entregaba a un católico), murió en Birmingham en 1890, mientras que los Tolkien se trasladaban a Sudáfrica. Seguramente Mabel tuvo que respirar aquel clima espiritual que Newman había difundido. Sobre su tumba el gran convertido quiso que fueran escritas estas palabras: “Ex umbris et imaginibus a veritatem" que quería decir "vamos hacia la verdad pasando a través de sombras e imágenes."
Para Tolkien, que amó de inmediato apasionadamente la fe a la cual su madre lo había conducido, el arte fue por toda la vida una búsqueda de la verdad entre aquellas sombras, aquellas imágenes que son los mitos, los símbolos, las lenguas arcaicas habladas por las generaciones desaparecidas, las antiguas historias de tiempos pasados y lejanos. El niño de ocho años encontró en la fe católica una nueva y fundamental piedra miliar de su vida: una fe que no era sólo sostén y consuelo para el presente y esperanza para el futuro, sino también era el lugar donde podía localizar – cosa para él muy importante- un pasado, un terreno del cual traía nutrimento vital el árbol de la historia, de su historia.
El jovencito que no tenía ni padre ni parientes encontró acogida en una Iglesia que era la iglesia de sus padres y de sus antepasados. Este consciente amor por las propias antiguas raíces religiosas se manifestó en seguida en el interés y en el amor por la Edad Media, cuando Inglaterra era católica, cuando el continente europeo entero todavía conocía una unidad cultural y espiritual jamás experimentada. De eso también derivó aquella desaprobación por el así llamado "progreso", en el nombre del cual, desde la Reforma en adelante, muchos males vinieron. El precio de la conversión fue para los Tolkien la condición de miseria que siguió, y quien pago las consecuencias fue Mabel.
En 1904 ella fue hospitalizada, y le encontraron un grave tipo de diabetes que en el breve tiempo de pocos meses le fue fatal. Le era imposible pagarse las costosas medicinas, y ninguno de los parientes estuvo dispuesto a ayudarla. Trató de que no le faltara nada a sus hijos en aquel período, e hizo que no pudieran darse cuenta de sus condiciones. En noviembre de 1904 Mabel empeoró rápidamente, entrando en coma diabético y muriendo, el 14 de noviembre, después de seis días de agonía. "Mi madre ha sido realmente una mártir - Ronald escribió nueve años después - no a todo Jesús concede de recorrer una vía tan fácil, para llegar a sus grandes dones, como ha concedido a Hilary y a mí, dándonos a una madre que se mató con la fatiga y las preocupaciones para asegurarse de que nosotros creciéramos en la fe."

Una teología de la historia

En el siglo veinte el “Otro lugar” del mito literario se ha aventurado a menudo sobre el terreno de la utopía, del viaje en el espacio y en el tiempo, de lo imaginario de las nuevas fronteras, a menudo prefigurando escenarios inquietantes.
