Vírgenes como marido y mujer. El esplendor de la familia
autor: Luigi Giussani
Antonio Sicari (entrevistador)
fecha: 1990
fuente: A. Sicari, "Conversazione sul matrimonio", en Breve catechesi sul matrimonio (Breve catequesis sobre el matrimonio), Jaka Book, Milano 1990.
Largos extractos en Vergini come marito e moglie. Lo splendore del matrimonio e della famiglia in un fenomenale dialogo con don Luigi Giussani (Vírgenes como marido y mujer. El esplendor del matrimonio y de la familia en un fenomenal diálogo con don Luigi Giussani)
traducción: María Eugenia Flores Luna

El domingo 22 de febrero se cumple el décimo aniversario de la desaparición de monseñor Luigi Giussani. Por gentil concesión de la editorial Jaca Book, reproponemos en seguida amplios fragmentos de su “Conversación sobre el matrimonio” con el teólogo Antonio Maria Sicari. El diálogo está contenido en Breve catequesis sobre el matrimonio (1990), libro firmado por el mismo Sicari.

Para poder dar a mi libro sobre el matrimonio una viva conclusión, he pedido a monseñor Luigi Giussani, fundador de Comunión y Liberación, poder revisar con él, conversando, al menos las páginas más decisivas. El motivo de la decisión es para mí obvia: entre todos los sacerdotes que conozco, ninguno sabe hablar, como él, de la virginidad cristiana.
Puede parecer sólo una paradoja, pero eso hace evidente el corazón del misterio cristiano. Los dos grandes mandamientos («amar a Dios con todo el corazón, el alma y las fuerzas» y «amar al prójimo como a sí mismo») se han unificado en uno solo, desde cuando Dios se ha hecho nuestro prójimo en Cristo: el prójimo más cerca, talmente cerca de tocarnos cada instante con los signos de su Encarnación, de nutrir cada día con su propio Cuerpo.

Clemente Alejandrino atribuye a Jesús esta palabra no escrita: «¿Has visto a tu hermano? ¡Has visto a tu Dios!». Pero usar de inmediato esta esplendente indicación para idealizar la fatigosa presencia de las criaturas, sería sólo duro moralismo.
Antes aún ella nos invita mirar a Cristo con los mismos ojos de Pedro, Santiago, Juan y de todos los santos, por los cuales Cristo se ha vuelto hermano de todos los días («¿Me amas tú más que todos estos…?»).
Este amor inmediato a Cristo – el saber ver la creación entera y todos los hombres como signos de Él y amarlo atravesando cada otro amor y cada otro afecto – es la «virginidad».
Quien en la Iglesia recibe tal vocación, la recibe para todos.
Monseñor Giussani ama decir: «Quien vive la virginidad cristiana como estado de vida es como un índice apuntado, a la comunidad, para decir a todos: ¡recordemos quiénes somos!»
Por tanto quien vive virginalmente y se hace educador de jóvenes en los «consejos evangélicos» (Monseñor Giussani lleva en el corazón centenares de ellos, a los cuales ha dado el nombre de Memores Domini, es decir: «Los que recuerdan – a sí mismo y a los otros - al Señor») está particularmente habilitado a comprender y describir aun aquel misterioso entrelazamiento de naturaleza y gracia que es el sacramento conyugal. A los ojos del mundo, haría falta llamar sólo a unos cónyuges para discutir sobre la experiencia conyugal. A los ojos de la Iglesia, la conversación de dos «Vírgenes» sobre el argumento tiene un interés privilegiado. Así como sería fascinante poder escuchar a ciertas parejas de esposos «cristianos» mientras discuten juntos sobre el misterio de la virginidad consagrada.

SICARI. Quisiera iniciar nuestra “conversación sobre el matrimonio” retomando la frase de San Agustín puesta en la apertura de este libro «¿Quid tam tuus quam tu? Sed quid tam non tuus quam tu, si alicuius est quod es? - ¿Qué es tan tuyo como tú mismo? ¿Pero qué es menos tuyo que tú mismo, si lo que tú eres pertenece a otro?».
Es extraída del Comento al Evangelio de san Juan, allí donde Jesús dice: «Mi doctrina no es mía, sino del Padre que me ha mandado». San Agustín resuelve por tanto la aparente contradicción («mi doctrina no es mía») recordando la total pertenencia de Cristo al padre.
Esto nos lleva enseguida al corazón del problema, al tema de la pertenencia en su forma más total y radical…

GIUSSANI. Sí, esta frase sintetiza, también para nosotros los hombres, una de las intuiciones más profundas: que el contenido de la propia autoconsciencia se revela en la pertenencia a otro y como pertenencia a otro. Eso es evidente sobre todo en el niño: toda la consciencia que él tiene de sí mismo está en la pertenencia, experimentada como un bien, al padre y a la madre. De otra manera es impedido el desarrollo mismo de su consciencia.

SICARI. Hablemos ahora de la “pertenencia conyugal”, aquella que comienza a realizarse desde el primer enamoramiento…

GIUSSANI. Para una persona adulta, aunque es muy joven, la pertenencia a otro ser humano no es el primum; primero viene el sentimiento de sí mismo, de la propia personalidad. Cuanto más este sentimiento de sí mismo es profundo y verdadero, tanto más uno es capaz de pertenecer a otro. Pero aquí descubrimos el secreto más interesante: que para haber un sentimiento de sí mismo que sea digno, consistente, operativo – diría casi “definitivo” de la propia persona – hace falta percibir una pertenencia aún más original: aquella que concierne a Cristo, de Uno que nos redime de nuestra fragilidad, de la consternación de la precariedad.

