Y la existencia se convierte en una inmensa certeza
autor: Costantino Esposito
Profesor Ordinario de Historia de la Filosofía en la Università degli Studi de Bari
fecha: 2011-08-23
fuente: E l’esistenza diventa una immensa certezza
acontecimiento: Meeting per l’amicizia tra i popoli: "E l’esistenza diventa una immensa certezza", Rimini, Italia
(Meeting para la amistad entre los pueblos: "Y la existencia se convierte en una inmensa certeza")
traducción: Juan Carlos Gómez Echeverry

Antes que nada quisiera agradecer a quien me ha invitado para hablar sobre el tema del Meeting de este año, porque me ha dado la ocasión, casi diría que me ha obligado a preguntarme con toda la verdad que me es posible – nos es posible – pensar y decir y preguntar por la palabra “certeza”. Para este propósito debo admitir, desde el principio, que no hay nada de cuanto les voy a decir que no haya aprendido, y por tanto es precisamente mi descubrimiento, mucho más de las opiniones que podría tener sobre el tema, esto que me urge comunicarles. Por esto esta tarde me permito invitarles a un trabajo común, porque sin la presencia de ustedes, es decir sin la pregunta que me han hecho, lo mío sería sólo un discurso, quizá un discurso interesante, y no como por el contrario espero – una ocasión de conocimiento. Mi recorrido se desarrollará a través de cuatro pasajes y una apertura.

1. La incertidumbre como condición difundida de nuestro tiempo

Parece que la condición que más comparten los hombres de nuestro tiempo – tan difundida que resulta casi insuperable, como una condición considera ya como “natural” – sea la incertidumbre. Y el asunto tiene una innegable evidencia, sea como percepción de una fragilidad estructural a nivel psicológico, sea como el resultado de una incertidumbre endémica a nivel económico, social y político. Pero el fenómeno merece una atención particular, porque muy particular es la puesta en juego, la provocación que ello nos lanza, y que difícilmente lograremos entender todo su alcance si nos limitamos al normal análisis psico-social.
En la intervención en un Festival de filosofía dedicado el año pasado al tema de la “fortuna”, el sociólogo Zygmunt Bauman observaba de manera aguda que toda la cultura moderna había nacido con la promesa de desafiar, en una “guerra total de desgaste” a aquel “monstruo policéfalo” que es la incertidumbre [1]. Luego de la guerra de las religiones que habían inflamado y desfigurado la Europa entre los siglos XVI y XVII, los filósofos habían concluido que “Dios se había retirado de la supervisión directa y de la gestión cotidiana de su creación”, y que esta última, por su parte, resultaba definitivamente “sorda respecto a las necesidades y deseos de los hombres”. Era necesario por tanto someter el mundo a “una nueva gestión (humana, en esta ocasión) orientada a cerrar las cuentas una vez por siempre con los demonios más terribles de la incertidumbre: la contingencia, la casualidad, la falta de claridad, la ambivalencia, la indeterminación, la imprevisibilidad”. Esto había permitido no hacer depender ya más la felicidad de los hombres de los “golpes de fortuna”, ni de esperarla como un don del cielo, sino conquistarla como “el producto de una programación fundada sobre el conocimiento científico y sobre sus aplicaciones tecnológicas”.
Sin embargo, esta estrategia de control no resultó victoriosa como se esperaba. Todavía en los siglos XVIII y XIX se pensaba que la ausencia de la victoria definitiva sobre la incertidumbre dependiese de una serie de problemas todavía no afrontados científicamente, pero que, con el progreso de la ciencia, al final ellos quedarían resueltos. La verdadera novedad, el cambio drástico, según Bauman, ha llegado por el contrario en los últimos cincuenta años (yo diría también antes), cuando ha comenzado a mutar el significado mismo atribuido a la “contingencia”, es decir a nuestra condición de ser finitos, y por tanto dependientes de la casualidad de la naturaleza y de los eventos de la historia. Si anteriormente, de hecho, lo que era puramente casual, imprevisto o incontrolable era considerado como un fenómeno marginal de molestia, a partir de la segunda mitad del siglo XX es como si todo convergiera hacia la precariedad: del conocimiento del cosmos al análisis del yo individual, de las estructuras elementales de la materia a la dinámica de las sociedades complejas, los fenómenos colaterales de perturbación eran interpretados como “atributos primarios de la realidad y su explicación principal”. Así “hoy nos estamos dando cuenta que la contingencia, casualidad, ambigüedad e irregularidad son características inalienables de todo lo que existe, y por tanto son irremovibles también de la vida social e individual de los seres humanos”.
A nivel de experiencia individual, han cambiado sobre todo nuestras preocupaciones y nuestras ansias respecto a la capacidad de hacer frente con nuestros medios a las amenazas de lo imponderable y de la casualidad: “A hacernos sentir una incertidumbre más horrenda y devastante que en el pasado son las noticias sobre la percepción de nuestra impotencia y las nuevas sospechas que ella sea incurable”. Por un lado por tanto la incertidumbre aparece insuperable; por el otro lado, sin embargo, esto no significa – como se esperaría – una renuncia a encontrar seguridades para la existencia: y de tal contraste nace un miedo cada vez más difundido. Así la organización social, que en la época moderna se había pensado como un dique frente a la inestabilidad y a la conflictualidad de la naturaleza (pensemos por ejemplo en Hobbes), termina por amplificar y multiplicar los motivos de la incertidumbre. Las soluciones que hasta ahora el Estado social y asistencial presumían de poder garantizar a los ciudadanos han sido descargadas sobre la capacidad de los individuos para encontrar respuestas individuales a los problemas de orden social; y sin embargo la mayoría de las veces tal capacidad aparece como una ficción, porque en verdad no nos parece contar con el conocimiento y la potencia adecuados para hacer frente a los peligros y a los imprevistos de la vida. Y esto tiene como resultado “pérdida de la autoestima, vergüenza por ser inadecuados frente a la tarea y humillación”. Y casi como una ratificación de esta breve historia de la inseguridad moderna, Bauman concluye: “Todo esto contribuye a la experiencia de un continuo e incurable estado de incertidumbre, es decir de incapacidad de asumir el control de la propia vida, llegando así a estar condenados a una condición similar a la del plancton, batido por las olas de origen, ritmo, dirección e intensidad desconocidos”.
La incertidumbre se nos presenta así como una especie de “precariedad” de la existencia: pero si de un lado nosotros continuamos en esperar de la tecnociencia un control provisional de la naturaleza física, y a reinvindicar del Estado la tutela de nuestros derechos individuales y sociales; por el otro lado estas expectativas y estas reivindicaciones terminan quizá con cubrir aquel nivel más radical y más inquietante que siempre, poco o mucho, la incertidumbre hace evidente, y, es decir, que no somos dueños de nuestro destino. Pero entonces se pone una pregunta: ¿la falta de certeza coincide total y exclusivamente con nuestra incapacidad para hacer frente a los imprevistos de la vida, a la casualidad de la naturaleza y a los accidentes de la historia? Si la respuesta es sí, entonces la incertidumbre es simplemente la reverberación de un jaque, de una condena, una especie de maldición. Pero si observamos más atentamente, ella está en grado de atestiguar también algo más, vale decir que el nuestro estar-expuestos constitutivamente a lo que acontece, que nos alcanza, nos toca, y por esto mismo nos desplaza, nos provoca, nos pone en tela de juicio.
El punto esencial es por tanto el no reducir este fenómeno de la incertidumbre: el malestar que ello nos induce es innegable e insuperable: pero precisamente en cuanto tal se muestra como el signo de un enigma más profundo y la huella de una inquietud más radical, y, es decir, del hecho que nuestro cumplimiento, nuestra realización plena no es en definitiva realizable por nosotros. Y esto ciertamente por causa de la limitación de nuestra existencia individual – pero no sólo por esto; y ciertamente también por lo inadecuado de todos aquellos proyectos, científicos y políticos que nos habían prometido un control más seguro y un sentido más pleno de la vida y del mundo – pero no sólo por esto. Algo más está en juego, y, es decir, que nosotros somos una necesidad insuprimible de certeza que no logramos jamás colmar efectivamente. Aunque la mayoría de las veces cubrimos esta imposibilidad de manera simple – y cómoda – negando tal necesidad. Que por el contrario inevitablemente vuelve a imponerse, aunque se nos garantizaran nuestros derechos y nos aseguraran nuestras expectativas por parte de leyes y estructuras superiores. Es necesario por tanto darse cuenta de este factor y tratar de reconocer a lo que reclama.