John Ronald Tolkien rechazó la utopía; la suya, si acaso, es una historia ucrónica, situada es decir en un tiempo no identificable. El lugar es esta tierra, la única que nos fue dada, y que debemos amar. La sabiduría de Tolkien es confiada a las palabras de Gandalf, en la conclusión del Señor de los Anillos: "otros males podrán sobrevenir, porque el mismo Sauron no es sino un siervo o un emisario. Pero no nos toca dominar todas las mareas del mundo, nuestra tarea es la de hacer lo posible por la salvación de los años en los que vivimos, erradicando el mal de los campos que conocemos, para dejar a los que vendrán después tierra sana y limpia para cultivar. Pero el tiempo que tendrán no depende de nosotros"
Tenía razón Tolkien al defenderse de las acusaciones de "escapismo", es decir de desempeño, revueltas a su obra. No es, el mundo descrito en la Tierra de Medio, en el cual huir desertando de obligaciones y compromisos, es en cambio la patria auténtica, la casa acogedora, ahora suplantada y ahogada por los pésimos resultados de la modernidad hija de las utopías. Es el mundo, como tuvo que decir el mismo Tolkien, de la atrevida evasión del prisionero, no de la fuga despavorida del desertor. Se accede a la Tierra de Medio, se introduce en ella, para realizar un camino a través del cual volverse auténticamente si mismo, eliminar lo superfluo, hacer emerger la noble forma, la forma noble del hombre, liberada de cada grosería e impureza, que puede revelar así el origen divino. Es la gran obra que tienen que realizar los elfos antes de dejar para siempre las tierras de los hombres y dirigirse a las Tierras Imperecederas de los Valar, para sentarse a la presencia de Eru, Iluvatar, Aquel que está desde el principio, y es el gran viaje de cada uno de los hobbit protagonistas del Señor de los Anillos, la última santa búsqueda descrita por la narrativa. Como los hombres antiguos que soñaban en las riberas de un mar y describían prodigiosos itinerarios como los autores del Medioevo iluminados por el magisterio de los monjes blancos celtas o cistercienses, así el hombre continúa soñando e imaginando y escribiendo, siguiendo una vez más un sabio con el vestido blanco, su nombre es Gandalf, llamado a conducir a quien siente en el pecho un corazón noble y generoso.
Tolkien revela, nítida, una propia teología de la historia, que retoma la concepción agustiniana de las dos ciudades: la Ciudad terrenal, obra de los hombres en que actúa el mal y la Ciudad de Dios, meta hacia la cual hay que dirigir esperas, esfuerzos y esperanzas. Hay que subrayar que San Agustín vivió en el confín entre el crepúsculo de un mundo antiguo, un tiempo grandioso y el alba de una nueva era con los contornos todavía inciertos, y enseñó que la historia es conducida por la Providencia y que por lo tanto cada acontecimiento - del pequeño hecho personal a los grandes virajes de la humanidad - posee un significado que disipa la oscuridad y sustenta las fuerzas del hombre. Las ruinas, las numerosas señales de civilizaciones crecidas, subidas a la grandeza y después terminadas y olvidadas constelan en todo sitio la Tierra de Medio, recordándonos la caducidad de la Ciudad terrenal.
Éste era el contenido y el objetivo del Silmarillion, (obra colosal precedente y presupuesta al romance), que quizás sin darse cuenta, supo ya alcanzar a El Señor de los Anillos. En eso son condensadas la trágica belleza, la majestuosidad, la solemnidad contenida en los ciclos del Silmarillion (Bompiani 2001), la materia se había plasmado por sí misma, y ahora era vertida abundantemente en ésta que tenía que ser una historia de hobbit, y que acabó para convertirse en la gran épica soñada desde siempre.

El amigo de los Elfos

La tarea de la vida consiste en sanar lo que está enfermo, derrotar lo que es sórdido, elevar el propio espíritu, en la condición en que cada uno es llamado a existir, reconciliando la propia naturaleza con aquel don procedente de lo divino que podemos llamar gracia. En este ámbito, el modelo que Tolkien propone es lo que podríamos llamar de la elficidad.
En su representación de los elfos Tolkien se aleja del modelo propuesto por la narrativa de lo imaginario en los últimos dos siglos es decir aquel del ser pequeño y fastidioso. En el sabio On Fairy Stories expresó su separación de esta imagen: "El ser minúsculo, elfo o hada, en Inglaterra por lo menos, es, a mi juicio, en gran medida un adulterado producto de la fantasía literaria. Entra quizás en la lógica de las cosas que en Inglaterra, país en que el amor por lo delicado y lo gracioso más veces se ha asomado en el arte, la fantasía en este campo se volviera a lo gracioso y a lo minúsculo, tal como en Francia llegó a la corte y se cubrió de polvos y diamantes. Incluso, tengo la sospecha de que esta minucia de flores y mariposas sea en parte el producto de una "racionalización" que ha transformado el hechizo del país de los elfos en mera sutileza y la invisibilidad en una fragilidad tal que se puede celar en una prímula o escurrirse tras un hilo de hierba. ".