SICARI. Se trata por tanto, inicialmente, de una experiencia circular: perteneciendo a los propios padres se adquiere consciencia de sí mismo, habiendo consciencia de sí mismo se vuelve capaz de donarse, de pertenecer nuevamente, a la persona amada. Pero ¿cómo se inserta en este proceso la necesidad de pertenecer a Cristo?

GIUSSANI. Cuando la pertenencia solicitada es total y empeña toda la vida (y así es en el matrimonio), hace falta que el sentimiento de sí mismo sea adecuadamente profundo. Entonces nos damos cuenta que ya no basta la consciencia de sí mismo tomada de la pertenencia al proprio origen terrenal (padre, madre). Tiene que ser tomada de la pertenencia total a Quien nos ha hecho, al Dios de nuestra vida.

SICARI. Regresemos por ahora a la fase aún instintiva, aún inmediata y no reflexiva: uno siente la necesidad de pertenecer totalmente a la persona de la cual se va enamorando; ¿esta primera evidencia cómo puede hacerse pedagogía para descubrir o redescubrir aquella pertenencia más radical de la que hablamos? ¿Cuál es el camino por recorrer?

GIUSSANI. El camino únicamente aceptable me parece aquel del estupor. Aquí: nace el estupor por el encuentro hecho, en èse está implícito el sentido de una Gracia, de un don. En efecto se trata de una pertenencia nueva que nace de circunstancias no programadas, no previstas. Pero se necesita una cierta sensibilidad de corazón para darse cuenta. También en tal caso, sin embargo, no es posible descubrir todo el valor de aquel presentimiento o de aquel estupor, si no se encuentra un maestro y una compañía en las cuales ya esté viva la consciencia que todo nos es donado por Dios. (…) En el barullo de hoy, a menudo aquel estupor apenas mencionado, difícilmente logra ahondarse. Todo se vuelve enseguida habitual, todo es debido, mecánico. Por eso es siempre necesario un encuentro ulterior, el encontrarse en una realidad ya consciente de las implicaciones más profundas.

SICARI. Una realidad que eduque: ¿una comunidad? ¿Un sacerdote? ¿Otra pareja de esposos? ¿Una persona consagrada?

GIUSSANI. La comunidad cristiana es cierto un lugar donde las implicaciones contenidas en aquel primer estupor pueden ser explícitas: en las conversaciones, en las reuniones, en alguna experiencia en que se capten detalles que abran un horizonte nuevo. Pero se hace indispensable luego un encuentro personal: no importa que sea un sacerdote, una persona casada o uno que ha decidido vivir virginalmente, importante es que se trate de una persona que haya hecho una verdadera experiencia afectiva hacia Dios. Ciertamente, un sacerdote o uno virgen deberían ser críticamente más conscientes de este pasaje.

SICARI. Pero esta persona «críticamente consciente» ¿qué debe ofrecer exactamente, qué cosa debe hacer percibir a dos muchachos que prueban simplemente el estupor, la gratitud por un encuentro de amor ocurrido así naturalmente?

GIUSSANI. Debería hacerles percibir dos cosas. Ante todo que la naturaleza del acontecimiento, de su encuentro de amor, es la Gracia: don hecho por Otro al cual pertenecen el mundo y todas las personas, y que, a través de sus vías misteriosas, ha provocado aquel encuentro movilizando un número infinito de circunstancias aparentemente casuales; y en tal modo Él ha creado “para ti” un momento pleno de significado y de sentimiento. En segundo lugar, el educador debería hacer percibir la profecía contenida en aquel mismo encuentro: el estupor es decir promete una pertenencia y un poseso que se volverán mucho más fuertes, mucho más ricos, cuanto más habrán vivido en la obediencia al gran Señor, descubierto como origen de la gracia.

SICARI. Sin embargo este dúplice descubrimiento (de la criatura estupefacta y de la promesa de cumplimiento sobreabundante) queda a nivel de simple “sentido religioso”. ¿Pero cómo se puede hacer percibir a dos muchachos enamorados también el rostro personal de Cristo?

GIUSSANI. Mira, ya en el rostro de aquel que revela a los muchachos el sentido y el fin de su estupor, ellos reciben una cierta percepción de que aquel Dios del cual se habla se ha hecho presente, ha entrado en su historia.
Si dos muchachos no sólo se encuentran entre ellos, sino encuentran también a quien revela el sentido de su amor, ya tienen una experiencia de la encarnación de Cristo: es en efecto Cristo que los alcanza en el misterio de su Iglesia, en la presencia de su “testigo” o ministro.

SICARI. Sucede sin embargo que los muchachos te digan: nuestro amor lo sentimos muy concretamente, ¡mientras el amor de Cristo es tan vago, tan “espiritual”…!

GIUSSANI. Que Cristo haga sentir su concreción corpórea, resucitada, aun eso es una gracia suya… una gracia que luego será cada vez más confirmada: negativamente por la percepción de los límites del amor humano, de la fragilidad, de la precariedad inevitable e incluso dolorosa; y, positivamente, por el hecho que es siempre posible ahondar más profundamente en aquel signo, en aquel “sacramento” que es el amor entre hombre y mujer.

SICARI. ¿Cada hombre pues lleva en sí mismo tal profundidad, en la cual el encuentro con Cristo se hace siempre más concreto cuanto más uno entra?

GIUSSANI. Es una profundidad que viene abierta por el amor humano, y que Cristo puede usar misericordiosamente para hacerse percibir. Es como el albor del día escatológico, como anticipación de una pertenencia y de un poseso infinitos. Por otra parte en cada experiencia estable del amor, en la vida concreta de cada familia, nos damos cuenta que el poseso es mucho más potente, profundo y verdadero cuanto es más realizado en una distancia.