2. La lucha desigual con la fortuna: a la búsqueda de la certeza perdida.

Aquí se reabre toda la gran pretensión que ha empeñado al pensamiento filosófico, sobretodo en la edad moderna: estar a la altura para reconocer, explicar y resolver el drama de la certeza. Más aún de la incertidumbre, de hecho, es la certeza que es una posibilidad dramática para los seres humanos, porque ella implica siempre una alternativa de fondo: o seguir la hipótesis que haya un significado cierto de sí y del mundo, que puede ser acogido y verificado, o bien por el contrario considerar que aquello sea sólo una producción, más o menos lograda, de nuestra mente.
Hoy este partido filosófico se juega sobretodo en aquella que podemos llamar la ideología más difundida en nuestro tiempo, es decir el “naturalismo”. Este se fundamenta sobre la idea que todo cuanto en la experiencia humana pueda ser explicado con base en determinados factores y mecanismos físico-químicos y neuronales, reduciendo así toda nuestra necesidad de certeza a una refinada estrategia evolutiva con la cual los hombres toman las precauciones adecuadas para la sobrevivencia, es decir para contrastar aquella que permanece siempre como la gran ley de la naturaleza, es decir el ciclo ininterrumpido de nacimiento y muerte. Pero en el naturalismo contemporáneo está presente también otra idea, una idea antigua, casi arcaica, que viene revitalizada paradójicamente a través de los más refinados avances de las ciencias biológicas y de la neurociencia, cual es que el verdadero destino de los hombres, el significado último de su existencia, consista en su pertenencia al impersonal, necesario mecanismo de la naturaleza. El racionalismo filosófico moderno, al menos a partir del siglo XVII con Spinoza, ha tratado de explicar la raíz del temor provocado en nosotros por la incertidumbre de nuestra condición finita, afirmando que es sólo el fruto de la ignorancia y del dañino influjo de la tradición hebraica-cristiana, según la cual lo finito tiene en el infinito su origen y destino. Pero si la incertidumbre es fruto de la ignorancia, la solución racionalista consiste en superarla a través de una purificación de nuestro intelecto y una liberación de nuestras pasiones, en modo tal que permita aceptar siempre de manera más convencida nuestro destino natural. Para no seguir siendo devorados por el cáncer de la incertidumbre es necesario abandonar de una vez para siempre la idea que el ser humano y el mundo entero puedan tener un origen y un propósito más grandes de sí mismos. Y por tanto, de algún modo se trata de anular el sentido cristiano de la libertad y de la historia. Se delinea así un programa que llevará a sus frutos extremos en un pensador emblemático como Friedrich Nietzsche, el cual escribe así en el Crepúsculo de los ídolos (1888):
“ninguno da al hombre – ni Dios, ni la sociedad, ni sus padres, ni él mismo – sus propias características […]. Ninguno es responsable de su existencia, de su ser constituido de este u otro modo, de encontrarse en aquella situación y en aquel ambiente. La fatalidad de su naturaleza no puede ser desenmarañada por la fatalidad de todo lo que fue y que será. El no es la consecuencia de un propósito personal, de una voluntad, de un propósito […] Hemos sido nosotros quienes inventamos el concepto de “finalidad”: en la realidad la finalidad está ausente…Somos necesarios, somos un fragmento del destino, pertenecemos al todo, estamos en el todo […] Pero ¡fuera del todo no hay nada! – […] todo esto es sólo la gran liberación – con esto únicamente y nuevamente se restablece la inocencia del devenir”. Esta respuesta no puede ser liquidada con facilidad: ella nos inquieta siempre, y para muchos constituye la más radical alternativa respecto a la tradición cristiana (y también a todas las filosofías que, de un modo u otro, han derivado de aquella tradición, como por ejemplo el mismo Iluminismo). Pero si se la examina con atención, se ve claramente que esta renuncia a las categorías metafísicas del Occidente cristiano (que haya un fin en la naturaleza y en los seres humanos, que el ser finito tenga una relación constitutiva con el infinito, que la libertad humana nazca y se ejercite sólo a partir del reconocimiento de algo diferente de sí mismo) se paga a un precio altísimo: la decisiva desvalorización del yo como sujeto irreductible, o sea como punto de “ruptura” o “discontinuidad” respecto a la férrea necesidad del orden natural. En esta perspectiva, de hecho, la misma voluntad libre del hombre se cumplirá en la aceptación de la fatalidad, como si el tiempo y la historia no pudiesen reservarnos más ninguna novedad, sino solamente una eterna repetición. Escuchemos de nuevo aquello que escribe Nietzsche en La gaya ciencia (1882):
“Qué sucedería si, un día o una noche, un demonio entrase de puntillas furtivo en la más solitaria de tus soledades y te dijese: ‘esta vida, como ahora la vives y la has vivido, deberás vivirla todavía una vez más e innumerables veces, y no habrá en ella nunca nada nuevo, sino cada dolor y cada placer y cada pensamiento y suspiro, y cada cosa inefablemente pequeña y grande de tu vida deberá volver a ti, y todas en la misma secuencia y sucesión – y casi incluso esta araña o este claro de luna entre las ramas y así incluso este instante y yo mismo. La eterna clepsidra de la existencia viene siempre de nuevo volteada y tú con ella, ¡granito de polvo!’ ¿No te revolcarías en la tierra apretando los dientes y maldiciendo al demonio que de esta manera te ha hablado? Pero podría también darse que tú hayas vivido por una sola vez un instante inmenso, por el cual habrías respondido así: ‘¡Tú eres un dios y jamás habías entendido algo tan divino!’ […], ¿cuánto deberías amarte a ti mismo y a la vida, para no desear más ninguna cosa diferente a esta última, eterna sanción, este sello?”.