Los elfos de Tolkien no son duendes ni hadas de los bosques: son criaturas más altas que los hombres, y con una fascinante, sobria, armónica belleza. El Silmarillion es la obra a cuyo centro están los elfos, figuras dominantes en las primeras edades del mundo, antes de ir hacia una lenta decadencia. Es justamente su melancólica suerte que ofrece preciosas enseñanzas en este auténtico manual de la concepción tradicional de la vida: si Tolkien identifica el peor defecto de los hombres en su "progresismo" (o bien el atractivo por las novedades de cada género que ellos padecen, la tendencia a dejarse desarraigar y a abandonarse a un nomadismo que es principalmente espiritual), el mayor límite de los elfos está en su "conservacionismo", (una dedicación apreciable pero estática a usos y costumbres del pasado, un exceso de nostalgia por la grandeza pasada, un conmovedor apego a la propia tierra que sin embargo los hace a menudo indiferentes al mundo circunstante y reacios a las aventuras.)
Los elfos no son criaturas perfectas, inmunes de defectos, sin embargo entre los pueblos de Arda ellos poseen las mayores virtudes, y se dedican a las artes. Tolkien miró siempre el arte como una noble forma de sub - creación, prerrogativa elevada y elevante, porque realiza obras en la imagen de Dios y de su creación. Los elfos les recuerdan a los hombres la belleza de la creación, don incorrupto de Dios. Son testigos discretos de la importancia del arte, de la cultura, de una civilización elevada y virtuosa respecto a la barbaridad salvaje, incluida aquella engalanada de descubrimientos tecnológicos. Los elfos les recuerdan a los hombres aquello que también ellos podrían ser, si se libraran de sus pasiones más locas y ruinosas: el elfo es esencialmente un contemplativo, diferente del hombre activo y frenético que intenta manipular la naturaleza para servirse de ella.
Las calidades elficas son las que Tolkien tuvo posibilidad de estudiar y de admirar en el ideal caballeresco de la edad media cristiana: si los enanos son las criaturas de la Tierra de Medio más correspondientes al modelo clásico de la mitología norrena, los elfos representan en cambio simbólicamente los valores de la caballería medieval, distinguiéndose netamente en la representación tolkieniana de cualquier modelo anterior, escandinavo, germánico o celta. Nadie más que ellos persigue las virtudes naturales: lealtad, fidelidad, sentido del honor, respeto de las otras criaturas, afectos, amistad, amor. Los sentimientos que los elfos prueban son parecidos al amor cortés. Pocos autores como Tolkien han sabido proponer el valor de la amistad, que incluso para los antiguos era el más feliz y el más completo de los afectos humanos, coronamiento de la vida y escuela de virtud.
Escribe Clive Staples Lewis, querido amigo de Tolkien que "la amistad es el menos naturales de los afectos, el menos instintivo, orgánico, biológico, gregario e indispensable. Aquí nuestros nervios tienen que ver muy poco; en este sentimiento no hay nada tenebroso, nada que haga acelerar el pulso, o ruborizarse, o blanquear. Es sencillamente una relación que se establece entre individuos. Cuando dos personas se convierten en amigas, significa que se han alejado, juntas, del rebaño."
Tolkien parece abrazar la tesis agustiniana que sostiene que si queremos que el amor sea una bendición y no un tormento, ocurre que se sea dirigido sólo a aquel bien que no se consumirá nunca. Y da una descripción de eso en forma a veces delicada y a veces exagerada en su obra en rima, injustamente considerada menor, Le avventure di Tom Bombadil (Bompiani, 2001), un poema completamente dedicado al canto de las cosas creadas, de la alegría franciscana de las criaturas, de la melancolía que cualquier amor auténtico lleva consigo, como un agua de arroyo que corre.