SICARI. La familia por tanto educa a la pertenencia y aún, a una distancia. Es decir es ya intensamente visible en el desarrollarse de toda la problemática familiar. Me parece sin embargo que el sentido de este ritmo de pertenencia-destaco sea aún más profundo de cuanto no parezca a primera vista.

GIUSSANI. La distancia suprema se alcanza allí donde la mirada de amor se lleva directamente en el Destino del otro. En la vida de la familia al comienzo la distancia es aconsejada y casi exigida por los inevitables límites y por las cargas consiguientes, que tantas veces pueden también generar cansancio e incapacidad para perseverar en la relación. Pero justo para atravesar también este cansancio y estas desilusiones, justo para rescatarlas, la única modalidad racional es aquella de seguir la lógica última del amor que es la pasión por el destino de la otra persona.

SICARI. La familia es el primer lugar en que se conjugan juntas la idea de libertad y aquella de pertenencia. En el momento inicial, del amor, a todos es evidente que pertenecer y ser libres no son dos experiencias contradictorias entre ellas, sino tienden más bien a identificarse. Todos lo constatan en los momentos más «humanos» de su experiencia. ¿Cómo sucede entonces que luego construimos un mundo en el cual estas ideas, estas dos experiencias son tan traumaticamente divergentes?

GIUSSANI. Eso sucede porque la libertad tiende a ser identificada con la instintividad, y la pertenencia tiende a ser identificada con un vínculo que hay que padecer, como prisión. Pero, en el momento del amor, todos sabemos que la libertad es más grande precisamente allí donde el poseso y el ser poseídos son más intensos. Hay sin embargo una condición intrínseca: que el poseer y el ser poseídos (la reciproca pertenencia) sean vividos como ayuda, en función del propio Destino, que es Cristo.

SICARI. Y sin embargo el término posesión evoca inmediatamente algo repugnante. Todos afirman que no se quiere y no se debe ser poseídos. ¿En que sentido el amor al Destino rescata y hace buena la experiencia de la posesión?

GIUSSANI. La posesión, realizada o padecida, se vuelve repugnante cuando está en función de un cálculo en la persona. Mientras el amor al Destino del otro (y en este amor uno ama también inseparablemente, el propio Destino) permite llegar juntos en el modo justo a la posesión y la libertad.

SICARI. Quisiera insistir un poco sobre esta extraña contradicción: si hay una evidencia natural que Dios nos ha donado (en el don mismo del nacimiento, de nuestro haber sido niños, de nuestro haber tenido una familia) es justo ésta: que la pertenencia es una cosa buena y que es justo ella que hace posible la libertad. Luego ¿qué interviene para arruinar esta primera evidencia? El adulto que dice orgullosamente: libertad significa “no pertenecer”, no depender de ninguno; pertenecer y depender son sólo humillaciones, esclavitud… ¿Qué le ha sucedido?

GIUSSANI. Podremos ver una prueba del pecado original, entendida como lo que ha hecho posible una tal distorsión. Pero la razón más inmediata es la falta de ducación, más bien la contra-educación: los dones que nos vienen de la naturaleza, si no se hacen evidentes en sus razones, quedan atrofiados: vienen usados de modo mezquino, frágil, o más bien sin ninguna discreción: sufren, en todo caso, violencia. Y esto sucede inevitablemente cuando la realidad humana no encuentra a Cristo: La naturaleza sin Cristo está anquilosada, se obnubila, se altera.

SICARI. E incluso hay familias no creyentes que manifiestan una bella capacidad de construir relaciones verdaderas, uniones estables…

GIUSSANI. He conocido también yo alguna. Pero he notado que aquellas relaciones y aquellas uniones se mantenían siempre dentro de ciertos límites.
Teóricamente hay ejemplos magníficos, pero si se mira a fondo, hay niveles a los cuales su unidad no llega o no resiste. Les falta completarse. De toda manera es verdad que Dios puede hacer surgir hijos de Abraham aun de las piedras. El modo de actuar del Espíritu Santo no podemos acabarlo u obligarlo; el Señor puede hacer crecer con simplicidad y verdad también hombres que no lo han conocido. Pero casi siempre hay en ellos una última melancolía, una última incerteza: es como ver el mar cuando ha habido mucho calor, que no se ve bien el horizonte.

SICARI. Regresemos a aquella «ineducación» de la cual hablabas…

GIUSSANI. Es más bien un plagio operado por la mentalidad dominante; un plagio que inyecta su veneno en la educación, y esta última tanto más se dilata cuanto más retrocede a la influencia de la Iglesia. Es decir coincide con la ausencia de razones, con el obscurecerse de la consciencia, con su restricción. Sobre esta restricción luego la sociedad desarrolla su poder.

SICARI. ¿Es por eso que hoy el poder tiene interés en destruir las uniones familiares estables?

GIUSSANI. El interés del poder es dúplice: antes que nada, destruyendo esta unidad-compañía primordial del hombre, el poder logra tener frente a sí mismo a un hombre aislado: el hombre solo y sin fuerzas, es privado del significado de destino, desprovisto del sentido de su última responsabilidad: y se inclina fácilmente al dictado de las conveniencia.