He aquí el punto ardiente de toda la cuestión: amarse a sí mismo para Nietzsche significa no desear nada más que la necesidad de sí mismo, y considerar que los propios deseos no tengan jamás un término más grande que el mecanismo de nuestras necesidades naturales. Pero, al final, ¿quién podrá jamás alcanzar esta posición? Sólo el sabio, sólo aquel que sea capaz de “construirse” a sí mismo, así como sucedía en las técnicas ascéticas de los filósofos paganos. Lo ha notado con claridad Salvatore Natoli, a propósito del neo-paganismo que atraviesa nuestra época: “para estar a la altura de aquello que el tiempo requiere es necesario redoblarnos sobre nosotros mismos, retomar toda nuestra potencia y transformarnos en puntos de resistencia […] Por otra parte es sabido que se es más sí mismo en cuanto menos se depende. Y sólo si no se depende nos donamos libremente” [6].
El ideal sería por tanto aquel retorno de la areté, de la práctica de las antiguas virtudes, la más noble tentativa de tomar en mano el propio destino, no en el sentido de la hybris, es decir de una afirmación arrogante de sí, sino en el sentido de “tomar sobre sí el propio peso”. Y la suprema virtud en esta obra de autoafirmación consiste precisamente en la moderación, en la auto-reglamentación y en el gobierno de sí, en aquello que los griegos llamaban “autarquía”. En tal perspectiva el hombre virtuoso es aquel que es capaz de “administrar la propia potencia” en la medida en la cual sabe medir el propio deseo, sin renunciar a él, cierto, pero sin jamás abandonarse: de hecho “el deseo es la potencia que ilusiona porque nos hace olvidar que somos una cantidad finita de fuerza” [7].
Aquello que acontecía en las prácticas morales de los Estoicos y de los Epicúreos, cuya finalidad era crear la propia naturaleza y forjar la propia medida de hombres, parece encontrar una singular consonancia con algunas tendencias de punta de la moderna antropología cultural (pienso por ejemplo en un autor como Francesco Remotti) que subrayan con fuerza cómo el ser humano sea el producto de un continuo proceso de “antropo-poyesis”, es decir de construcción de la propia identidad. La misma “naturaleza humana”, según esta perspectiva, no es absolutamente un dato, sino que se asume sin duda como una ilusión o una “ficción de humanidad”, en el sentido que ella viene de vez en cuando elaborada como una fiction cultural, que depende exclusivamente del grado de adaptación al ambiente natural y al contexto social [8]. Desde este punto de vista, cae como ilegítima la misma certeza sobre una base objetiva de la subjetividad humana, es decir la presencia compartida de algunos factores característicos de ella, ya que la naturaleza humana, entendida como estructura, no dice mucho más que la mera pertenencia a la especie, mientras el problema sobre el sentido de existir queda reducido a una opción meramente “subjetiva”. Si por tanto la naturaleza humana no es más algo objetivamente dado, ella será cualquier cosa que se debe ganar y alcanzar a través del desarrollo de toda una serie de derechos (pero también de prohibiciones) que una época, una cultura y una sociedad establecen a su vez como determinantes para los sujetos individuales. El otro lado de la necesidad natural es así el relativismo cultural.
Pero siempre hay un punto que permanece abierto, diría dramáticamente irresoluto. Y si bien se intenta cada vez cerrarlo, él se reabre continuamente. Al final, de hecho, sea aceptando como insuperable el orden necesario de las causas naturales, sea tratando de resistirnos a través de una auto-formación interior, sea simplemente acogiendo como inevitable la ficción y la ilusión como la verdadera sustancia de nuestra naturaleza humana, el sentimiento dominante no podrá ser que el de una última insensatez de nuestro yo. Esto no quiere decir que no tengamos más propósitos o satisfacciones, o que falten metas significativas en la vida personal y social, sino que frente a la necesidad del todo – única razón cierta del ser – nosotros somos siempre por así decirlo un caso irracional, fortuito de existencia. Así la certeza se subdivide, de un lado, en el asumir como único sentido del existir el hecho que estamos constreñidos a estarlo, según la ley de la naturaleza; del otro lado, en el preparar un auto-aseguramiento – a través de una serie de derechos y garantías – que nos permita resistir al azar, es decir a la nada y a la muerte.
Se dirá que al fondo éste es nuestro “destino”, nuestra naturaleza. Pero si es así – nos preguntamos – ¿por qué esta naturaleza no se basta a sí misma? ¿Por qué la accidentalidad y la casualidad de nuestra existencia en la gran escena del mundo continúa a crearnos malestar y padecimiento? ¿Por qué todas las explicaciones que se nos puedan dar no nos satisfacen?