El rostro de los encuentros: hacia una belleza interior

La belleza encuentra origen y consistencia en Dios, y hace presente en las realidades creadas la belleza divina. En la teología medieval la belleza sensible era considerada un reflejo, huella de Dios que puede favorecer su percepción. Tolkien retoma esta concepción de la belleza como luz de la forma y esplendor de la verdad. En la contemplación del espectáculo de un bosque, de las flores, de las montañas, de los árboles tan queridos al profesor de Oxford, en la admiración por las cosas bien hechas de los enanos o de los hobbits, está el amor por esta belleza que puede reconducirnos a Dios y salvar al mundo. Esta belleza, que como demuestra el mucho sufrimiento que recorre la Tierra de Medio, la fatiga del camino de renuncia de Frodo, la dura condición del destierro de Aragorn y su lucha por la justicia y el derecho, el drama de Beren y Luthien, no prescinde del problema del mal, es visible y presente como gracia.
Gracia es la sensación que se prueba frente a las cosas por su natural armonía, delicadeza, por su sencillez; es gracia el agrado de la creación con sus sabores y perfumes; es gracia la hermosura de los elfos, en particular de Galadriel, la Reina, figura novelesca que - como el mismo Tolkien le confirmó a su amigo Padre Murray - fue inspirada a la virgen María, la que por definición es la llena de gracia.
Galadriel es la consoladora, la misericordiosa, aquella que guarda en su corazón las maravillas de Dios, la que que dona regalos y es sabia consejera, madre del buen consejo. Frente a Doña Galadriel los pequeños hobbits se extravían en el estupor y en la admiración conmovida, y aún más: a sus palabras, "que vuestros corazones no se turben", y a su mirada dulce y penetrante, delante de la cual no era posible alguna mentira, los hobbits de la Compañía del anillo sintieron el corazón desvelado totalmente: "Se habían encontrados todos aparentemente en la misma situación: cada uno sintió que les era ofrecida una elección entre una sombra llena de terror que lo atendía, y algo que deseaba intensamente… ".
La belleza y la gracia de Galadriel son por los humildes hobbits manantial de esperanza y consuelo, tal como la gracia de María lo es para cada persona simple y humilde de corazón. Todavía pues es gracia la amabilidad, la gentileza en los actos de la vida cotidiana, la ausencia de desaire y grosería; la gracia y así en el así en el verdadero Aragorn hijo de Arathorn, en el noble Faramir, en el sabio brujo Gandalf, así como en el jardinero Sam Gamgee es gracia la gratitud, la magnanimidad, que no faltan nunca en los personajes tolkienianos así como su contrario o bien la avaricia, la ingratitud, la avidez insaciable son las señales distintivas del rechazo de la gracia, de la caída. Es gracia la posibilidad del perdón, de una misericordia absolutamente gratuita, como se encuentra en el hecho de los dos hermanos Boromir y Faramir, hijos del Regente de Gondor. Boromir es el hijo predilecto del padre, fuerte y valiente, destinado a heredar el reino. Por su reconocida capacidad entra a formar parte, como protagonista absoluto, de la Compañía del anillo: sin embargo traicionará, y su deserción lo expondrá a los peligros que lo llevarán a perder la vida. Faramir, el menor, el menos aparentemente dotado, muestra toda su abnegación por la causa, todo su amor por el padre transido por la muerte del hijo más querido, y conquistará la gloria - no sin sufrimientos - y el principado. El mismo Boromir, que había cedido a la tentación suscitada por el afán del anillo, y cuyo cadáver fue confiado al Gran Río, reaparece en seguida sobre un barco brillante, señal de que su arrepentimiento había sido aceptado, y absuelto por su pecado le ha sido concedido el descanso del espíritu.
Muchos otros hechos épicos, vicisitudes, sufrimientos y triunfos de grandes héroes inolvidables son señalados en Racconti perduti y en Racconti ritrovati (Bompiani, 2000 e 2001).