SICARI. Por tanto detrás de todos los sedimentos sociales relacionados con la familia (aborto, divorcio, convivencias, permisivismos sexuales, etc.) existe siempre un mismo objetivo: aquel de hacer olvidar que libertad y pertenencia son la misma cosa…

GIUSSANI. Ciertamente porque así el hombre queda un pedazo de materia, un ciudadano anónimo. La familia es atacada para hacer que el hombre esté más solo, y no tenga tradiciones de modo que no ocasione responsablemente algo que pueda ser incómodo para el poder o que no nazca del poder. La segunda razón, más profunda, es ésta: que destruyendo la familia se ataca el último y más fuerte baluarte que resiste naturalmente a la concesión cultural que el poder introduce, del cual el poder es función: vale decir, entender la realidad atomísticamente, de manera sólo material, una realidad en la cual el bien sea el instinto o el placer, o mejor aún el cálculo.

SICARI. Yo pienso que el problema más grave de la Iglesia de hoy esté en el modo en el cual muchos cristianos conciban la relación entre naturaleza y sobrenatural: o en modo espiritualista (en el cual la fe no tiene que ver con la vida concreta) o de modo moralista (la fe no tiene que ver, sino sólo como apoyo ético de un proyecto natural). En ambos casos se olvida la unión sustancial con el cual Dios ha puesto juntos lo que es natural y lo que es sobrenatural, de modo indisoluble, en un único orden. Ahora me parece que justo por este motivo el futuro de la fe se juegue en la familia. El matrimonio es la única realidad natural que se vuelve sobrenatural (sacramento) sólo por el hecho de ser el gesto de dos bautizados.
En el sacramento del matrimonio, el problema de la relación entre naturaleza y sobrenatural es aclarado en la raíz:
El matrimonio-sacramento es el punto de la historia en el cual la realidad y aquella sobrenatural más perfectamente se insertan la una en la otra sin confundirse, en virtud del bautismo, en virtud de la fe.

GIUSSANI. Quiere decir que ahí donde la naturaleza se expresa más, más demuestra haber sido indisolublemente ligada a lo sobrenatural…

SICARI. Si, en la familia la naturaleza humana se expresa en toda su concreción: cada cosa, incluso la más material (la casa, el trabajo, la comida…), todo viene finalizado y humanizado. Por eso creer que el matrimonio es un sacramento sugiere también un modo total de considerar el proprio ser cristiano: impide a la raíz todo dualismo, todo falso espiritualismo. ¿Qué falta entonces en el modo habitual con el que se educan los jóvenes para entender el sacramento del matrimonio?

GIUSSANI. Falta la fe en su verdadera naturaleza. Hay en el mejor de los casos una preocupación moral digna y un vago sentimiento de sujeción a Dios. En cambio hace falta mirar a la familia como el ejemplo más impresionante de la Encarnación.

SICARI. Es como la primera vez, cuando el hijo de Dios ha aceptado encarnarse en el útero de una mujer que se ha vuelto «su madre», y entorno a este misterio se ha formado una familia, una verdadera familia, donde sin embargo cada uno ponía en sí mismo el signo de la propia identidad secreta, misteriosa. Este signo era la virginidad. Eran «vírgenes» todos en la sagrada familia: María, Jesús, José: e incluso estaban verdaderamente, físicamente unidos entre ellos. Era un verdadero matrimonio. Era una verdadera familia. Pero el signo «concreto» de la virginidad hacía que cada uno estuviera en relación inmediata con el Padre celeste. Cada uno a su modo. Cada uno en su tarea, por una misión, un destino. Fue eso que realizó el ejemplo más magnifico. El modelo para todos en la iglesia, casados o vírgenes.

GIUSSANI. Cuando me invitan a celebrar las bodas, yo a menudo pido que durante la liturgia sea cantado también el himno al Espíritu Santo, para que cada vez pidamos un milagro, como aquel de la Encarnación. Pidamos que Dios tome y transforme la naturaleza humana.

SICARI. Justo aquí yo creo que se inserte del modo más autentico la problemática moral. La moral cristiana no es posible, no libera, si no nace de un estupor frente al don de Dios, si no es respuesta humilde y generosa a la grandeza del don que Dios nos hace. Por tanto hace falta primero educar a los cristianos al estupor delante del milagro de su matrimonio. ¿Pero qué es lo que hace percibir como buena, posible, la concreta ley moral: aquella, por ejemplo, que gobierna la vida sexual?

GIUSSANI. Para amar la moral cristiana y observarla, hace falta estar involucrados concretamente en el hecho de Cristo, hace falta que Cristo se convierta verdaderamente en el Señor de todos, hasta amar obedientemente las leyes que Él ha puesto en su creación. Hace falta que en casa domine Cristo.

SICARI. E incluso es más frecuente encontrar a Cristianos, también entre nuestros amigos, que están fastidiados por el hecho que el Papa hable a menudo de la moral sexual. Dicen que aquellas cosas ya no las entiende nadie y que de todas maneras ya es necesario insistir en otra cosa. Hace falta precisamente volver hacer la evangelización, dicen, hace falta volver a donar el estupor delante de Cristo, ya no es posible partir de la ética o insistir inmediatamente sobre eso.

GIUSSANI. Yo no estoy para nada de acuerdo. Y por dos motivos diversos, aun ligados entre ellos. El primero es que el Papa insiste sobre los aspectos fundamentales, esenciales para la construcción de toda sociedad: el valor de la persona, de la racionabilidad del “acto”. Se trata del hombre; es la naturaleza del hombre que está en juego en aquellos problemas sexuales que parecieran tan particulares. El segundo motivo es que un cristiano, cuando reflexiona sobre las indicaciones del Magisterio, aunque le parezca que eso venga de lejos, está obligado enseguida a encontrar la imponencia de Cristo en su vida.

SICARI. ¿Pero es justo decir que, para una nueva evangelización, es necesario partir no de la ética sino de la estética?