3. Al origen, la certeza de la existencia

La incertidumbre nos inquieta precisamente porque ella nos provoca a descubrir que, al inicio, estamos indeleblemente signados por una certeza – he aquí el golpe de efecto que nuestro mismo ser nos reserva: es sólo porque de algún modo nosotros ya la conocemos, esta certeza, que podemos padecer su ausencia. No se trata de un aseguramiento o de una garantía que tengamos como anticipación sobre la vida, sino la experiencia original con la que todos estamos signados: la de ser queridos y acogidos por la mirada amorosa de nuestra madre y de haber percibido el sentido, quizá todavía no consciente pero ciertamente presente, de nuestro existir natural amamantados en su seno. La certeza que precede cada incertidumbre y que a su vez toda incertidumbre clamorosamente atestigua, es el hecho que nosotros hemos venido al ser en una relación, somos de alguno, y en cuanto tales somos de verdad nosotros mismos. Es en esta memoria que se abre el espacio de sentido de nuestra necesidad de certeza.
Cuando afirmo que debemos ir al fondo de la incertidumbre no estoy diciendo ciertamente – cuidado– que debemos contentarnos con una condición de precariedad y confusión; por el contrario, estoy hipotizando que toda nuestra debilidad no sería ni siquiera experimentable si, desde el fondo de ella, no se despertara aquello que vale como un imprinting de nuestro yo, es decir, la certeza de un significado que viene de algo diferente de nosotros y que está antes que nosotros. La certeza no es algo que sobretodo construimos, sino que es algo que antes que nada recibimos. Es algo que nos genera, y sólo en cuanto tal puede convertirse en nuestro. Se podría decir que esta experiencia no sea original para todos: basta observar, como prueba de lo contrario, cuántos problemas derivan precisamente de su ausencia.
Viene en mente aquello que decía Agustín de Hipona hablando del deseo compartido entre todos los hombres, es decir de la vita beata (vida feliz), de la felicidad: un deseo que sería incomprensible del todo, si los hombres no supiesen ya qué fuese la felicidad o no hubiesen de algún modo experimentado – si bien de manera embrionaria e incompleta- de tal modo de poderla recordar, desear y esperar. Sólo porque hemos experimentado la gloria (gaudium), sólo porque nos hemos alegrado ya de algo que colmaba nuestro ánimo, podemos precisamente estar tristes por su ausencia. Y para Agustín no se trata de un gozo cualquiera, de una satisfacción barata, sino de un goce verdadero, o mejor aún de un goce de lo verdadero (gaudium de veritate), o sea de una realidad cierta porque es infinita, más grande de sí [9]. Pero viene en mente también el recorrido hecho por Descartes, el cual había partido de una condición de duda universal sobre todo aquello que hay en el mundo y había llegado a descubrir como única certeza la existencia de nuestro yo como puro pensamiento, sustancia pensante entendida de manera solipsista, es decir, separada de todo lo que es diferente del pensamiento, comprendido nuestro mismo cuerpo. Y después sin embargo, precisamente reflexionando sobre las ideas que este yo solitario puede pensar, Descartes se da cuenta que hay una de ellas – la idea del infinito o de Dios – que nuestro yo pensante encuentra en sí mismo, si bien siendo incapaz de producirla por sí misma, siendo él una sustancia finita. Así, precisamente aquel que ha pasado a la historia como el inventor del sujeto moderno puede escribir: “de lo cual se sigue necesariamente que yo no estoy solo en el mundo” [10], y que por tanto, “en mí la percepción del infinito viene antes de algún modo de la del finito, o sea la percepción de Dios antes de la de mí mismo. ¿De qué manera de hecho sería consciente de dudar, de desear, es decir, de ser carente de algo, y de no ser perfecto del todo, si no existiera en mí la idea de un ente más perfecto, parangonándome con el cual reconocería mis carencias?” [11]. Esta experiencia originaria de la certeza, entendida como relación constitutiva del yo, no se manifiesta sólo en algunos casos particulares, si bien importantes (como en la memoria agustiniana de la felicidad o en la percepción cartesiana del infinito), sino que representa la estructura permanente de cada gesto cognitivo y afectivo nuestro. La certeza es el reconocimiento subjetivo, o sea el consentimiento que nosotros damos a una verdad – a un hecho, a un sentimiento, a una idea, a un encuentro – que se presenta como un fenómeno objetivo: y objetivo no simplemente porque acontece fuera de nosotros, sino porque de manera más precisa se manifiesta como “algo distinto” respecto a nosotros. Y puede ser “distinta” también una intuición que emerja de manera imprevista en nuestro espíritu o una convicción que hayamos elaborado por largo tiempo en nuestro intelecto, no menos que una impresión empírica o de una percepción sensible.
No estoy diciendo que todas las veces que advertimos tal certeza se trate efectivamente de una verdad “objetiva”, porque podría darse también que se trate sólo de una creencia psicológica que antes o después se revele como no meritoria de nuestro consentimiento (y ¿cuántas veces hemos constatado amargamente de estar equivocados o ilusionados?); sólo digo que aquella certeza es una condición característica, o sea, una posición inevitable de nuestro ser individuos conscientes, conscientes de sí y del mundo. El estar-cierto puede ser incluso individuado como la postura fundamental de nuestro “yo”. Y ¿cómo nos damos cuenta? Cada vez que nosotros, presionados por la urgencia de las cosas o del reclamo constante de las circunstancias, nos preguntamos el “por qué”, nosotros atestiguamos a nosotros mismos de estar hechos para una respuesta, es decir de ser un deseo de verdad y una necesidad de certeza. Este nexo estrechísimo entre la búsqueda y la certeza encuentra una confirmación iluminadora en un reciente libro del filósofo Diego Marconi, en el cual viene comentada una frase célebre de Gotthold Ephraim Lessing, el padre noble del Iluminismo alemán del siglo XVIII. Escribía Lessing: “Lo que determina el valor del hombre individual no es la verdad de la cual él está en posesión o de la cual se cree que posee, sino el sincero esfuerzo por alcanzarla. De hecho, sus fuerzas consiguen un mejoramiento no en virtud de la posesión de la verdad, sino en virtud de su búsqueda, y sólo en esto consiste el siempre creciente perfeccionamiento humano. La posesión los hace tranquilos, perezosos y presuntuosos” [12]. Así, si Dios tuviese en la diestra toda la verdad y en la izquierda el eterno impulso por buscar la verdad, y nos pidiese escoger una de las dos, Lessing no tendría dudas: la pura verdad está reservada toda a Dios y hay que dejarla sólo a Él; la búsqueda es toda y sólo del hombre, y es la única cosa que el hombre puede y debe escoger. A este propósito nota de manera graciosa Marconi:
“Jamás soñaría negar el valor de la búsqueda filosófica o religiosa: más aún, esta idea de Lessing [es decir que lo importante sea la búsqueda por la búsqueda misma y no el encontrar n.d.r] siempre me ha parecido un noble disparate. Desde las llaves de casa a la terapia eficaz para el carcinoma de ovario, se busca para encontrar. Si de verdad se pensase que no hay nada que encontrar o que es imposible encontrarlo, se dejaría de buscar (de hecho no se busca más el cuadrar el círculo o realizar el movimiento perpetuo). El ennoblecimiento de la búsqueda respecto a su eventual resultado es una racionalización de aquella que se considera la extrema pobreza de los resultados obtenidos […]: una tentativa de salvar lo salvable, apreciando el viaje más que la meta, a la cual no se logra llegar y quizá no exista. Pero es una racionalización contraproducente, porque hace de una empresa tal vez vana una empresa seguramente tonta” [13].
Invirtiendo la ecuación de Lessing, podríamos decir que si una búsqueda fuese sólo un fin en sí misma, con el tiempo no se despertaría más, ni nos dejaría insomnes, sino que más bien languidecería y terminaría por marchitarse: no es el reencuentro de lo verdadero, sino es más bien la renuncia a ello el signo de la pereza de la razón. Es un hecho que con Lessing se ha consumado ya el divorcio entre la búsqueda de lo verdadero y la posesión de lo verdadero, así que de un lado buscar significa no tener que alcanzar una respuesta, y del otro poseer significa no tener que buscar más. Si nosotros atendemos a cómo la certeza se forma en nuestra experiencia, podemos ver que ella constituye la hipótesis que guía toda investigación y por tanto no se identifica jamás sólo con la conclusión de un recorrido, sino más bien con la entera dinámica de la relación entre nuestro yo y el ser, entre nuestra inteligencia y el darse del mundo.
El problema no tiene que ver sólo con la validez de nuestros conocimientos racionales considerados en sí mismos, porque ello pone a flote dimensiones y opciones fundamentales de nuestra entera experiencia personal. Por esto relanzo el desafío y me pregunto: ¿cuándo llegamos a estar ciertos de algo?