La gracia, por fin, es aquella ayuda sobrenatural que Dios concede a las criaturas para conducirlas hacia la salvación. Signo de esto es Gandalf, gran protector de los pequeños hobbits y de los frágiles hombres, cuyo papel se parece al del Ángel de la guarda: iluminar las mentes con sus sabios consejos, custodiar las vidas en peligro de sus amigos, sujetar sus esfuerzos y sus fatigas, gobernar sobre sus conciencias, refinándolas y teniendo despierto y listo su espíritu. Durante la guerra, mientras además del hijo Michael también Christopher fue llamado a las armas, Tolkien describió - en una carta del 7 de noviembre de 1944 – su propia preocupación de padre: "tu alusión a la protección de tu ángel de la guarda me hace temer que tú tengas gran necesidad de ello. Temo que sea así. Se me ha dado una visión repentina, (o quizás una percepción que de pronto se ha convertido en una imagen en mi mente), que he tenido no hace mucho tiempo cuando he pasado una media hora en St.Gregory delante de los Santos Sacramentos mientras allí eran celebradas las Cuarenta horas. He percibido o bien he pensado en la Luz de Dios y en esa suspendida una pequeña partícula, (o millones de partículas pero mi mente sólo se dirigía hacia una de éstas), de un blanco resplandor por el rayo emanado de la Luz que a todas las sustentaba y las iluminaba. , (No había rayos distintos que provinieran de la Luz, sino la pura existencia de la partícula y su posición en relación a la Luz formaba una línea, y la línea era la Luz). Y el rayo era el ángel de la guarda de la partícula: no una cosa que se interponía entre Dios y la criatura, sino la misma atención de Dios, personalizada. Y no entiendo "personificada", según una convención lingüística basada sobre las tendencias del lenguaje humano sino una verdadera, (completa) persona. Repensando en eso, desde entonces - porque todo fue muy inmediato, y difícilmente revocable con las groseras palabras, ciertamente no el gran sentido de alegría que acompañó la visión y la realización de que aquel punto brillante suspendido era yo( o cualquier otra persona a la cual yo pudiera pensar con amor), - me ha venido en mente que, (hablo con cautela y no tengo idea si esta noción sea legítima: en todo caso es separada completamente de la visión de la Luz y de la partícula suspendida), que éste es un ser finito paralelo al infinito. Como el amor del Padre y del Hijo, (que son infinitos e idénticos), es una Persona, así el amor y la atención de la Luz por la Partícula es una persona, (que está sea con nosotros sea en el Cielo), finita, pero divina, es decir angelical. En todo caso, querido, he quedado confortado con eso, y parte de este consuelo ha tomado esta forma curiosa que (temo) no he logrado transmitirte: excepto que ahora tengo conmigo una definitiva conciencia de ti suspendido y brillante en la Luz, aunque si tu cara (como todas nuestras caras), no está dirigida a la Luz. Pero todos nosotros podemos ver su centelleo en las caras, (y en las personas cuando se les ama), de los otros."

La Gracia y las intuiciones precristianas

La Gracia trasluce de toda la obra de Tolkien y es revelada por el lenguaje simbólico del Mito: es el don del Espíritu Santo lo que necesita el hombre para conseguir la salvación; Ésta sana y perfecciona a la naturaleza humana herida y limitada por el pecado. Es la Gracia el extraordinario secreto de los héroes de Tolkien, tal como, según Chesterton, la alegría es el gigantesco secreto del cristianismo.
La Gracia de la fe cristiana que completa y da esperanza al estoico heroísmo pagano, del cual Tolkien había escrito en su comentario a Beowulf: "Estimamos en cada modo a los antiguos héroes: hombres prisioneros de las cadenas de circunstancias o de su propia índole, lacerados por el conflicto de deberes igualmente sagrados, que mueren con los hombros al muro". Según el estudioso escocés William P. Ker, conocido medievalista, los dioses del Norte estaban de la parte justa, aunque no siempre vencedora. De Ker, Tolkien destacó esta anotación: "el partido vencedor es aquel del Caos y de lo irracional pero los dioses, que son derrotados, piensan que esta derrota no es una confutación". A. su vez el héroe cristiano es diferente, porque tiene una conciencia diferente del destino, que es designio de Dios y no destino inexorable. "Un cristiano era (y es) como sus antepasados, un mortal encerrado en un mundo hostil. Los monstruos quedaban como los enemigos de la humanidad, la infantería de la antigua guerra, inevitablemente se volvieron los enemigos sólo de Dios, el eterno caudillo de la nueva guerra".