GIUSSANI. No es necesario simplificar demasiado. Justo este Papa que impulsa la nueva evangelización habla mucho de la ética sexual, porque ella toca ahora los puntos fundamentales, aquellos en los cuales es salvada la dignidad misma de la persona humana. Y esto es ya un hecho profundamente estético, porque si es salvada la santidad de la persona, entonces el esplendor de la presencia de Cristo en el mundo conmueve. La moral, cuando toca las bases de la existencia, es la estética de lo que es dado, de la creación, del don. Se trata de poner en juego el estupor de la creación, la verdad de la creación. La moralidad hace a la persona sintónica al movimiento de la creación en la cual ella se encuentra involucrada; entonces renace el esplendor de la creación. El esplendor está allí donde la moralidad es salvada.

SICARI. Quisiera insistir aún un poco sobre esto, porque lo encuentro fundamental desde el punto de vista pedagógico.
Se dice: hace falta proponer de nuevo el hecho de Cristo, no una ética.

GIUSSANI. Pero si no se llega a una ética, no se comprende el hecho de Cristo. No se está involucrado en el hecho, si no se entra en el movimiento moral que el hecho implica.

SICARI. A veces sin embargo se escucha decir, aun por personas autorizadas: si fuera por las indicaciones morales, yo no estaría en el cristianismo porque sería sólo asumirse más cargas. Me quedo porque me da alegría, satisface mis exigencias…

GIUSSANI. Yo estoy en el cristianismo porque es la verdad; porque reconocer el hecho de Cristo y su presencia me convierte, me impulsa, me atrae a cambiar mi modo de entrar en relación con todas las cosas, me vuelve más verdadero incluso en los particulares. Encontrando el hecho cristiano, también la relación afectiva se vuelve más dolorosa y más verdadera: se acepta un mayor “dolor”, porque se lo quiere más verdadero. Cuando una mujer ama a un hombre, si su empresa lo envía por seis meses a América, ella lo espera, tiende hacia él, queda unida a él. El hecho estupefaciente de su amor, de su unidad está dentro de la seriedad ética de su recíproca espera.

SICARI. ¿Quiere decir que hay un nivel de la cuestión en el que “ética” y “estética” coinciden?

GIUSSANI. Yo diría que la verdadera estética es aquella que nace de un destino percibido como inmanente al movimiento de la realidad. La verdadera estética es siempre ética.
SICARI. ¿Es según tú, importante predicar aun hoy a los novios la castidad prematrimonial, sin descuentos o concesiones de algún tipo?

GIUSSANI. Pero ¡cierto! Porque sin virginidad no aprenden a poseerse verdaderamente: poseer es amar y, en el gesto, buscar y amar el Destino del otro. El gesto debe ser determinado por el destino del otro. El gesto se hace si es necesario para cumplir la tarea que el Destino asigna.

SICARI. Precisamente, hay hasta sacerdotes que sostienen que los gestos íntimos del amor son necesarios para los novios, para conocerse mejor, para prepararse…

GIUSSANI. Es un juicio escuálidamente sentimental. El decir que se quieren mucho es un artificio. Amar es desear el Destino, es decir desear que Cristo venga. Pero Cristo viene a través de las circunstancias de la vida, integralmente respetadas en su naturaleza. Y la naturaleza del noviazgo es la promesa, no la anticipación furtiva y limitada. De otro modo sucede justo lo que decíamos antes. Diciendo a los dos Novios: «… ¡con la condición de que se quieran mucho!», se separa el Destino de los «hechos». Se desperdicia sea el momento estético que aquel ético.

SICARI. ¿Qué quiere decir propiamente que «casarse significa asumirse la vocación del otro como propia»?

GIUSSANI. Significa que cada uno de los esposos ya no puede realizar la tarea que Dios le ha confiado (es decir construir la Iglesia) si no en la unidad con el otro.

SICARI. A menudo sin embargo ocurre que uno de los dos se sustrae voluntariamente a este servicio eclesial. ¿Entonces el otro, que también lo desea, como puede realizar su vocación?

GIUSSANI. La unidad no es necesariamente correspondencia. La unidad es la verdad de la unión con el otro; es la fidelidad no obstante todo. Si pienso en la fidelidad de ciertas mujeres ¡prácticamente abandonadas!…

SICARI. Cuando a un cónyuge le sucede de ser precisamente, físicamente, abandonado, de quedar solo, ¿qué sentido tiene entonces la fidelidad?

GIUSSANI. El sentido se puede encontrar sólo descubriendo el aspecto “virginal” de la propia vocación. Mira bien que este aspecto estaba presente aun antes, aun cuando la relación perduraba. Era ya la esencia de la relación conyugal. En la dramaticidad injusta del abandono, el aspecto virginal emerge con una evidencia dolorosa, pero igualmente capaz de ser salvadora.

SICARI. ¿Cómo explicarías mejor este valor a quien siente solamente la herida del abandono?

GIUSSANI. La vocación es una tarea a favor de la Iglesia, que Dios nos confía a través de las circunstancias de la vida. Hay dos tareas fundamentales: el matrimonio que tiene la función de generar nuevos seres (éste es su significado profundo, aunque si hoy muchos lo quieren hacer pasar en segundo plano) y la virginidad que tiene en cambio la función de reclamar a todos la “forma ideal”. Por eso quien vive de verdad el matrimonio cristiano tiene una gran estima por quien en la Iglesia encarna la vocación virginal. Tornando al caso del cónyuge abandonado: sucede que, a través de la contingencia terrible del abandono, uno es llamado a ir hasta el fondo del valor sobre el cual su matrimonio estaba constituido: el ser en función de Cristo para construir la Iglesia. Se tratará entonces de vivir la espera, aparentemente estéril, con profunda humildad, aceptando una situación de virginidad, que parece solamente impuesta, en cuanto ella no es sólo un “accidente”, sino pide descubrir la raíz profunda. Es en esta “virginidad radical” que necesitará construir la propia paz, el propio ser misionero, el don de sí mismo a la Iglesia.