4. La certeza como el riesgo del consentimiento: razón y voluntad.

Si la certeza implica siempre un asenso, ella consiste entonces en un acto del intelecto determinado por la voluntad. Desde este punto de vista ella requiere por decirlo así, una adhesión a lo verdadero – podríamos decir una “fe” una “confianza”, en sentido absolutamente no fideístico o sentimental, sino plenamente cognoscitivo y racional – precisamente porque la certeza no es nunca un procedimiento mecánico, sino que implica nuestra libertad. Algunos filósofos, pienso por ejemplo en Edmund Husserl, han llamado a este acto primario de nuestra inteligencia precisamente una “fe originaria” (Urglaube o Urdoxa). La encontramos en una fascinante descripción en este fragmento de Hans Urs von Balthasar:
“Tienen razón […] aquellos filósofos los cuales, al alumno que se encuentra incierto o turbado frente al problema de la verdad, dan el consejo de lanzarse antes de todo en la corriente, para hacer experiencia, cuerpo a cuerpo con las olas, de lo que sea el agua y cómo se avanza en ella. Quien no arriesga este salto no experimentará jamás lo que signifique nadar; y así también, quien no osa dar el salto a la verdad no alcanzará jamás la certeza de la existencia de ella. Este primer acto de fe, de la confianza de quien se lanza, no es de ninguna manera irracional, por el contrario es la simple premisa para comprobar en vía de principio la existencia de lo racional” [14].
Pero este riesgo originario es también el inicio de una disponibilidad que no puede interrumpirse nunca, precisamente porque la certeza no se adquiere de una vez por todas. Continua von Balthasar:
“Como el nadador debe nadar siempre para no hundirse, no obstante haya llegado a ser cada vez más hábil en la disciplina de la natación, […] así en definitiva también aquel que conoce debe ponerse cada día, de manera nueva, la pregunta sobre la esencia de la verdad, sin ser por esto un escéptico estéril y destructivo” [15].
Es lo que Tomás de Aquino llamaba “el cogitare”, quiere decir aquel camino de búsqueda y de discusión en el que nuestra inteligencia se encuentra para poder alcanzar finalmente la “certeza de la evidencia” (certitudo visionis) [16]. Bien sea cuando percibimos los datos sensibles particulares, o bien cuando tomamos los conceptos universales, aquello que se requiere para llegar a la certeza es un “acto de decisión del intelecto” (actus intellectus deliberantis), llamado a verificar la razón por la cual adherirse a lo verdadero que se nos presente. La confirmación más clamorosa de este procedimiento se la puede ver en el caso de la certeza peculiar que es la fe. No hablo aquí sólo del acto originario de confianza al cual nos habíamos referido antes, y gracias al cual nos arriesgamos en el conocimiento de la realidad, sino de aquel acto racional con el cual reconocemos con certeza un “dato” real con base en indicios, signos o testimonios indirectos, pero sin poderlo deducir sólo lógicamente o medir sólo empíricamente. Ahora bien, para Tomás la fe no se alcanza mediante el simple acto del intelecto que tiene por objeto lo verdadero y lo falso, sino que requiere una adhesión del yo, o como él dice, un “meditar aprobando” (cogitare cum assensu), entendiendo por “consentimiento” o “aprobación” “un acto del intelecto en cuanto determinado a una cosa dada por la voluntad” [17].
Esto quiere decir que para nosotros los hombres la certeza no es más una conclusión obligada o mecánica, debida a la demostración necesaria de algo en su impugnable verdad, ni es más una adquisición hecha de una vez por todas, sino que es un camino en el cual la verdad está siempre a la espera de la aprobación de un “yo” cognoscente, y en este yo está siempre requerida la acción abierta, arriesgada, nunca pre-constituida de la voluntad libre. A la naturaleza de la certeza pertenece por tanto el factor-tiempo, condición del ejercicio de la libertad. Por fuera del camino del tiempo no hay atajos, excepto la del dogmatismo y del escepticismo; y el no afrontar este recorrido no hace ciertamente más fácil, por el contrario mucho más difícil, sino incluso imposible, acceder a la verdad. Ha sido sobre todo John Henry Newman quien se ha enfocado en el estupefacto fenómeno del consentimiento, como condición permanente de la certeza humana. Todos los objetos que nosotros conocemos, sean ellos concretos (es decir aprehendidos por experiencia directa y por imágenes), sean ellos nociones internas en nuestra mente (que inferimos por vía indirecta de otras cosas), requieren un acto de consentimiento de nuestro espíritu. Ahora bien, a nosotros nos parecería casi obvio decir que nuestro consentimiento será tanto más cierto, cuanto más nuestros razonamientos se desarrollan a través de una demostración lógica, o sea a través de una concatenación necesaria de nociones (como sucede por ejemplo en una ley físico-matemática). Y viceversa, cuanto menos nuestros razonamientos dependiesen de una deducción lógica (como sucede por ejemplo en las relaciones entre seres humanos), tanto menos cierto debería ser nuestro consentimiento. Newman pone al revés la cuestión, permitiéndonos descubrir una dinámica sorprendente, que por otra parte está siempre en obra en nuestro conocimiento cotidiano: es precisamente cuando nuestros razonamientos siguen la vía de la probabilidad, es decir cuando ellos no se desarrollan a través de una plena demostración racional de verdad, sino por el contrario, más modestamente, a través de ilaciones desde signos no del todo explícitos, sino necesitados de atención y de interpretación por parte nuestra, pues bien precisamente entonces el consentimiento puede ser incondicionado, es decir pleno de razones. Y esto no de manera imprudente o infundada, sino con plena legitimidad: cuanto más está abierta la aventura de la interpretación de los signos de la realidad, tanto más es urgente, pero también plenamente posible, el recorrido de la certeza.
“El consentimiento con base en razonamientos no demostrativos [es decir no inmediatamente evidentes por la sola coherencia lógica] es un acto demasiado universalmente reconocido para ser irracional, a menos que no sea irracional la naturaleza humana; es demasiado familiar a las mentes más prudentes y lúcidas, para ser una debilidad o una extravagancia. Ninguno de nosotros puede pensar o actuar sin aceptar las verdades, no intuitivas, no demostradas, y sin embargo soberanas. Si acaso nuestra naturaleza posee una constitución y leyes, una de ellas consiste en aceptar absolutamente, como verdaderas, las proposiciones que se encuentran por fuera del campo restringido de las conclusiones a las cuales está vinculada la lógica” [18].
Son múltiples los casos en los cuales damos nuestro consentimiento incondicionado a cosas que se nos presentan con pruebas sólo probables y no demostradas en sentido absoluto: todos por ejemplo creemos (believe) indudablemente que existimos, que hemos nacido en una determinada fecha, que somos individuos con una identidad; así como todos creemos sin duda que existe un mundo externo y que existen otros yo diversos de nosotros, que ayer ha sucedido un cierto acontecimiento y así sucesivamente. Pero múltiples son también los casos en los cuales el fundamento de la certeza está dado por la confianza que ponemos en alguien. Como cuando (el ejemplo es de Newman) una madre enseñase a su niño a repetir un verso de Shakespeare – como “La virtud misma se convierte en vicio, cuando es mal aplicada” – y su hijo le preguntase qué significa: entonces ella podría responderle que es demasiado joven para entenderlo, pero que aquel verso posee “un bello significado” (a beautiful meaning), que él en el futuro podrá comprender. Entonces el niño, “confiando” en las palabras de su madre (in faith on her Word), podría dar su consentimiento a la proposición expresada en el verso shakesperiano, o sea “no al verso que había aprendido de memoria y cuyo significado estaría por fuera de su alcance, sino a su ser verdadero, bello y bueno” [19]. Este consentimiento posee “una fuerza y una vivacidad” (a force and life) superior a otros consentimientos, porque para el niño “la sinceridad y la autoridad de la madre no constituyen una verdad abstracta o la materia de un conocimiento general, sino que están ligadas a la imagen y al amor de su persona, que es parte de él”, tanto que él “no vacilaría en decir que daría la vida por defender la sinceridad de la madre” [20]. Sería por tanto incorrecto confundir la dinámica de nuestro consentimiento a proposiciones verdaderas (es decir a afirmaciones respecto a la verdad de las cosas) con el grado de la demostrabilidad lógica de ellas. No es que la prueba lógica no sea importante, se entiende, sino si se la asume como único criterio de nuestro consentimiento, sería como si (según otro ejemplo de Newman) para darnos cuenta de la frescura que viene del aire nos limitásemos a leer los grados indicados por la columnita de mercurio de un termómetro, como si fuese el mercurio en sí la causa de la vida y de la salud; “Si probamos calor o frescura, ninguno nos convencerá de lo contrario insistiendo que el termómetro marca 15 grados. Es la mente que razona y da el consentimiento, no un diagrama sobre un pedazo de papel” [21].
Esta natural capacidad de consentir de nuestra mente, acompañada de la ulterior capacidad de reflexionar sobre el propio consentimiento, constituyen para Newman el carácter peculiar de la certeza humana: ella es, según sus palabras, “la percepción de una verdad con la percepción que es una verdad” [22]. Si por tanto en cada acto de conocimiento se requiere nuestro consentimiento, la mayoría de las veces de manera espontánea y no refleja, en la certeza este consentimiento viene percibido explícitamente, es decir se vuelve consciente de sí. Es como si (lo digo con mis palabras) conociendo algo verdadero yo no percibiese el gusto, el sabor – precisamente, el saber pleno y vivido-, me diese cuenta de lo verdadero que me alcanza y de cómo yo soy alcanzado, tocado, cambiado por ello. Este género de conocimiento, en el cual sabiendo algo nosotros somos al mismo tiempo conscientes de saberlo – precisamente la certeza- no sólo es necesaria al yo para conocer y actuar, sino que tengo necesidad a su vez de todo el yo, es decir de nuestra persona en su entereza – razón, sentimiento, voluntad, libertad – para ser alcanzada.