Tolkien ha inventado un mundo en el cual no esta presente el Dios cristiano, pero que tanto menos puede ser definido "pagano": la Tierra de Medio es un mundo pre-cristiano, el mundo de una pregunta que espera la respuesta, que espera el manifestarse definitivo de lo divino. Aquí, Dios es un dios escondido. Él ha creado el mundo, lo ha llenado de criaturas, y por lo tanto ha quedado oculto. No hay la Revelación, y esto determina la atmósfera de los cuentos que es esencialmente de nostalgia: los Elfos, los primogénitos de Dios, son las criaturas que más profundamente advierten este deseo de retorno a los orígenes, a la Tierra más allá del extremo occidente de que saben que provienen. Dios no es adorado, en los cuentos tolkienianos, no se le rinde homenaje, no es objeto de culto, pero es buscado, con un sentimiento vehemente y melancólico. Al Origen tienden los Elfos, criaturas inmortales, al Origen tienden los hombres de los reinos númenóreanos. Quien para huir de su propia suerte inevitable, quien para saborear la belleza y la perfección primordial. Sobre el camino de esta búsqueda hay - inexorablemente - el mal o sea la mentira, la envidia, la división. Satanás - el que separa - es el tentador que aparece en Melkor o Sauron, su servidor.
El retorno del paganismo en la modernidad fue atacada y ridiculizada inexorablemente por uno de los maestros de Tolkien, Gilbert Keith Chesterton, que escribió en su ensayo Heretics: "Cuando, en el Renacimiento, fue repuesto sobre el trono, por primera vez el paganismo se reveló una religión por el simple hecho de que sus fieles pudieron destruirla. Fueron necesarios tres siglos, pero al final lo redujeron a nada. Nunca nacieron personas que fueran tan anacronísticas cuanto los seguidores del neopaganismo. Porque ésta es la segunda muerte de los dioses, una muerte después de la resurrección. Y cuando un fantasma muere, muere para siempre". Nada se encuentra en Tolkien de este neopaganismo necrófilo, que ha logrado producir, en el 1900, sólo tétricas parodias de lo sagrado como aquel totalitarismo neonazista que, decía Tolkien, había pervertido el noble espíritu del Norte, un espíritu eminentemente cristiano.
Purísima realización de lo dicho es la breve novela Il Cacciatore di Draghi (Bompiani, 2001), la cual desvía de las usuales referencias fantásticas para echar luz sobre un Medioevo luminoso y llena de sencilla ironía.
No hay nada de paganismo, tampoco de maniqueísmo: en Tolkien no existe un dios del mal, tampoco criaturas malvadas desde el origen; el mal siempre es el resultado de una elección precisa, de una transformación, y también las criaturas más horrorosas son la consecuencia de la acción de la maldad sobre una naturaleza buena creada por Dios. Es raro notar como las mismas criaturas más nobles y de ánimo más elevado – como los elfos - puedan ser transformadas en seres bestiales y repelentes tal como los ogros: es un poner en guardia frente a los peligros o a las seducciones del mal, que no ahorran por cierto tampoco a las criaturas más sabias y desarrolladas. A la rebelión de Melkor también se unieron algunos Maiar, espíritus Ainur de secundaria importancia respecto a los Valares. Entre ellos algunos se convirtieron en Balrog, potentes demonios del fuego, otros - como Ungoliant - asumieron los monstruosos aspectos de una enorme araña, otros en fin se volvieron famosos como brujos y señores de la guerra. Es el caso de Sauron, el que se habría convertido en el oscuro Señor de Mordor o bien en el Señor de los Anillos, y cuyo nombre en quenya significa "el abominable". Él estuvo entre los primeros Maiar que siguieron a Melkor, volviéndose así su lugarteniente, jefe de sus milicias. Además de ser brujo y potente guerrero, sobresalía en las artes de la mentira y del engaño, en particular respecto a los hombres, las criaturas que son más fácilmente presa de sus artes.