SICARI. ¿Lo mismo vale para quien, incluso deseándolo, no logra casarse?

GIUSSANI. Sí, las vocaciones no son tres, más bien la vocación es única, aquella cristiana con dos diferentes flexiones. A quien no logra casarse o no puede realizar un matrimonio, yo digo: mira, el origen de todo ¿dónde está? Está en nuestro deseo de poseer y de ser poseído. Pero para quien ama a Cristo este deseo es señal de la relación con Él, sustancialmente ya realizado e incluso siempre por construir, por experimentar. Cualquier cosa que suceda, cualquier desviación sufra nuestro deseo de poseer y de ser poseídos, hace falta unirse a la naturaleza original de este deseo. Sólo eso permite vivir sin frustración el sacrificio de aquella unión que resulta históricamente imposible.

SICARI. ¿Por qué la Biblia y los místicos, cuando quieren hablar de la relación íntima de la criatura con Dios, de la «alianza», usan de preferencia el simbolismo y el lenguaje conyugal?

GIUSSANI. En el diseño de Dios, en el diseño de la creación, el matrimonio es la «primera» realidad: custodia naturalmente la evidencia de la unidad, de la pasión por el otro. Pero cuando Dios se acerca, sobre todo cuando Cristo viene, Él personalmente, esta realidad primera se vuelve segunda, se vuelve signo, sacramento.
Cuando es decir el Misterio demuestra su pasión por el hombre, cada amor apasionado se vuelve un símbolo. Esto los santos lo dicen y lo experimentan claramente. He aquí por qué es la virginidad que ilumina la verdad del matrimonio, y aun quien se casa es llamado a tener aquella nostalgia escatológica que se expresa en la virginidad.

SICARI. ¿Cómo ves tú el misterio de la diversidad sexual, por el cual el ser humano concreto existe sólo en una de las dos formas posibles (masculinas o femeninas), como si fuera «mitad»?

GIUSSANI. Pienso sobre todo en el pacificante misterio de la unidad, en la Trinidad. Pienso que todo es signo muy lejano de la unión de Cristo conmigo, con todos los llamados, con toda la humanidad. Pienso que este común «destino» es una unidad que ya ahora se va realizando: «ya no hay ni judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, porque todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús». Este es el lenguaje profundo, misterioso de toda diferencia que aún experimentamos. Y es una cosa fantástica.

SICARI. ¿Quisieras explicarlo más?

GIUSSANI. La revelación del misterio, que Dios es unidad absoluta de personas diferentes (Trinidad), hace más evidente el Destino del hombre, el origen del Destino. Debemos participar en este misterio, estamos involucrados: deseamos recibirlo con todo nuestro ánimo y todo hace referencia a ello: Cristo, la Iglesia, el matrimonio. Más bien el matrimonio-sacramento (y la familia que nace de ello) es el lugar más cotidiano y habitual que ha sido concedido a los hombres para vivir de este misterio. En la unidad de la familia cada uno de nosotros ha comenzado a ser construido como persona.

SICARI. Aquello que dices me hace pensar en aquel examen de consciencia que Pavese escribió en 1936, en el cual – después de un análisis despiadado de la propia derrota humana – muestra intuir con una lucidez impresionante cómo el encuentro con una mujer amada le estaba dando la inesperada pero cierta posibilidad de renovarse, de salvarse. Quisiera pedirte un comento a este esplendido texto. Escribe pues Pavese: «E incluso… había encontrado la vía de la salvación. Y con toda la debilidad que había en mí, aquella persona me sabía atar a una disciplina, a un sacrificio, con el simple don de sí misma… El don de ella me alzaba a la intuición de nuevos deberes, me los volvía materiales delante de mí. Porque abandonado a mí mismo, he hecho la experiencia, estoy seguro de no lograrlo. Hecho carne y destino con ella, lo hubiera logrado, estoy seguro» Es un texto muy triste, porque es escrito después de la amargura del abandono y el desengaño. Pero, tomado como intuición de un don que hubiera sido posible, raramente he visto descrita la vocación conyugal con una terminología así bíblica, así «sacramental».

GIUSSANI. Es un texto bellísimo que me recuerda aquel aún más rico y positivo de Miguel Manara que, a su vez, describe luego aquello que veo ocurrir tan a menudo en nuestra comunidad: un muchacho que es un canalla encuentra a una cierta muchacha, y he aquí que «ella no es como todas las otras». Es una cosa nueva. Y después de seis meses la mamá de él me viene a decir: « pero sabe que mi muchacho ha cambiado, ¡ya no es él!». Ha sucedido justo este milagro: ella se ha vuelto la encarnación de un reclamo, de un destino: ¡se ha vuelto una vocación! ¡Y sí ella, a su vez, es una criatura totalmente aficionada a Cristo…! Que esto suceda porque existe Cristo: ¡he aquí la virginidad también en el matrimonio! Aquellos que no se casan «por amor a Cristo» deben hacer transparente esta afección en cada relación que viven, con cualquiera. Deben ser signo de su presencia que provoca a cada hombre.