5. Apertura

Quizá ahora estamos en capacidad de comprender un poco más la frase de Don Giussani que señala el Meeting de este año: “la existencia se convierte en una inmensa certeza” [23]: es en el verbo que me parece se recoge el punto más interesante de este fenómeno. La certeza es algo que viene descubierto continuamente, no es un “absoluto”, como se le interpreta superficialmente o ideológicamente, sino que es un “acontecido”, y más precisamente algo que continúa aconteciendo, porque si no aconteciese en el presente no existiría en absoluto.
Y en realidad, ¿cómo podría el hombre superar la verificación más exigente de la certeza, representada por el límite y el mal? ¿No se arriesgaría quizá también nuestra certeza más original – como aquella de la relación con nuestra madre o con quien nos quiere verdaderamente mucho – de sucumbir frente al dolor y a la muerte? Por otra parte, ¿podríamos acaso contentarnos con proyectar nuestra certeza más allá de la experiencia presente, como un sueño o una utopía, una especie de triste consolación necesaria para vivir? El drama de la certeza muestra aquí toda su radicalidad: su necesidad es infinita, y no puede ser satisfecha por nada menos que por el infinito.
Se requiere algo inesperado y sorprendente para lograr experimentar otra posibilidad de certeza, respecto a la necesidad del mecanismo o a aquella de la deducción lógica, pero que no se redujese ni siquiera a una esperanza irrealizable en el presente. Ha debido venir Cristo, en la carne del mundo, para reabrir el ciclo inexorable del tiempo natural, poniéndose como principio de conocimiento nuevo, el único capaz de valorizar hasta el fondo la necesidad de significado, es decir la espera de cumplimiento y el deseo de felicidad de cada hombre. Cristo es aquella casualidad única en la historia del hombre, en el cual el significado, el logos, se haya vuelto amigo de la casualidad. Y de allí en adelante cada “casualidad” – cada persona y cada acontecimiento – no ha sido más sólo una casualidad: y no porque, como en algunas filosofías paganas, todo es necesario o incluso todo es Dios (el panteísmo), sino porque Dios se ha vuelto un hombre, permitiendo al hombre ser finalmente sí mismo, es decir un ser que pide, desea y espera con certeza la respuesta.
Como todo estudioso del pensamiento filosófico no puedo no reconocer, es el cristianismo el que ha inaugurado la posibilidad de la libertad: no la simple posibilidad de escoger una cosa respecto a otra, sino la posibilidad de descubrir el valor irreductible, infinito de mí en virtud de la relación directa con quien me ha creado y me está creando ahora. Y es el cristianismo el que ha inaugurado la historia, el camino hacia el cumplimiento en virtud de un acontecimiento que ha dado una nueva dirección al tiempo. Ha sido necesario Cristo para que la certeza del hombre no fuese pagada a precio de su libertad, ni substraída al drama de la historia, pero que al mismo tiempo no fuese tenida en jaque por la finitud y por la muerte. Gracias a su resurrección en la carne se ha cumplido una verdadera y real “revolución copernicana” en la posibilidad de conocimiento y en la capacidad de certeza del hombre. Aquel hecho se ha presentado y continúa a presentarse en la historia como el acontecimiento más pertinente a la razón humana, porque afirma una presencia misteriosa del ser que no es reducible a la naturaleza, sino que gracias a la cual nosotros podemos llegar a ser ciertos que la naturaleza misma y la vida se nos es dada, es “para” nosotros.
Como una vez más observa Don Giussani, es gracias a un “don del Espíritu” que el hombre puede llegar a ser, precisamente, consciente de la “gratuidad abismal” de su ser, descubriendo que la soledad y la impotencia son vencidas gracias a la fuerza de Otro. Y es sólo porque esta realidad misteriosa nos alcanza de manera continua, y no por una ilusión nuestra o peor aún por una presunción nuestra, que la certeza puede convertirse en “inmensa”.
Hay siempre, en la vida de un hombre, un punto en el cual este significado al menos una vez se ha hecho manifiesto, a través del testimonio de hombres ciertos; y es aquello que la tradición cristiana ha llamado con el nombre más objetivo y laico, es decir lo menos ideológico o clerical que se pueda imaginar: que nosotros estamos llamados a ser en cada instante, que nuestro yo es “vocación”, que nosotros estamos estructuralmente en relación con aquello que nos da el existir y con Quien nos dona el sentido del existir; y este sentido no es de ninguna manera una motivación abstracta sino que se juega siempre en encuentros históricos, en “casos” de la vida, precisamente. No se trata, como se puede ver, de un programa elaborado por filósofos, sino de un fenómeno que permite una inesperada novedad para la misma filosofía, entendida aquí como la pregunta consciente de la razón sobre el sentido último de sí y del mundo. Para mí personalmente, la verificación más interesante y también más apremiante de esta novedad en mi trabajo filosófico, ha sido el descubrir que la certeza inaugurada por Cristo es el único caso en el cual una respuesta total y última a la pregunta del hombre no anula esta pregunta, simplemente resolviéndola, sino que por el contrario la vuelve a poner en movimiento, la alimenta, e incluso la exalta como el camino propio de lo humano. Al contrario de lo que se considera habitualmente, por pereza, o por inexperiencia, es sólo un hombre cierto que puede ser verdaderamente inquieto e incluso gozar de la propia inquietud, como una espera que permite a la certeza re-acontecer siempre. Es verdaderamente singular esta dinámica de la experiencia desvelada por el cristianismo: precisamente porque la certeza no es nuestra construcción, ella es aquello de lo cual tenemos verdaderamente necesidad para todas nuestras construcciones, sea a nivel personal como social. Es esto lo que en el fondo hace la diferencia en la historia: no sólo que la certeza esté más o menos asegurada por el funcionamiento de las estructuras del Estado (que de cualquier manera permanece como factor de gran importancia: basta pensar en la vertiginosa multiplicación de incertidumbres que en estos días está condicionando la vida económica, laboral y política de muchísimos países), sino que estén en juego unos hombres, los cuales, por una certeza viviente acerca de sí mismos, puedan afrontar tantas situaciones de crisis, y mirarlas de modo diverso, diría más concreto y más realista. Cada crisis de hecho puede ser mirada como un chance para comprender toda la amplitud de nuestra necesidad, y paradójicamente para reconocer que hay una necesidad irreductible a todas nuestras estrategias de solución. Pero, precisamente, es gracias a esta necesidad más grande, inmensa, que podemos intentar dar respuestas eficaces a tantas necesidades de la vida y de la sociedad. Podríamos describir este recorrido como el pasaje del asistencialismo al protagonismo, de una imagen de certeza como un aseguramiento que garantice de los imprevistos de la vida a una certeza como el reconocimiento del significado irreductible e inagotable de nosotros mismos, y como afecto, adhesión, decisión por ello.
Hay un síntoma que quizá más que los otros atestigua este trabajo de la certeza, y es que cambia la percepción del tiempo. El tiempo de hecho puede representar la gran, inevitable contestación de toda seguridad, por el simple hecho que destina todo a que pase; pero puede ser también la gran prueba, la más radical verificación de la certeza respecto a las razones por las cuales estamos en el mundo. Y el secreto de esta verificación, el motor del tiempo, si así puedo expresarme, es nuestro pedir. Cada vez que un hombre pide el “por qué” de sí, de los eventos, de las cosas acontece una novedad – pequeña o grande que sea – en el flujo de otro modo mecánico y caótico de los eventos, y el tiempo se vuelve historia: no sólo un pasar de hechos, sino el acontecer del yo.
Como nos lo ha recordado el Mensaje de saludo de Benedicto XVI para el Meeting de este año, «El hombre no puede vivir sin una certeza sobre el propio destino. “Sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se vuelve vivible también el presente”.[…] “El hecho que este futuro exista, cambia el presente; el presente viene tocado por la realidad futura, y así las cosas futuras se derraman en aquellas presentes y las presentes en aquellas futuras” » [24]. También en este caso Cristo permite al hombre una posibilidad de existencia de otra manera desconocida, es decir aquella de la esperanza en el futuro que nace de la certeza presente: “Él es el eskaton ya presente, aquel que hace de la existencia misma un acontecimiento positivo, una historia de salvación en la cual cada circunstancia revela su verdadero significado en relación con lo eterno”. Por esto la certeza está reservada a quien no cesa de pedir; pero se puede continuar pidiendo el porqué de sí mismos y del mundo, sólo pidiendo a Alguno que con su presencia despierte mi deseo de ser, es decir de conocer y de amar. Es este descubrimiento del cual una vez ha relatado Dante, cuando dice de haber entrevisto en los ojos de Beatriz un alimento que no hace acabar para siempre el hambre o extinguir la sed, sino por el contrario, es tal que la despierta continuamente:
“Mientras que plena de estupor y feliz el alma mía gustaba de aquel alimento, que saciando de sí, de sí da ganas” [25].