"Mordor" o bien el problema del mal

El problema del origen del mal es desarrollado en la mitología tolkieniana en un modo próximo a la interpretación cristiana, no al fatalismo del antiguo paganismo.
El autor sigue de cerca el pensamiento de algunos padres de la Iglesia en la representación de los hechos de los orígenes: Melkor se rebela apenas entra en conocimiento del plan de Ilùvatar de llenar la tierra de criaturas como los elfos y los hombres, tal como Lucifer, según lo que escribía San Bernardo de Claraval, se opuso a Dios a motivo de la encarnación, es decir del descenso de Dios en el mundo bajo forma humana por amor de los hombres mismos. También para un filósofo y teólogo medieval, el franciscano escocés Duns Scoto, la rebelión de Satanás ha que reconducirla a la envidia por el amor que Dios decidió volcar sobre la humanidad a través de la encarnación, envidia por Jesuscristo y por la unión Hipostática.
Tolkien precisó qué quisiera representar en el conflicto entre el bien y el mal, entre la religión del verdadero Dios y la idolatría, en una carta: "en el Señor de los Anillos el conflicto fundamental no concierne la libertad, que sin embargo es comprendida. Concierne a Dios y el derecho que Él sólo ha de recibir honores divinos."
La respuesta a las seducciones del Pecado, parece enseñar Tolkien, consiste en recordar, en hacer memoria, tal como el cristiano recuerda y revive cada día en la Eucaristía un acontecimiento bien preciso: la muerte y la Resurrección de Cristo. Tolkien teme, frente al avance destructor de la modernidad tecnológica e irreligiosa, la desaparición de la memoria, de la Tradición y la llegada de tiempos de aridez, de materialismo, de mentira. Se podría pensar que el escritor inglés expresara una concepción decididamente pesimista, y hasta catastrófica, mientras en realidad, como hemos leído en cada una de las palabras que él en la conclusión del Señor de los Anillos hace pronunciar a Gandalf, el suyo es simple realismo cristiano, consciente de las pruebas a las que estamos llamados a sostener, pero también cierto de la victoria final que le corresponde a Dios.
"La tragedia de la gran derrota en el Tiempo" dijo Tolkien "queda punzante por un momento, pero deja de ser importante al final. No es una derrota, porque el fin del mundo es parte del designio del Creador, el árbitro que está por encima del mundo mortal. Detrás, aparece la posibilidad de una victoria eterna, (o de una eterna derrota,) y la verdadera batalla es entre el alma y sus adversarios. Así, los viejos monstruos se volvieron imágenes del espíritu o de los espíritus del mal, o más bien los espíritus malvados entraron en los monstruos y tomaron forma visible en los cuerpos horrorosos de la imaginación pagana."
Quien quiera hacer experiencia de una lectura que conforta, divierte, pero aumenta y dirige el alma al bien, deberá leer J.R.R.Tolkien en forma integral, ya que desaconsejo la atractiva Antología de Tolkien,( Bompiani, 2000).
Para descubrir que, al final, es noble y fascinante, bajo estos cielos, el destino del hombre viator, peregrino en camino, "hombre extranjero en un mundo hostil, comprometido en una lucha que no puede vencer hasta que el mundo durará". El secreto de este poema cristiano escrito medio milenio después del fin de la Cristiandad es un secreto de confianza: a cada hombre le han asegurado que sus enemigos también son los enemigos del Señor, y que su coraje, en si mismo noble, es también la más alta lealtad."

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