SICARI. Muchas familias nuestras comienzan con un buen ímpetu ideal, pero luego fácilmente caen en el hábito, en el cansancio, en el aburrimiento. ¿Qué es lo que impide al ideal del sacramento volverse experiencia cotidiana?

GIUSSANI. El hecho que el ímpetu ideal a menudo no es fundado en la fe. No les sucede aquello que decía Mounier: «Hace falta sufrir para que una verdad no se cristalice en la doctrina, sino nazca de la carne».

SICARI. Prueba en cambio a describir una familia «fundada en la fe».

GIUSSANI. Una pareja cristiana nace, como todas las otras, por el afecto. Pero para dos creyentes el afecto es el sugerencia de Dios que dice: «Los quiero juntos». Por tanto: que Dios quiera que estemos juntos para enfrentar la vida y para caminar juntos hacia el destino, ésta es la esencia del porqué yo te quiero. En tal caso, el descubrimiento de los límites, el riesgo del hábito, todo está bajo vigilancia. La ruina y la pobreza de tantos matrimonios cristianos dependen de una doble causa: la primera es que los dos no han verdaderamente iniciado en la fe. La fe era una intención, no un ascenso, no un “sufrimiento” (en el sentido de Mounier) que hiciera nacer la verdad de la carne. La verdad de su relación es participar en el misterio de Cristo, hacer la voluntad del padre celeste: Pero estas cosas han sido sentidas como abstractas o hasta repugnantes. En segundo Lugar, los dos han continuado a creer que aquello que importaba era su quererse. En cambio era importante el cambiamiento de su amarse: convertir la experiencia de su amar, descendiendo a la profundidad del fenómeno, hasta darse cuenta de la gracia que allí habita, y absorberla.

SICARI. ¿Cuál es para una pareja, para una familia la prueba que indica si este cambiamiento ha ocurrido de verdad?

GIUSSANI. La prueba es simple: que en su vida ya no existe la “objeción” es, pues, la habitud no desgasta.

SICARI. Por tanto, si dos personas dicen: «Más pasa el tiempo, más nos queremos» ¿es señal que ha ocurrido la conversión de la cual hablas?

GIUSSANI. Es una indicación, pero aún imperfecta: hace falta además ver cómo este amor suyo se relaciona con la Iglesia. Deben tener consciencia de que su unidad implica todas las familias del mundo; y esto se manifiesta con pasión para que todas las familias del mundo conozcan y amen a Cristo. Deben tener es decir una tendencia “comunitaria” y “misionera”.

SICARI. No pienso que tu discurso coincida con aquel que actualmente se hace hablando de una “familia abierta”…

GIUSSANI. A menudo ésta es una expresión usada en sentido muy moralista, sociológica, que no toca la sustancia de la relación. La sustancia consiste en el hecho que la apertura sea pasión para que el misterio de Cristo trasforme en una sola cosa a todos los hombres, todas las familia. Es la pasión para que Cristo sea conocido. Es la pasión para la gloria de Cristo.
Para nuestras familias es esencial meditar a menudo el capítulo 17 del Evangelio de San Juan.

SICARI. ¿Cómo es que ocurre a veces que se vive esta pasión para hacer conocer a Cristo, sin embargo, justo allí donde la familia vive, en el edificio en el cual vive, no sucede absolutamente nada?

GIUSSANI. El criterio de la proximidad es importante. Una familia que no sienta un reclamo hacia quien vive más cerca a ella non es verdaderamente misionera, aunque se dedica a un Movimiento y a la Iglesia. Falta algo. Sin embargo ser sensibles a un reclamo no quiere decir que uno sea inmediatamente capaz de realizarlo. A menudo la misión hacia los «vecinos» es la más difícil. Pero el reclamo está constantemente presente, al menos como dolor de no lograr a realizar mejores relaciones.

SICARI. ¿A qué debería servir la oración en una familia?

GIUSSANI. La oración es siempre petición; es la criatura que se expresa como petición. En una familia la oración es petición para que se realice aquella «funcionalidad a Cristo» en vista de la cual las personas han sido unidas, para lo cual ha sido despertado su afecto. En una palabra: es petición que venga la Gloria de Cristo en el mundo, a través de su experiencia de amor, de unidad, de misión.

SICARI. ¿Qué indicaciones prácticas darías?

GIUSSANI. Digo siempre dos cosas: ante todo que aun en los peores momentos, incluso si dos cónyuges se hubieran pegado un momento antes, que digan siempre juntos una “Ave maría” a la Virgen. Incluso si se odian, ¡que la digan! En segundo lugar: que se reclamen con el ejemplo. Si uno ve al otro que dice el rosario, aun cuando él esté cansado y no tenga ganas de decirlo, sienta aún un reclamo que le hace bien. O bien: uno va a hacer la comunión y el otro no, pero es un reclamo. Aun cuando no parece, hay algo que siempre los une. Es siempre “oración común”, al menos un poco. Incluso la oración común “expresada” es útil, pero no en modo asfixiante. No hace falta hacer como ciertos novios que “oran juntos”, sin embargo no oran ellos.

SICARI. Hablemos un poco de los niños. Encontrando muchas parejas, algunas en crisis, me he convencido que una de las carencias más graves es ésta: tratan los problemas de la fidelidad, de la indisolubilidad de su unión, como si se tratase sólo de “valores” ideales, de “leyes”. Nunca han entendido que antes de ser “ideas” son “hechos”: los hijos son indisolubilidad viviente de la pareja, la fidelidad hecha carne.
Dios ha querido que las «propiedades» esenciales del matrimonio se hicieran evidentes e indiscutibles para dos cónyuges en la carne de los hijos.
El niño “juzga” todas las ideologías, todos los sedimentos que se hacen en el matrimonio. La fatiga a acoger a los hijos, las ganas de tener los menos posible depende quizá también de la capacidad de los cónyuges de estar hasta el final frente al misterio y al significado de la propia unidad.