[1] Se trata del “Festival de Filosofía” desarrollado en Modena, Carpi y Sassuolo del 17 al 19 de septiembre 2010 sobre el tema “Fortuna”.
La intervención de Z. Bauman fue parcialmente anticipada sobre el diario “La Repubblica” del 16 de septiembre 2010 con el título: La società dell’incertezza (La sociedad de la incertidumbre), trad. Di D. Francesconi, pp. 46-47, de la cual citamos.

[2] Bauman ha profundizado este análisis, en otros lugares, sobre todo en Liquid Fear, Polity Press, Cambridge 2006, trad. it. de M. Cupellaro, Paura liquida, Laterza, Roma-Bari 20084.

[3] Cfr. U. Beck, I rischi della libertà. L’individuo nell’epoca della globalizzazione, ed. italiana a cargo de S. Mezzadra, trad. de L. Burgazzoli, il Mulino, Bolonia 2000. Pero se vea también: Ch. Lasch, L’io minimo. La mentalità della sopravvivenza in un’epoca di turbamenti, trad. it. de M. Cornalba, Feltrinelli, Milán 1985 (última ed. 2010) y M. Benasayag/G. Schmit, L’epoca delle passioni tristi, trad. it. de E. Missana, Feltrinelli, Milano 2004 (última ed. 2011).

[4] «Niemand [giebt] dem Menschen seine Eigenschaften, weder Gott, noch die Gesellschaft, noch seine Eltern und Vorfahren, noch er selbst […]. Niemand ist dafür verantwortlich, dass er überhaupt da ist, dass er so und so beschaffen ist, dass er unter diesen Unständen, in dieser Umgebung ist. Die Fatalität seines Wesens ist nicht herauszulösen aus der Fatalität alles dessen, was war und was sein wird. Er ist nicht die Folge einer eignen Absicht, eines Willens, eines Zwecks […]. Wir haben den Begriff “Zweck” erfunden: in der Realität fehlt der Zweck … Man ist nothwendig, masn ist ein Stück Verhängniss, man gehört zum Ganzen, masn ist im Ganzen […] Aber es giebt Nichts ausser dem Ganzen! – […]dies erst ist die grosse Befreiung – damit erst ist die Unschuld des Werdens wieder hergestellt»: F. Nietzsche, Götzen-Dämmerung, oder Wie man mit dem Hammer philosophirt, «Die vier grossen Irrthümer», § 8, en Nietzsche Werke. Kritische Gesamtausgabe, VI/Bd. 3, de Gruyter, Berlin 1969, pp. 90-91; trad. it. de F. Masini, Crepuscolo degli idoli, ovvero Come si filosofa col martello, «I quattro grandi errori», Adelphi, Milano 1983, pp. 64-65.

[5] «Wie, wenn dir eines Tages oder Nachts, ein Dämon in deine einsamste Einsamkeit nachschliche und dir sagte: “Dieses Leben, wie due es jetzt lebst und gelebt hast, wirst du noch einmal und noch unzählige Male leben müssen; und es wird nichts Neues daran sein, sondern jeder Schmerz un jede Lust und jeder Gedanke und Seufzer und alles unsäglich Kleine und Grosse deines Lebens muss dir wiederkommen, und Alles in der selben Reihe und Folge – und ebenso die Spinne und dieses Mondlicht zwischen den Bäumen, und ebenso dieser Augenblick und ich selber. Die ewige Sanduhr des Daseins wird immer wieder umgedreht – und du mit ihr, Stäubchen vom Staube!” – Würdest du dich nicht niederwerfen und mit den Zähnen knirschen und den Dämon verfluchen, der so redete? Oder hast du einmal einen ungeheuren Augenblick erlebt, wo du ihm antworten würdest: “du bist ein Gott und nie hörte ich Göttlicheres!”. […] wie müsstest du dir selber und dem Leben gut werden, um nach Nichts mehr zu verlangen, als nach dieser letzten ewigen Bestätigung und Besiegelung? –»: F. Nietzsche, Die fröhliche Wissenschaft, Aph. 341, en Nietzsche Werke. Kritische Gesamtausgabe, V/Bd. 2, de Gruyter, Berlin 1973, p. 250; trad. it. (aquí modificada) de F. Masini, La gaia scienza, aforisma 341: «Il peso più grande», Adelphi. Milán 1977, pp. 201-202.