GIUSSANI. La dificultad para acoger a los hijos nace del cálculo: si yo soy la medida de todo, entonces es justo medir también a los hijos (no sólo en la cantidad, sino hasta en la calidad). La fe en cambio nos dice justo lo contrario: que yo no soy mío, sino de Otro. Sólo por esta persuasión se hace posible una procreación responsable, en la cual entra también el cálculo, porque la razón es también ésta. Pero no en modo egoísta. Más bien con ganas de “responder” del modo más verdadero y justo posible a la espera de Aquel al cual pertenezco y por el cual pongo en el mundo los hijos. El diálogo de los dos cónyuges es para dar esta respuesta: ofrecen a Dios su unidad “creativa”, “generosa” (tiene que ver la palabra “generar”) y reciben al hijo que encarna esta misma unidad. En el hijo estarán unidos por toda la eternidad en un modo nuevo, irrepetible, distinto de todos los demás; como decías tú: una unidad hecha carne, hecha persona.

SICARI. ¿Cuál es la función del perdón en la vida conyugal?

GIUSSANI. Perdonar quiere decir volver a dar la posibilidad de vivir, dar el destino, dar la verdad de la relación. Y por eso aquello que ha sucedido de mal (y el recuerdo de aquello que ha sucedido) ya no es una herida, una obsesión, sino un motivo más para amar. En el perdón sucede un milagro: el mal se hace bien, porque me pide amar más y yo acepto el reto. Así el mal se ha vuelto causa de mayor amor. En el perdón cada uno hace con el otro lo que Cristo hace continuamente con él.

SICARI. Eso significa también que el matrimonio cristiano tiene en la eucaristía su verdadero alimento …

GIUSSANI. Sin duda. Cuanto más grande es la tarea que nos ha dado, cuanto más es totalizante, tanto más absoluta debe ser la relación con Cristo. El matrimonio pide todo, es la tarea de toda la vida (no sólo en sentido temporal, sino aun como intensidad), por eso uno tiene necesidad de tener una «memoria» igualmente totalizante de Cristo. La eucaristía es la fuente y el punto de llegada de esta memoria: Cristo se da enteramente a cada uno con todo él mismo, hasta con su cuerpo y con su sangre. Cristo se sacrifica para hacer alianza con nosotros. Es aquí que se aprende qué cosa significa donarse por amor.
SICARI. ¿Qué sugerirías a cristianos que se encuentran en un matrimonio arruinado por su propia culpa?

GIUSSANI. Trataría antes de todo de verlos separadamente y de involucrarlos en una realidad en la cual encuentren el respiro por el ideal: en una comunidad, en una compañía. La posibilidad de juntarlos de nuevo consiste en hacerlos crecer en una fe viva y creativa: si crecen en la fe, se darán cuenta también de los sacrificios que hay que hacer para rescatar su sacramento y comenzarán a desearlo, incluso si fatigaran. De otro modo es un moralismo insoportable. Una posibilidad de reconstruir existe siempre, si ambos aceptan, de algún modo, crecer. Pero no se puede abandonar el caso, esperando que cambien los sentimientos.

SICARI. Entre las personas que he conocido, tú eres aquella que con más pasión es capaz de hablar de la «virginidad», de esta otra vocación que Dios dona a quien quiere, en la cual el amor al destino que es Cristo impregna toda la existencia también en sus modulaciones afectivas. Quien elige la virginidad «por amor al reino de los cielos» se dispone a vivir todas las relaciones con el único objetivo de afirmar en forma fascinante que Cristo es el Señor, que Cristo puede ser amado como se ama a una persona viva y presente, «aquí y ahora».
¿Te sucede alguna vez que te ha fascinado el misterio de la virginidad cristiana, de envidiar alguna pareja bien realizada de cónyuges?

GIUSSANI. Estoy tentado de decir: jamás Pero eso no es justo. Debe ser que un virgen pruebe una santa envidia delante de ciertas parejas de esposos. (Como los esposos deben antes o después tener nostalgia de la virginidad cristiana). Pero la única cosa que me daría “envidia” en dos cónyuges sería una unidad espléndidamente expresada por su relación: ver significada con más evidencia aquella unidad total con Dios, con Cristo, con todas las personas, a las cuales todos tendemos con deseo infinito.

SICARI. Por tanto, si tú vieras a dos personas muy unidas entre ellas, eso te…

GIUSSANI. …Eso se traduciría en un ímpetu de deseo de ser yo más verdadero en lo que soy.

SICARI. ¿De qué se distingue una familia «misionera» de una familia que se ha convertido en un escondite, en un refugio?

GIUSSANI. La familia-escondite está toda cerrada en el criterio de la «correspondencia»: cada uno está atento a que el otro «corresponda», y si esto no sucede la familia se debilita y las contingencias de la vida se exasperan. La familia-escondite es una familia posesiva en la cual el término último de las relaciones - más allá de todas las palabras – es la justicia: «me corresponde», «te toca». Eso aun sin decirlo: tal vez uno es muy generoso, sin embargo exige que el otro lo reconozca, y si no lo reconoce te lo echa a la cara, se lamenta. En cambio la familia misionera es aquella que mira el horizonte: mira todo el horizonte abierto por Cristo y con el deseo lo recorre todo, mientras con paciencia cotidiana, inteligente construye la Iglesia en sí misma y entorno a sí.

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