[6] S. Natoli, Il buon uso del mondo. Agire nell’età del rischio, Mondadori, Milán 2010, p. 136.

[7] Ibidem, p. 141.

[8] Cfr. F. Remotti, Contro natura. Una lettera al Papa, Laterza, Roma-Bari 2008, pp. 207 e 211.

[9] Aurelius Augustinus, Confessionum libri tredecim / Le confessioni, texto latín de la ed. Skutella revisado por M. Pellegrino, trad. it. y notas de C. Carena, Citta Nuova (“Nuova Biblioteca Agostiniana”), Roma 1993, en part. X.20.29-X.23.33.

[10] «…hinc necessario sequi, non me solum esse in mundo»: R. Descartes, Meditationes de prima philosophia, III, ed. Adam-Tannery, vol. VII, p. 42; trad. it. (aquí modificada) de I. Agostini, Meditazioni di filosofia prima, en Opere 1637-1649, texto frances y latino enfrentados, a cargo de G. Belgioioso, Bompiani, Milán 2009, p. 737.

[11] «…nam contra manifeste intelligo plus realitatis esse in substantia infinita quam in finita, ac proinde priorem quodammodo in me esse perceptionem infiniti quam finiti, hoc est Dei quam mei ipsius. Qua enim ratione intelligerem me dubitare, me cupere, hoc est, aliquid mihi deesse, et me non esse omnino perfectum, si nulla idea entis perfectioris in me esset, ex cujus comparatione defectus meos agnoscerem?»: Descartes, Meditationes de prima philosophia, ed. Adam-Tannery, vol. VII, pp. 45-46; trad. it. cit. (aquí modificada), p. 741.

[12] «Nicht die Wahrheit, in deren Besitz irgend ein Mensch ist, oder zu sein vermeint, sondern die aufrichtige Mühe, die er angewandt hat, hinter die Wahrheit zu kommen, macht den Wert des Menschen. Denn nicht den Besitz, sondern durch die Nachforschung der Wahrheit erweitern sich seine Kräfte, worin allein seine immer wachsende Vollkommenheit bestehet. Der Besitz macht ruhig, träge, stolz»: G.E. Lessing, Anti-Goetze: Eine Duplik (1778) en: Werke, Bd. 8, Hanser, München 1979, pp. 32-33; trad. it., Una controreplica, en Id., Religione e libertà, a cargo de G. Ghia, Morcelliana, Brescia 2000, p. 33.

[13] D. Marconi, Per la verità. Relativismo e filosofia, Einaudi, Torino 2007, p. 44.

[14] «So behalten denn auch jene Philosophen recht, die dem Adepten, der zögernd und ratlos vor dem Problem der Wahrheit setzt, den Rat erteilen, sich erst in den Strom hineinzustürzen, um Leib an Leib mit der Welle zu erfahren, was Wasser ist und wie man darin vorankommt. Wer diesen Sprung nicht wage, werde nie erfahren, was schwimmen heißt, und so werde auch, wer den Sprung in die Wahrheit nicht wage, niemals die Gewißheit ihrer Existenz erlangen. Dieser erste Akt des Glaubens, des sich hingebenden Vertrauens sei keineswegs irrational, sondern die schlichte Vorbedingung dafür, sich der Existenz des Rationalen überhaupt zu vergewissern». H.U. von Balthasar, Theologik, Bd. 1: Wahrheit der Welt, Johannes Verlag, Einsiedeln 1985, p. 13; trad. it. de G. Sommavilla, Verità del mondo, vol. 1 de Teologica, Jaca Book, Milán 1989, p. 29.

[15] «Wie der Schwimmende immer schwimmen muß, um nicht unterzugehen, obwohl er es vielleicht zu immer größerer Meisterschaft in der Schwimmkunst gebracht hat, […] und so muß schließlich auch der Erkennende täglich neu die Frage nach dem Wesen der Wahrheit stellen, ohne deswegen ein unfruchtbarer und zerstörerischer Zweifler zu sein»: von Balthasar, Theologik, Bd. 1: Wahrheit der Welt, cit., p. 14; trad. it. cit. (aquí modificada), p. 29.

[16] «…dicitur cogitare magis proprie consideratio intellectus quae est cum quadam inquisitione, antequam perveniatur ad perfectionem intellectus per certitudinem visionis» Thomas de Aquino, Summa theologiae, IIª-IIae, q. 2, art. 1, co (trad. it. a cargo de los Dominicos italianos, La somma teologica, texto latino de la ed. leonina en frente, Edizioni Studio Domenicano, Bolonia 1985).

[17] «Et ideo assensus hic accipitur pro actu intellectus secundum quod a voluntate determinatur ad unum»: Thomas de Aquino, Summa theologiae, IIª-IIae, q. 2, art. 1, ad 3.

[18] «Assent on reasoning not demonstrative is too widely recognized an act to be irrational, unless man’s nature is irrational, too familiar to the prudent and clear-minded to be an infirmity or an extravagance. None of us can think or act without the acceptance of truths, not intuitive, not demostrated, yet sovereign. If our nature has any constitution, any laws, one of them is this absolute reception of propositions as true, which lie outside the narrow range of conclusions to which logic, formal or virtual, is tethered»: J.H. Newman, An Essay in aid of A Grammar of Assent, ed. by I.T.Ker, Clarendon Press, Oxford 1985, chap. VI, § 1/5, p. 118; trad. it. (aquí modificada) de M. Marchetto, Saggio a sostegno di una grammatica dell’assenso, en Id., Scritti filosofici, texto inglés de frente, Bompiani, Milán 2005, pp. 1143-1145.

[19] «…and he, in faith on her word, might give his assent to such a proposition, – not, that is, to the line itself which he had got by heart, and which would be beyond him, but to its being true, beautiful, and good»: Newman, An Essay in aid of A Grammar of Assent, cit., pp. 17-18; trad. it. cit., p. 877.

[20] «Her veracity and authority is to him no abstract truth or item of general knowledge, but is bound up with that image and love of her person which is part of himself […]. Accordingly, […] he would not hesitate to say […] that he would lay down his life in defence of his mother’s veracity»: Newman, An Essay in aid of A Grammar of Assent, cit., p. 18; trad. it. cit., p. 879.

[21] «If we feel hot or chilly, no one will convince us to the contrary by insisting that the glass is at 60°. It is the mind that reasons and assents, not a diagram on paper»: Newman, An Essay in aid of A Grammar of Assent, cit., p. 119; trad. it. cit. (aquí modificada), pp. 1145-1147.

[22] «Certitude […] is the perception of a truth with the perception that it is a truth»: Newman, An Essay in aid of A Grammar of Assent, cit., chap. VI, § 2/3, p. 129; trad. it. cit., p. 1175 (cursivo nuestro).

[23] L. Giussani, El camino a la verdad es una experiencia, Ed. Encuentro, Madrid 2007, p. 86.

[24] Cfr. Benedetto XVI, Enciclica Spe salvi, nn. 2 e 7.

[25] Purgatorio, XXXI, vv. 127-129.

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